domingo, 2 de octubre de 2022

RELATO BREVE. 1, 2, 3, PROBANDO, PROBANDO...


José no era un soldado ni muy alto ni muy bajo. Su puesto en la intersección de la quinta fila y la quinta hilera, aparte de lo anecdótico de la coordenada, sólo conseguía aumentar su sensación de agobio. Por supuesto, no era su primera formación, pero nunca había sentido algo como aquello. Notaba perfectamente los cordones apretando sus pantorrillas, el ceñidor clavándose en su cintura, el pañuelo rojo agobiándole en el cuello y agitándole tanto la respiración, que la camisola a duras penas la disimulaba. Y la boina, esa jodida boina negra, atrayendo el sol como si le hubieran enroscado una enorme lupa en la cabeza. Hacía mucho calor y, sin embargo, un escalofrío hizo que agarrara el fusil con más fuerza todavía. Sentía la bayoneta temblar en su extremo. No, el día del regimiento no estaba empezando como había imaginado. En absoluto.

 

“No me voy a caer” –ese fue el último pensamiento de José mientras la enésima  gota de sudor helado recorría su espalda y sentía en la sien cómo los acelerados latidos de su corazón parecían querer reventar el empapado borde de su boina. Era raro que un chaval casi recién llegado al Ejército pensara así. Hacía ya muchos años que se había acabado eso de que, ante un mareo en formación, la única opción viable era desplomarse. En aquellos tiempos, nadie en su sano juicio se planteaba salir del bloque de su compañía, delante de público y autoridades tambaleándose como un borracho en las fiestas de su pueblo. El arresto –y la “caña” de sus compañeros–, en ese caso, era ineludible. Pero la otra opción, estrellarse con todo éxito contra el suelo, podía tener efectos más devastadores que el “talego” o la mofa: roturas de tabique nasal, brechas, puntos de sutura, esguinces, labios rotos... Sí, hay que reconocer que sacar a un tipo de formación a rastras chorreando sangre era un espectáculo un tanto gore. Ahora ya no. Poco a poco, se generalizó el despliegue de sanitarios que “saltaban al ruedo” a ayudar al desorientado militar que estaba a punto de tener un vahído. Todo muy humanitario y ecológico. 

 

Vencido, José soltó un imperceptible gemido y, después, su mirada se fundió en negro. El golpe resonó seco, duro, temible contra el pavimento del patio de armas, que un inusual e implacable sol de septiembre había recalentado hasta atravesar las botas de los allí formados. Un leve murmullo se extendió entre el público que seguía la parada militar. José se cayó como se caen aquellos cuyo espíritu lucha a muerte contra un cuerpo que quiere desvanecerse: sin una palabra, sin un paso, sin una duda... a plomo.

 

Lo normal es que los sanitarios de los que hablaba antes hubieran salido a por él, pero difícilmente podían hacerlo… porque no había. Ni el coronel ni nadie en el regimiento lo había previsto. Es verdad que en las unidades con un trabajo físico duro –las de Infantería principalmente y aquella lo era–, no suelen darse estos casos. La gente está fuerte y aguanta bien. Pero un día flojo lo puede tener cualquiera. Así que era normal que nadie saliera a por José, pero sí era más sorprendente que nadie de la compañía moviera siquiera un músculo para recogerlo. “Un bloque de guerreros fanatizados en la inmovilidad ordenada” –pensaría más tarde, no sin cierto orgullo, su teniente coronel. Sólo Marta, manteniendo su perfecto “firmes” a la izquierda de José y sin apartar la mirada del cielo, empujó disimuladamente con su pie el brazo aún armado de su colega que, tras su descontrolada caída, descansaba en su empeine.

 

Los segundos pasaban implacables y el murmullo entre el público empezaba a subir su volumen. “¿Es que lo van a dejar ahí el resto del acto?”. Finalmente, el jefe del batallón y su comandante giraron la cabeza hacia el cuerpo caído: “Que se lo lleven...” –ordenó el teniente coronel. “Y que lo remplace un imaginaria” –apostilló el comandante. Dos soldados de la compañía levantaron a José y le sacaron de formación. Según caminaban, despacio, José fue recobrando la consciencia. La recuperó del todo cuando David, un soldado veterano, duro como el pedernal y que casi le llevaba en volandas sin necesidad de su compañero, le golpeó el pecho con la palma de la mano. “¿Has desayunado, killer?” –le preguntó. Un sofoco subió hasta el rostro de José y le hizo pasar del pálido cadavérico al rojo pasión: “Sí...” Un avergonzado hilo de voz salió de su boca, más débil de lo que a él le hubiera gustado. Nuevo palmetazo al pecho. “Sí, por los cojones...” –David era perro viejo y un chaval que todavía se afeitaba más pelo en las piernas que en la cara, no se la iba a colar tan fácilmente. “Bueno, pero, al menos, te has ‘esnafrao’ como los buenos” –añadió, dedicándole una mueca que seguro que, en otro planeta, podría asemejarse a una sonrisa.

