jueves, 19 de noviembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 6

Aquí hay días normales y días difíciles. Buenos…, no. En misión, todo afecta a tu estado de ánimo. Lo de aquí, lo de España, lo de tu compañero, lo que ronda tu cabeza cuando apagas la luz… Acostumbrarte a lidiar con ello y que no afecte a tu trabajo es parte de lo que debes traer aprendido porque, aprenderlo aquí a frotamiento duro, es jodido.

Llevamos unos días revueltos y, además, con eso de que está acabando el Ramzan (sí, aquí es con “z”. Viene del persa en lugar del árabe, otra peculiaridad de esta zona), parece que hay musulmanes que ya están un poco hasta los «güevos» de no comer, no beber, no fumar hachís y no “tocar pelo”, y les ha dado por matarnos dentro de las bases. Es lo que se llama "green on blue", "inside the wire threat" o "insider attack". Una cabronada, vamos. El afgano bueno, con el que trabajas todos los días, salam alecum y ji-ji, ja-ja, de repente, como un gremling en un parque acuático, se convierte en lo que viene denominándose un hijo de la gran puta de los de toda la vida. 

Pero, la verdad, es que hay veces que casi lo entiendo. No sé, imaginaos que después de casi un mes de privaciones, un día, mientras el pobre Tucu –no me preguntéis por qué, pero es el nombre que se le da a los trabajadores civiles afganos, indios, pakistaníes, filipinos…, que curran en las bases. En Bosnia eran dobros y aquí son tucus. Una muestra más de la deshumanización que se sufre en estos ambientes, porque nada de esto funcionaría sin ellos–. Imaginaos, digo, mientras está currando, a 35ºC a la sombra en la parte más baja de la pirámide laboral, que ve cómo pasa delante de él, trotando rítmicamente hacia el gimnasio, una sueca maciza embutida en unos pantaloncitos y un top que parecen hechos con piel de chorizo de Cantimpalo. Él, que en el mejor de los casos, lleva veinte días sin catar lo que haya debajo del burka que se mueve por su casa. Cuando todavía está intentando olvidarse del culo que acaba de ver, le aparece un belga gordo y sudoroso –este tío existe y vive en mi pasillo–, bebiéndose en su cara una botella de dos litros de un agua fresquita que le rebosa por la papada, le resbala por la tripa y encharca el suelo que nuestro amigo acaba de fregar. "Cagón tó" –piensa compungido mientras su ojo derecho empieza a parpadear, un poco descontrolado–. Ya "tocao", huye del edificio y en la puerta se tropieza con un inglés fumando en pipa y un yankee con un puro, que charlan amigablemente envueltos en humo. ¡Con lo que daría él por un cigarrito! Aquí el colega ya pestañea muy rápido y chasquea rítmicamente los dedos de los pies contra las sandalias. Para recuperar la presencia de ánimo, decide esconderse en una esquina apartada, ya al borde de la taquicardia. Respira hondo, adentro y afuera, adentro y afuera…, y ahí aparece el incombustible Manolo, todo generosidad, con un bocata tamaño flauta travesera bien cargado de panceta y ese queso de tetilla que le ha mandado su parienta desde el pueblo. "¿Un mordisquito de jalufo, colega? ¡Que tienes mala cara!", le ofrece amable Manolo, porque los españoles somos "ansín". 

Y, claro, el tío se encabrona que te cagas, se pega cien latigazos y se pone a matar infieles hasta que se lo cepillan a él. Pues bien, salvando la distancia pseudo-humorística del ejemplo (que, ojo, los motivos en muchos casos son tan tontos como esos), llevamos en esta semana más de una decena de buenos soldados asesinados en las bases del teatro. Y sí, sé que no tiene ni puta gracia, pero o te tomas todas estas cosas así y con distancia, o eres tú el que acabas pegándote un tiro en la boca o saliendo de excursión con la “fusila” y matando a la primera familia de afganos que te encuentras, como hizo aquí un americano cuando se le fue definitivamente la pinza, yéndose por el desagüe, con él, los costosos progresos de la misión. 

Por eso, desde hace unos días, han autorizado a que todo el mundo lleve el cargador metido en el arma. Me explico, han pasado de llevarlo en su funda a llevarlo metido en la pistola. La verdad, no sé qué me acojona más, si un talibán juramentado o los cientos de descerebrados que tengo alrededor que no han visto una pistola en su vida y ahora llevan una cargada. Porque aquí, aparte de los militares que se supone que sabemos lo que tenemos entre manos, lleva pistola hasta el que arregla los ordenadores. Sí, el gafotas con trescientas veinte dioptrías va por la base como John Wayne. Ni puta idea de por dónde sale la bala pero, eso sí, arrastro un Magnum .44 que Harry “el sucio” a mi lado es el memo de La casa de la pradera –nunca me acuerdo de su nombre. De Laura Engels sí, por lo de la imaginación calenturienta que tiene uno de chorvito, pero del bobalicón de su padre, nunca–. Como a algún membrillo de estos se le escape un tiro, esto va a parecer un spaguetti western o el bar de Abierto hasta el amanecer.

