Monumento a las víctimas del terrorismo en
Madrid. Fuente: www.espormadrid.es
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El
día 22 amaneció templado, con un cielo azul limpio de nubes propio de finales
de junio. Los alféreces cadetes de cuarto curso recorrimos en autobús los
ochenta y pico kilómetros que separan la Academia de Infantería de la capital
de España para visitar el Museo del Ejército, sito entonces en el Salón de
Reinos del Palacio del Buen Retiro. Final de curso, tiempo de relax y de
preparar las maletas para el regreso a la Academia General Militar, pero también
tiempo de tensión en espera de las notas finales.
Furgoneta oficial ardiendo tras el atentado de la Plaza de la República de Argentina. Fuente: www.elmundo.es Foto: EFE |
Casi
al mismo tiempo que los futuros oficiales nos desparramábamos por las
impresionantes salas del museo, las diez de la mañana, siete féretros
cubiertos por sendas banderas de España entraban en el patio central del
Cuartel General del Ejército al compás de la marcha fúnebre. Entre ellos, el de
Fidel[1].
No conocí personalmente al teniente coronel Fidel Dávila Garijo, quizá lo vi
fugazmente en algún momento de mi infancia, no lo recuerdo, pero sí tengo la
suerte y el honor de contar entre mis mejores amigos a su hermano Juan de Dios.
Nos conocemos desde el “cole”, Nuestra Señora del Pilar, donde coincidimos en
la increíble “D”, cuando no levantábamos más de un metro del suelo (al menos
yo, él es mucho más alto). Podría estar horas hablando de él, de la amistad, por
supuesto, pero también del compañerismo, del honor, de la lealtad, del
sacrificio, de cómo se pueden ejercer todas esas virtudes tradicionalmente
denominadas “militares” desde tu "puesto en formación" en la vida
civil. Pero no es el momento. Hoy viene a estás páginas como mi amigo y como
hermano pequeño de Fidel.
Fidel Dávila Garijo |
En
aquel entonces, 1993, nuestra amistad había crecido y enraizado sólida, como lo
ha seguido haciendo hasta el día de hoy. Era ya lo suficientemente fuerte como
para, aprovechando un cambio de sala en el museo, abandonar el grupo de cadetes
y dirigirme hacia el Cuartel General para estar con él.
Los clavos de mis cordones rojos de cadete golpeaban al ritmo de la marcha
forzada que imprimí hasta llegar a la calle Prim. No corrí. "Un militar no
corre por Madrid vestido de uniforme de paseo y menos el día despues de un
atentado" —pensé.
Llegué
tarde. La marcha fúnebre volvía a sonar y los féretros comenzaban a salir por
el túnel sur del patio de armas del imponente Palacio de Buenavista. Saludé el
paso del cortejo con toda la fuerza y marcialidad de la que un jóven alférez de
Infantería es capaz.
Momentos
antes, el arzobispo castrense monseñor José Manuel
Estepa había dicho: "No cedamos en estas dolorosas circunstancias
a la tentación de cosechar odio y deseo de venganza, que es la invitación que
desde hace tantos años nos dirigen quienes con su siembra de violencia y sangre
inocente se han sumido, ellos mismos, en el fango de la degradación más extrema
e inhumana". No pude oirlo, pero los rostros de los militares que me
rodeaban reflejaban pecisamente eso: dolor y odio.
Restos del atentado de la plaza de la República de Argentina. Fuente: www.elmundo.es Foto: F. Quintela |
El
patio se fue despejando y, finalmente, puede acercarme a Juande. Tras la
primera expresión de sorpresa, me recibió con una amplia y serena sonrisa. Una
sonrisa que, por una lado, me resultaba enormemente llamativa en un escenario
de dolor como aquel y, por otro, mostraba una inquebrantable seguridad que sólo
la Fe verdadera puede dar. Años después recordaría esa sonrisa al leer lo que
un corresponsal de guerra decía sobre la actuación del comandante Franco tras
la batalla de Taxuda (Melilla), el 10 de octubre de 1921: "Lo de Franco en Taxuda ha sido maravilloso.