 

Una hora más tarde, José apuraba su cerveza de un largo trago, con el codo apoyado en la barra de la caseta. Milagrosamente, sólo alguna pequeña magulladura dejaba constancia de su “piscinazo” en el patio de armas. “Mejor ahora, ¿eh, José?” –su jefe de compañía le pasó el brazo por el hombro, cariñoso. “Sí, mi capitán, ahora sí...”, -contestó un poco azorado. “Pues ya sabes, un buen vaso de gazpacho o un chocolate con churros para desayunar y no te tira ni un huracán. A ver si os enteráis de que esa mierda del Monster que bebéis sólo vale para secaros el cerebro”. El capitán se giró hacia la barra: “¡Chaval, ponme dos birras por aquí, que hay cosas que celebrar!”. Y ese día, José, Marta, David, el capitán… charlaron y rieron comentando las cosas inexplicables que pasan en la “mili” y que nadie “de fuera” podrá entender jamás.

domingo, 20 de febrero de 2022

MI SOLDADO DAVID

Volver a mi querido Regimiento “Asturias” 31 me ha traído a la mente muchas imágenes del pasado y al corazón, muchos sentimientos que, como brasas de una hoguera en la madrugada, sólo necesitaban de una suave brisa para avivarse. Fueron años intensos, como estos ­–mi vida militar nunca ha sido aburrida–, pero vividos con esa especial intensidad de la juventud. Pero hoy no quiero hablar de operaciones especiales, de misiones en el exterior o tipos duros que se afeitan en seco a navaja. Hoy quiero hablar de otra parte de la realidad. De aquellos militares que no se ven –o no se quieren ver– desde fuera. Aquellos que no nos gusta enseñar porque no cuadran en el estereotipo que nosotros mismos queremos vender. Ahí forman el que está pasado de peso, el que tiene una lesión de por vida –APL (Apto con Limitaciones) se llaman– que le impide llevar el ritmo normal de la unidad, el descoordinado hasta el infinito, el que vive “empanao” permanentemente, el de pensamiento al ralentí, el gris, el que todo lo intenta mil veces y mil veces fracasa… Todos ellos forman también cada mañana y son parte intrínseca de las unidades. Es importante que quede claro que a los que me refiero aquí es a aquellos que cumplen, o intentan, al menos, cumplir con sus cometidos. A pesar de todas las dificultades a las que se enfrentan. Los malos, los vagos, los sinvergüenzas, los delincuentes, que desgraciadamente también los tenemos, no se merecen que les escriba una línea y dedico mucho de mi tiempo a que o bien asuman sus responsabilidades y vuelvan al camino correcto o que salgan, con una marca en el trasero, de las Fuerzas Armadas. 

 

Sí, hoy quiero hablarles de un soldado que no usarían para el calendario del periódico Tierra, un tema táctico de fuego real de exhibición o el izado de bandera del Día de la Fiesta Nacional. Pero que fue tan soldado mío, tan de “mi gente” como el mejor. O más. Así que, vamos al lío.

 

