“No me voy a caer” –ese fue el último pensamiento de José mientras la enésima gota de sudor helado recorría su espalda y sentía en la sien cómo los acelerados latidos de su corazón parecían querer reventar el empapado borde de su boina. Era raro que un chaval casi recién llegado al Ejército pensara así. Hacía ya muchos años que se había acabado eso de que, ante un mareo en formación, la única opción viable era desplomarse. En aquellos tiempos, nadie en su sano juicio se planteaba salir del bloque de su compañía, delante de público y autoridades tambaleándose como un borracho en las fiestas de su pueblo. El arresto –y la “caña” de sus compañeros–, en ese caso, era ineludible. Pero la otra opción, estrellarse con todo éxito contra el suelo, podía tener efectos más devastadores que el “talego” o la mofa: roturas de tabique nasal, brechas, puntos de sutura, esguinces, labios rotos... Sí, hay que reconocer que sacar a un tipo de formación a rastras chorreando sangre era un espectáculo un tanto gore. Ahora ya no. Poco a poco, se generalizó el despliegue de sanitarios que “saltaban al ruedo” a ayudar al desorientado militar que estaba a punto de tener un vahído. Todo muy humanitario y ecológico.
Vencido, José soltó un imperceptible gemido y, después, su mirada se fundió en negro. El golpe resonó seco, duro, temible contra el pavimento del patio de armas, que un inusual e implacable sol de septiembre había recalentado hasta atravesar las botas de los allí formados. Un leve murmullo se extendió entre el público que seguía la parada militar. José se cayó como se caen aquellos cuyo espíritu lucha a muerte contra un cuerpo que quiere desvanecerse: sin una palabra, sin un paso, sin una duda... a plomo.
Lo normal es que los sanitarios de los que hablaba antes hubieran salido a por él, pero difícilmente podían hacerlo… porque no había. Ni el coronel ni nadie en el regimiento lo había previsto. Es verdad que en las unidades con un trabajo físico duro –las de Infantería principalmente y aquella lo era–, no suelen darse estos casos. La gente está fuerte y aguanta bien. Pero un día flojo lo puede tener cualquiera. Así que era normal que nadie saliera a por José, pero sí era más sorprendente que nadie de la compañía moviera siquiera un músculo para recogerlo. “Un bloque de guerreros fanatizados en la inmovilidad ordenada” –pensaría más tarde, no sin cierto orgullo, su teniente coronel. Sólo Marta, manteniendo su perfecto “firmes” a la izquierda de José y sin apartar la mirada del cielo, empujó disimuladamente con su pie el brazo aún armado de su colega que, tras su descontrolada caída, descansaba en su empeine.
Los segundos pasaban implacables y el murmullo entre el público empezaba a subir su volumen. “¿Es que lo van a dejar ahí el resto del acto?”. Finalmente, el jefe del batallón y su comandante giraron la cabeza hacia el cuerpo caído: “Que se lo lleven...” –ordenó el teniente coronel. “Y que lo remplace un imaginaria” –apostilló el comandante. Dos soldados de la compañía levantaron a José y le sacaron de formación. Según caminaban, despacio, José fue recobrando la consciencia. La recuperó del todo cuando David, un soldado veterano, duro como el pedernal y que casi le llevaba en volandas sin necesidad de su compañero, le golpeó el pecho con la palma de la mano. “¿Has desayunado, killer?” –le preguntó. Un sofoco subió hasta el rostro de José y le hizo pasar del pálido cadavérico al rojo pasión: “Sí...” Un avergonzado hilo de voz salió de su boca, más débil de lo que a él le hubiera gustado. Nuevo palmetazo al pecho. “Sí, por los cojones...” –David era perro viejo y un chaval que todavía se afeitaba más pelo en las piernas que en la cara, no se la iba a colar tan fácilmente. “Bueno, pero, al menos, te has ‘esnafrao’ como los buenos” –añadió, dedicándole una mueca que seguro que, en otro planeta, podría asemejarse a una sonrisa.
Una hora más tarde, José apuraba su cerveza de un largo trago, con el codo apoyado en la barra de la caseta. Milagrosamente, sólo alguna pequeña magulladura dejaba constancia de su “piscinazo” en el patio de armas. “Mejor ahora, ¿eh, José?” –su jefe de compañía le pasó el brazo por el hombro, cariñoso. “Sí, mi capitán, ahora sí...”, -contestó un poco azorado. “Pues ya sabes, un buen vaso de gazpacho o un chocolate con churros para desayunar y no te tira ni un huracán. A ver si os enteráis de que esa mierda del Monster que bebéis sólo vale para secaros el cerebro”. El capitán se giró hacia la barra: “¡Chaval, ponme dos birras por aquí, que hay cosas que celebrar!”. Y ese día, José, Marta, David, el capitán… charlaron y rieron comentando las cosas inexplicables que pasan en la “mili” y que nadie “de fuera” podrá entender jamás.