lunes, 13 de junio de 2011

LOS QUE AMAN SON LOS MÁS VALIENTES

Retrato de Millán-Astray por Ignacio Zuloaga

Decía Millán-Astray, refiriéndose al combate, que los que aman son los más valientes. No seré yo quien contradiga al fundador de La Legión, ni mucho menos. Más aún, creo que detrás de esa frase tan simple y, para el lector ajeno a su figura, de difícil encaje en la personalidad del estropeado[1] coronel, subyace una gran verdad de vigencia indiscutible. Dice la Real Academia Española de la Lengua que el valor es la “cualidad del ánimo, que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar los peligros”, mientras que la cobardía es “la falta de ánimo y valor”. Es decir, la segunda es la ausencia del primero y, por lo tanto, podemos fácilmente dibujar en una línea continua todos los estadios que unen la cobardía extrema y el valor heroico. El avance en esa línea imaginaria no es otra cosa que vencer continuamente el impulso, más o menos intenso y más o menos fundado, de supervivencia. Cada uno parte de un punto diferente, acorde con su forma de ser y el obstáculo al que se enfrenta. Como bien dice la RAE es una cualidad del ánimo, independiente de la fortaleza física, los estudios, la inteligencia o, en nuestro caso, el rango militar. Para un cabo 1º caballero legionario paracaidista con el parche de 1.000 saltos en su guerrera, un nuevo salto nocturno apenas supondrá una pequeña subida de pulsaciones. Mientras, el teniente recién salido de la academia que de pie en el avión sujeta con fuerza el mosquetón del paracaídas enganchado en el cable, con la mochila en sus rodillas y los 11 kilos de ametralladora entablillándole la pierna, a menos de un minuto de encenderse la luz verde y salir a la oscuridad de la noche, siente en su cuerpo algo más que una subida de pulsaciones.

Cap. Salas Larrazábal. Pionero del Paracaidismo
Militar. 23ENE48   Foto: www.elmundo.es
Pero volvamos a la frase del fundador. En esa carrera de obstáculos hacia el valor, el militar con responsabilidades familiares tiene un condicionante añadido en comparación con el soltero. Además de superar el miedo al dolor físico o la muerte, común a ambos, tiene que vencer el temor a dejar atrás a sus seres más queridos, con todo lo que ello conlleva. Ese es, en mi opinión, el principal obstáculo a salvar para la mayoría de los uniformados. La influencia de la familia en el comportamiento y el ánimo del militar es enorme. Lo he visto varias veces en mis misiones en el exterior. Uno está bien cuando su “retaguardia” está bien. El más pequeño problema que llega de aquellos que hemos dejado en territorio nacional[2] (un recibo devuelto, un golpe con el coche, un hijo con fiebre…) se maximiza con la distancia. La concentración y el ánimo bajan, el humor empeora y la ansiedad aumenta. El motivo es sencillo: no se puede hacer nada para resolverlo, “atrapados” a miles de kilómetros. Si trasladamos esta preocupación a una situación en la que lo que está en riesgo es la vida[3], la sensación de “abandono” de la familia es mucho mayor y, a veces, insuperable.

Sí, los que aman son los más valientes. Quizás también los más cobardes pero de esto no suele quedar constancia. En la magnífica promoción de la Academia General Militar a la que tengo el honor de pertenecer, las Cruces Rojas[4] concedidas y el valor reconocido[5] recae en padres de familia: Kiko, Leo, Victoriano y alguno más que seguro se me escapa, porque encima son los más humildes, obtuvieron su reconocimiento con la imagen de su mujer y sus hijos presente en su mente.
1921. Toma de Tauriat Hamed. Cte. Fontanés en el centro.
Foto: Asociación de Estudios Melillenses
El comandante don Carlos Rodríguez Fontanés, jefe de la II Bandera de La Legión, había enviudado recientemente y tenía nueve hijos pequeños cuando, el 18 de marzo de 1922, recibió un disparo en el estómago durante los combates del aduar de Amvar. Al frente de sus legionarios, como solía, se acercaba a animar a un legionario herido cuando le perforaron el vientre. Contaba Carlos Micó en su libro Caballeros de la Legión que el comandante Fontanés excusaba su heroísmo de la siguiente forma: “Es que no se me ocurre que me pueda pasar nada; como oye uno tantas balas y aún no me ha dado ninguna, me he acostumbrado a no concederles mucha importancia. Además, se curan tantos que hay que pensar que no todos los proyectiles traen la muerte. Lo único que me preocupa muchas veces son las heridas de vientre[6]”. Quizás, más cerca de la realidad esté lo que contenía un artículo firmado por ALIP y publicado el 22 de marzo en el Telegrama del Rif en el que se decía que, al ser inquirido por una dama sobre el porqué de servir en La Legión dejando a cargo de terceros a nueve hijos, Fontanés contestó: “Señora, ante la Patria, nada; después, después.... quién sabe si esta idea que acaricio se cumple; que una bienhechora bala siegue mi vida, para redimir a mis pequeños de la miseria…” Dicen las crónicas que el comandante Fontanés murió acordándose, primero, de “sus hijitos” y, después, dando vivas a España y La Legión. Sí, sin duda los que aman son los más valientes.