Él ha salvado la situación. Cuando pasó el peligro sonreía nuevamente entre sus
legionarios; pero con una sonrisa que casi me daba miedo, porque expresaba una
serenidad imperturbable, pero al mismo tiempo, una cólera fría. Era una mezcla
de tranquila seguridad en sí mismo y de la más violenta voluntad de vencer”.
Desde entonces, después de cada atentado, me he acordado de aquella sonrisa de
Juande. De la impresionante superioridad y fortaleza moral que reflejaba y que
me ayuda, todavía hoy, a entender cómo las víctimas del terrorismo pueden
continuar con sus vidas. Nos
dimos un abrazo, que aproveché para tragar saliva. No podía ser yo quien
flaqueara, cuando él estaba dándonos aquella lección de entereza. Poco más que dar un beso a su madre, una cordobesa impresionante rota por el dolor, pude hacer hasta que emprendí, de nuevo, mi marcha forzada hacia el museo para
reincorporarme a mi curso.
El
recuerdo de Fidel me ha acompañado varias veces en mi vida
militar,
especialmente en estos últimos años de comandante. Varias veces durante el
Curso Interarmas, primera parte del de Estado Mayor que se impartía en la
Escuela de Guerra del Ejército, me acerqué al monumento a los caídos de este
Cuerpo. Allí, delante de su faja azul de diplomado, tenía momentos de reflexión
que me ayudaban a escapar del frenético ritmo del curso y clarificar mis dudas.
Más tarde, ya destinado en el Estado Mayor Conjunto, su nombre escrito en una
placa conmemorativa en la entrada principal, me recordaba cómo todo puede
cambiar en un segundo. Han
pasado muchas cosas desde aquella mañana de junio. Muchos otros militares han
muerto asesinados por ETA. Muchos otros ciudadanos. También el panorama
político-judicial se ha movido en este último mes, clavando un rejón más en el
ya dolorido corazón de las víctimas con la derogación de la doctrina Parot y la
instantánea aplicación de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos.
Monumento a los caídos del Cuerpo de Estado Mayor en la Escuela de Guerra de Madrid. La faja del Tcol. Fidel Dávila se encuentra en la urna superior derecha. |
Mural con los rostros de las víctimas de ETA que se encuentra, a modo de homenaje, en la página www.el pais.com |
Las
víctimas, su dolor y su dignidad, es lo único que ha permanecido impasible e
impoluto, entre tanta mierda. Me he preguntado muchas veces qué es lo que
impide que alguien que ha perdido de una manera atroz a su hijo, a su hermano,
a su padre; alguien que ha visto como toda su vida se tambalea o, incluso, se
derrumba en un instante de furia incompresible; qué le impide, digo, coger una
escopeta, esperar en la puerta de la cárcel la salida del hijo de puta de turno
y descerrajarle un tiro en la cabeza. Lo he visto hacer, por temas menores, en
las misiones en las que he estado. Me lo he preguntado muchas veces y siempre
ha acudido la sonrisa de Juande a mi rescate: La infinita superioridad moral de
los que han sufrido el zarpazo del terrorismo frente a los asesinos. Eso y su
confianza en el amparo por parte del Estado y la comprensión y el cariño del
resto de la sociedad. El primero, porque impartirá la justicia que ellos no
pueden ni deben aplicar y, el segundo, porque ahogará los ataques dialécticos y
fácticos que puedan sufrir .