Porque estas cosas, al que no está acostumbrado –y convenientemente instruido–, como que no. Mi tribu, y unos cuantos más de por ahí, siempre llevamos el cargador puesto por razones de seguridad, trabajo, escolta, acompañamiento de afganos... Te dan una tarjetita que te autoriza y te permite eso y ciertas comodidades más a la hora de entrar en las bases. Y te sientes tan seguro como en esos anuncios de compresas con las que puedes hacer de todo. La verdad, ahora que no me oyen, es que llevar una pistola sin cargador es como el que tose y se rasca, con fricción, los huevos. O se los rocía con Reflex. No vale para nada y encima escuece que te cagas. Tema diferente es llevar el arma alimentada –cartucho en la recámara– que sólo la llevo cuando salgo fuera de la valla. 

Pero esta situación de quinientos humanoides con armas cargadas es, como mínimo, inquietante –o espeluznante–, porque la variedad de especímenes que te puedes encontrar entre los pobladores de KAIA es increíble. Es un tema tan amplio que lo dejo para tratarlo otro día. Pero antes de despedirme, ya en clave más seria, os quiero dejar unas pinceladas de una persona admirable, al menos para mí. Es el coronel segundo jefe de mi tribu. Su apodo es “Duke”. Debe de tener unos cincuenta y pocos. Alto, fuerte, ojos claros, mirada franca, pelo abundante –cortado a cepillo como buen yankee–, parece, y es, un auténtico soldado. En estos empleos se nota la buena madera cuando se enfundan el equipo de combate. Gracias a Dios, los tiempos van cambiando, pero recuerdo cuando a algunos de nuestros coroneles y generales les ponías el chaleco y el casco y parecían, en el mejor de los casos, Robocop. En el peor, Calimero. Si llevados por la buena voluntad, cogían el fusil, lo llevaban colgado como si fueran a la caza de la perdiz roja. Este no, este ha salido mucho de caza, pero de caza mayor, y eso se nota. El fusil bien sujeto por delante, con la suelta rápida preparada, la pistola en funda de extracción rápida, sus gafas balísticas, sus guantes y un chaleco antibalas –portaplacas– reducido a la mínima expresión, de acuerdo con la tendencia dominante en las unidades que matan de verdad.

Es la teoría del "mayor cabrón del valle": El que tiene que estar acojonado y ponerse todo lo que pueda encima es el del enfrente, porque yo soy mucho mejor que él y, al menor error, sabe que está muerto.  Por supuesto, eso implica asumir riesgos y lo hacen sin pegas. De hecho, sale a Kabul en el puesto de mando móvil cada vez que hay un atentado de entidad. Pero sigamos. El coronel es una persona afable, abierta, sencilla, de los que se sorprenden y te agradecen que insistas para que él pase primero al llegar juntos a una puerta. Está aquí por dos años y, si Dios quiere, terminaremos a la vez en diciembre. Un par de meses antes de que yo llegara a Afganistán, su única hija se mató en un accidente de circulación. Se fue a EE. UU., estuvo allí un mes y volvió para terminar su misión. Su mujer y él habían decidido que tenían que seguir adelante, alcanzar cuanto antes un cierto grado de normalidad dentro del dolor que les acompañará el resto de sus vidas. Y, para ello, lo mejor era volver al trabajo cuanto antes. Cada uno al suyo, fuera donde fuera. Llegó, cambió de su mesa la foto que tenía con su mujer y su hija por una de la pareja con él de uniforme y se puso a trabajar. Mi antecesor me decía: "No es el mismo. Le veo muy bajito". "¿Muy bajito y acaba de enterrar a su hija? Joder, no creo que esté para muchas fiestas", pensaba yo. Tengo una hija y no quiero ni pensar como estaría yo. No sé si estaría siquiera..., sería la sombra de algo parecido a lo que una vez fue alguien llamado Pedro...

Pues él no. Aquí está, al pie del cañón. Recorriéndose Afganistán de punta a punta, visitando sus unidades y saliendo, como he dicho, cada vez que hay una movida en Kabul. Un profesional, decidiendo, mandando y, encima, dedicándote una palabra amable y una sonrisa cuando se cruza contigo. Hay que ser de una pasta muy especial para comportarse así y, con él, sin duda, fue con el que inventaron esa puta pasta.