Esta historia comienza en el inicio del milenio, con el servicio militar recién suspendido y una necesidad acuciante de reclutar soldados profesionales que llenaran el vacío dejado por los militares de reemplazo. Digamos que los filtros en aquel momento eran más laxos de lo que deberían haber sido para la exigencia de la vida militar. Y ahí estaba yo, recién llegado de La Legión, el flamante nuevo jefe de la 3ª compañía del Batallón de Infantería Mecanizada “Covadonga” I/31 del Regimiento “Asturias” 31. Todo “ardor guerrero”. Tenía todavía sobre la mesa de mi despacho la calavera de tamaño natural con el chapiri legionario graciosamente ladeado hacia la derecha que, al poco tiempo, el coronel Coll me “insinuó” que retirara. “Matar y destruir” y punto… Era un día soleado y el servicio de cuartel vino a presentarme a los nuevos soldados que entrarían a formar parte de mi compañía. Eran unos treinta. El suboficial, conociéndome, me advirtió antes de que saliera a recibirles: «Mi capitán, en la segunda fila, verá un soldado con una cara muy rara. No se mosquee, no le está haciendo burla, es que es así». «Joder…» –pensé–. En efecto, aunque un poco exagerada, agradecí la advertencia, porque ahí estaba David. La boca entreabierta para poder respirar, la nariz torcida, los ojos caídos, flaco, un poco encorvado… Eso sí, firme como si le fuera a pasar revista el mismísimo general jefe de la brigada “Guadarrama” XII. 


 

Y ahí empezó nuestra relación. Pronto vi que nunca estaría en el «top» por sus habilidades guerreras pero, sin embargo, en todo lo que hacía ponía el máximo empeño, aunque a veces quedara lejos de conseguirlo. Sin una queja o un mal gesto, volvía a la carga. Una y otra vez. Esa actitud me conquistó. Otros mejor dotados tiraban la toalla o se ponían a rajar descompuestos después de apretarles en una «noche toledana». Él, duplicando el esfuerzo que necesitaban los demás, ahí estaba. Siempre me ha gustado conocer a mi gente y aprovechaba los viernes para tomarme unas cervezas en cantina con quien le apeteciera hacerlo. Ahí fui descubriendo lo que había detrás de ese tipo de físico tan complicado. David provenía de un entorno social muy difícil. No sé, en ese su primer alistamiento, cuánto había de vocación y cuánto de escapatoria de un mundo que te envenena por dentro y por fuera, más peligroso que las balas que puedan lloverte vistiendo de uniforme. Tenía ya una enfermedad degenerativa que en aquel momento sólo se reflejaba en una ausencia casi absoluta de fuerza en las manos y poca en los brazos. Las flexiones de barra las hacía apoyándose en las muñecas –en los entrenamientos sus compañeros se las sujetaban para que pudiera hacerlas– y disparaba el fusil metiendo dos dedos en el disparador… No, definitivamente David no era ninguna máquina de matar. Pero ese problema también sacó lo mejor de la gente de la compañía. De paisano usaba camisas con corchetes para facilitar su cierre y apertura, pero el uniforme y las botas eran para él un mundo. Jamás le faltó un compañero (David, Iván…) que le ayudara con los botones o cordones. 

 

Recuerdo de las primeras salidas en el campo de maniobras de la Academia de Infantería de Toledo. En pleno duro invierno castellano, toda la compañía dormíamos juntos, un saco junto a otro, en la nave diáfana de Torremocha, uno de los clásicos cigarrales de la zona. Serían las cuatro de la madrugada cuando el imaginaria, en la oscuridad absoluta, me despertó sobresaltado. 
–«¡Mi capitán, mi capitán, Molina se ha muerto!»
–«No me jodas… venga, vamos». Descalzo y en calzoncillos seguí el haz de luz de la linterna del soldado, hasta enfocar la cara de David. La imagen, aunque digna del mejor programa de “Cuarto Milenio” de mi admirado Iker Jiménez, me tranquilizó. En efecto, la boca semiabierta, como era su costumbre para poder respirar, no era lo que más llamaba la atención, sino que tenía también los ojos abiertos y medio en blanco. Inmóvil, bien metido en su saco de dormir, no se apreciaba su respiración. La boca abierta y los ojos dirigidos hacia el oscuro vacío creaban un conjunto que justificaba que nuestro vigilante nocturno se llevara el susto de su vida.
–«¡David!» –le agité un poco para despertarle. –«¡David!». 
–«Mi capitán», –reaccionó relativamente rápido–. «Nada, una comprobación, sigue durmiendo, máquina». «Vale» –contestó– y, disciplinado, cumplió la orden…

 

Pasaba el tiempo y David trabajaba duro –sí, dentro de sus posibilidades– y con esa actitud y su simpatía iba haciéndose un hueco en la compañía. Visto desde fuera y sobre todo para aquellos que no conocen las dinámicas de las unidades operativas, podrían pensar que David era el candidato idóneo para sufrir “mobbing” u otro tipo de acoso laboral. Era todo lo contrario. Su entrega y su forma de ser, tan especial, iba ganándose los corazones de todos los que formábamos la compañía. Y que no se metieran con él… Pronto tuvo un binomio que se convertiría, con el tiempo, en uno de sus amigos más íntimos. Era otro David. Un chaval con unas capacidades físicas sobresalientes que cuidaba de él dentro y, sobre todo, fuera del cuartel. Eran algo más que el ying y el yang.