[1] Dice la RAE que estropear es maltratar a alguien, dejándolo lisiado. Miguel de Cervantes ya usó esta acepción para los militares en boca de Don Quijote cuando explicaba “…que al soldado mejor, le está el oler a pólvora que a algalia y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá coger sin honra, y tal, que no os la podrá menoscabar la pobreza; que cuanto más que ya va dando orden como se entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados”. Millán Astray tenía cuatro heridas de guerra: una en el pecho que casi lo mata, otra en la pierna, otra le destrozó el brazo izquierdo que perdió al serle amputado y la última le dejó sin ojo derecho, medio maxilar y le dañó el pómulo izquierdo. No creo que nadie me rebata que estaba bastante “estropeado”. El mismo fundó el Benemérito Cuerpo de Mutilados de Guerra por la Patria declarando “seré el primer camillero del Ejército”. Desgraciadamente, en 1985, se declara a extinguir el Cuerpo de Mutilados, que desaparece oficialmente en 1989.
[2] Territorio nacional es el término militar con el que se designa a España en contraposición de la zona o teatro de operaciones en el exterior.
[3] No hay que irse a situaciones de guerra para tener esa sensación y, como he dicho, los límites son muy personales. El simple hecho de subirse a un avión, para aquellos que vivieron de cerca la tragedia del Yak-42, un ejercicio de tiro de mortero, para los sargentos que, siendo alumnos, vieron reventar a dos de sus compañeros en unas maniobras en Albacete, salir de patrulla en Afganistán, con el temor a que un IED (Improvised Explosive Device) consiga perforar el vehículo MRAP (Mine Resistant Ambush Protected) o que un tiro o la explosión de un RPG-7 acierte durante un TIC (Troops in Contact), eufemismo con el que se designan los combates y enfrentamientos en las operaciones actuales, para los recién llegados al teatro de Afganistán.
[4] Concedidas por la realización de acciones, hechos o servicios eficaces en el transcurso de un conflicto armado o de operaciones militares que impliquen o puedan implicar el uso de la fuerza armada, y que conlleven unas dotes militares o de mando significativas.
[5] En la “hoja de servicio” hay un apartado destinado al valor en el que por defecto aparece “se le supone”.
[6] La conversación que transcribe Carlos Micó es del comandante Fontanés con el capitán médico Fidel Pagés. La preocupación de Fontanés por las heridas en el vientre fue disipada por Pagés confirmándole que, cuando son atendidas en las cuatro primeras horas, tienen muchas posibilidades de curación. El sistema de evacuación en la Zona Oriental del Protectorado era draconiano en aquella época: los heridos eran trasladados como se podía hasta donde se encontraba el camión-ambulancia, que no iniciaba su marcha hacia el hospital de Melilla hasta completar su carga. Por su gravedad, el comandante no siguió este proceso y esperó a cubierto a que pudieran atenderle. Fue herido a las catorce horas aproximadamente y, desde ese momento, el heliógrafo intentó localizar al capitán Pagés. A las diecisiete horas, el  comandante Fontanés preguntó, por última vez, por el capitán médico, sabedor de que su tiempo se acababa.