Por
eso me cuesta entender lo que está pasando. Lo que lleva
pasando desde hace ya demasiado
tiempo. Oigo mucho eso de "ETA está vencida". "¿Por qué?" —pregunto tímidamente cuando tengo la oportunidad—. "Porque no puede
matar" —me han contestado más de una vez—. "¿Y para qué tendrían que
matar actualmente?" —insisto—. Ni ellos mismos podrían creer hace unos
años dónde están ahora. Nada más hay que tirar de hemeroteca e ir viendo lo
que, asamblea tras asamblea y comunicado tras comunicado, fijaron como objetivos
e ideario.
Placa en el monumento a las víctimas del terrorismo en Madrid. Fuente: www.espormadrid.es |
No,
no lo entiendo y por eso quiero dejar aquí claro que, en mi condición de
ciudadano español, estoy y estaré siempre con las víctimas del terrorismo. Y me
tendrá enfrente, siempre, aquel que busque su desprecio, humillación, olvido o,
incluso, esa indiferencia cada vez más generalizada en nuestra sociedad. Estaré
ahí, aunque sólo sirva para demostrarles que sé, no el dolor que sienten —que
sólo pueden entender los que lo han sufrido—, sino el enorme esfuerzo que están
realizando para continuar la "normalidad" de sus vidas con la que
esta cayendo. Con la que lleva demasiado tiempo cayendo. Aunque sólo sirva,
como estas letras, para posicionarme fuera de la apatía generalizada y
desmemoriada que hoy se considera "politicamente correcta". Aunque
sólo sea para poder mirar a los ojos de mi amigo y poder responderle: "Semper fidelis, Juande, semper fidelis".
[1] A las ocho y cuarto de la mañana del 21 de junio de 1993, la banda
terrorista ETA asesinaba en Madrid a seis militares y un civil que viajaban en
una furgoneta oficial, haciendo detonar a su paso un potente coche-bomba,
cargado con 40 kilos de amonal, en la confluencia de las calles de López de
Hoyos y de Joaquín Costa. Los etarras presenciaron la
llegada de la furgoneta oficial del Estado Mayor de la Defensa (EMAD) a la
plaza de la República de Argentina y accionaron a distancia el dispositivo que
hizo estallar la mortífera carga. La onda expansiva afectó de lleno al vehículo
oficial y el efecto de la metralla acabó con la vida de los siete hombres que
viajaban en ella. Los muertos fueron: el teniente coronel del Ejército de
Tierra JAVIER BARÓ DÍAZ DE FIGEROA; el teniente coronel del Ejército de Tierra
FIDEL DÁVILA GARIJO; el teniente coronel del Ejército del Aire JOSÉ ALBERTO
CARRETERO SOGEL; el teniente coronel del Ejército del Aire JUAN ROMERO ÁLVAREZ;
el capitán de fragata de la Armada DOMINGO OLIVO ESPARZA; el sargento primero
de la Armada JOSÉ MANUEL CALVO ALONSO y el funcionario civil del Ministerio de
Defensa PEDRO ROBLES LÓPEZ. La explosión provocó, además de cuantiosos daños
materiales, heridas graves a otros cuarenta ciudadanos, incluidos tres niños
que esperaban en una parada cercana a que les recogiera el autobús del colegio.
Se trataba de las hermanas Juana y María Gabriela Cañizo Canto, de 8 y 15 años,
y de Luis Gabarda Pery, de 7, rescatado del lugar del atentado en una situación
crítica por el policía Emilio Almendros Gomis, que lo trasladó urgentemente al
Hospital Gregorio Marañón. Además de los tres niños, otras cinco personas
resultaron también gravemente heridas: María Antonia Mezquita, Matilde Cuéllar,
Fernando Flórez, Sonia Curabia y Juan Carlos Sobrino. Una hora después, hacia
las 9:15 horas, el Ford Fiesta utilizado por los etarras para huir, estalló
ante el número 85 de la calle de Serrano, cerca de la embajada de los Estados
Unidos, hiriendo a otras tres personas, dos de ellas de gravedad: Miguel Alvero
Suárez, de 26 años, y Carmen Redondo Prado, de 28.