 

Mientras, David seguía alimentado el anecdotario. No sé cuándo se ganó, a pulso, su mote: Bombas. Creo que fue en una formación en la que quiso romper filas antes de tiempo… Casi le cuesta un arresto de su jefe de pelotón. Posiblemente, los problemas intestinales fueran una consecuencia de la enfermedad o la medicación. Recuerdo una evacuación en maniobras, en San Gregorio. Llevaba ya varios días sin hacer “aguas mayores” y hubo que trasladarlo al hospital. Allí tuvieron que «trastearle» por detrás para ayudarle. A su vuelta, las primeras palabras al cabo 1º Yáñez –nuestro hermano mayor en la compañía– fueron: «Mi primero, ya sólo me falta volar en globo… Me han metido una “manguera” por detrás». Él era así, capaz de arrancarnos una sonrisa en la situación más jodida con la mayor naturalidad.

 

Ya he citado el problema que tenía en las manos. Era imposible que pudiera utilizar una pistola con seguridad en una línea de tiro, pero tampoco quería privarle de la experiencia de efectuar, al menos, un disparo con este arma. No es la reglamentaria de todos los puestos, pero procuraba que todos los componentes de la compañía dispararan con todas las armas en dotación. Desde la ametralladora Browning 12.7 hasta el lanzagranadas de 88.9. Así, aprovechando una de las sesiones de tiro de la compañía, me lo cogí aparte y le di la correspondiente teórica. Tuvimos nuestro momento curioso ya que, al no poder tirar directamente de la corredera para montar el arma, intentó hacerlo metiéndosela entre las piernas… «David» –le dije–, «¿Quieres volarte las pelotas?». «No, mi capitán» –contestó–. Y cogiéndola con toda la mano y mucho esfuerzo logró hacer el movimiento. Así que llegó el momento de la verdad, introduje un cartucho en el cargador de la Llama M-82 y empezamos con la secuencia de tiro ensayada en seco. Todo perfecto, pero como mantener la pistola horizontal apuntando al blanco le costaba y le obligaba a forzar la postura en un escorzo imposible, agilicé el trámite: «¡Fuego!». Sonó el disparo, vi la sobreelevación del cañón, en este caso exagerada y la corredera atrás indicando el fin de munición. De repente, David cayó de rodillas y se echó hacia atrás. Bien instruido, había mantenido, aun en esa posición, la pistola apuntando al frente. «¡David!, ¿estás bien?, ¿qué te pasa?» – le dije mientras le cogía la pistola. Todavía desde el suelo, me miró, sonrió y dijo: «¡Qué susto, mi capitán!». Nunca sabré si se quedó conmigo ese día, aunque sospecho que fue una buena vacilada…

 

Perfectamente asentado ya en la compañía, llegó el momento de la renovación de su compromiso con el Ejército. Las circunstancias habían cambiado y ya no existía la presión de captación de años anteriores. Me llamó un comandante de la Plana de Mayor de Mando para decirme que era el momento de deshacerse de David. «Ni de coña» –respondí contundente–. «Es posible que el soldado Molina nunca debiera haber ingresado en el Ejército, pero ese no es mi problema. Lo que sí sé es que ahora, después de trabajar duro estos años, no seré yo quien proponga su expulsión». Mi informe salió favorable a la renovación y creo que bien argumentado. Para su suerte, y la nuestra, en esto me hicieron caso desde arriba…

 

David me acompañó en una actividad bilateral en Marruecos donde hizo un gran papel en el tema táctico combinado que hicimos y también vino, encuadrado en el Subgrupo Táctico “Matanzas”, a nuestra misión en Bosnia-Herzegovina como parte de SPAGT-XVIII. Los aspirantes para ir de misión siempre son muchos más que las vacantes existentes. David fue por derecho propio. Lo encuadré a propuesta de su teniente y su sargento 1º, jefes directos. ¿Cómo puede ser eso?, puede que se pregunte alguno de ustedes a la vista de lo contado hasta ahora. He hablado antes de las dinámicas que hay en las unidades. Cada operación es un mundo, con unas exigencias diferentes, y cada unidad mide y equilibra las capacidades que necesita. Vivir seis meses 24/7 requiere una cohesión especial. Una unidad formada sólo por killers –sin ningún otro atributo destacable– no era lo que necesitaba un escenario de relativa calma como era aquél. El equilibrio era imprescindible. Al lado de ese killer puro (es verdad que muchas veces ambos roles coinciden en la misma persona) hacen falta compañeros que saben escuchar, que saben reír o llorar –según toque– y que están, siempre, dispuestos a echar un cable en esas tareas menos operativas. Ese era David. Un crack –dos grandísimos suboficiales hoy en día, Antonio y Sergio, eran soldados también en aquel 1º pelotón de la II sección y ellos no me dejarían mentir–. Recuerdo cuando inauguramos nuestro “rincón de descanso” en la base de Mostar-España. Con un pijama teñido de rojo, la cara roja, unos cuernos y un tridente, se disfrazó de diablo. Flipé cuando lo vi. Quedamos que cuando viniera el coronel, él le daría novedades. Y así lo hizo: “A la orden de usía, mi coronel, sin novedad en el infierno”. Por supuesto, provocó una sonrisa en el coronel Piñar y una rápida bendición del páter Ángel –quien le impartía la catequesis de bautismo, que recibió ya estando destinado en la base “General Cavalcanti”.

 

Fue a la vuelta de esa misión cuando me incorporé al Mando de Operaciones Especiales. Recuerdo el par de despedidas de mi “núcleo duro”, mis chicos de la 3ª, entre los que estaba, incombustible, David. Recuerdo el banderín de la compañía que me regalaron durante la cena, alabarda incluida –¡No quiero pensar la pasta que se gastaron!. También, en la última salida, cómo el corazón me latía cada vez más fuerte, consciente de que ahí se acababa algo irrepetible. En esos cuatro años había pasado con ellos más tiempo que con mi propia mujer –me casé en 1999, año en el que llegué al regimiento, y me fui en el 2002–. Llegamos al último garito. Ya unos pocos, los irreductibles. Y ahí estaba, también, David. Una copa más y llegó el momento del adiós. Fui dando un abrazo a cada uno de ellos. Un nudo en la garganta y los ojos empantanados. Llegué a David. Me abrazó, desconsolado, y me dijo: «¿Qué va a ser de mí ahora, mi capitán?» Las lagrimas cayeron ya sin disimulo por mis mejillas porque, como dice Dani Martín en su canción Dieciséis añitos, «los valientes son los que saben llorar con la cara descubierta». No recuerdo exactamente mis palabras, pero sé que le dije que tenía a la compañía, y a mí, allí dónde estuviese, y que al próximo capitán se lo ganaría enseguida porque era un grandísimo soldado. Y así fue. En el “Asturias” y en “Cavalcanti”. 

 

Difícilmente se puede entender la 3ª compañía en aquel tiempo sin su presencia. Difícilmente se puede entender el lema “no seremos los mejores, pero sí los más valientes” sin conocerle. Difícilmente se puede entender el coronel que soy ahora si no hubiera tenido a David conmigo. Posiblemente me enseñó más él a mí que yo a él. Tuve la suerte de coger ese periodo inicial de su vida militar, esos primeros cuatro años, pero sé que el resto de su vida, en el Asturias 31 y en la Unidad de Servicios de Base “General Cavalcanti” siguió dejando la misma huella que yo me llevé de él. Hasta el último momento. Hasta aquel triste diciembre de 2019, en el que murió siendo soldado, en casa del que fue su binomio en la compañía, su padrino de bautismo y su más fiel amigo. Hasta el mismísimo Ejército, tan impersonal y cruel muchas veces, le reconoció públicamente sus méritos y se despidió de él como merecía. 

 

Y sé que, como a otros muchos, esa muesca que David me dejó en el corazón me acompañará hasta que me toque a mí también dar ese último salto de la muerte a la Vida. Y, al otro lado, David, junto a César, Santi, Félix… me estarán esperando con unas jarras heladas para echar unas risas y recordar esos tiempos en la 3ª compañía, cuando éramos inmortales. 



 


sábado, 29 de enero de 2022

VIAJE AL PASADO. DISCURSO DESPEDIDA DE LA 3ª COMPAÑÍA RIMZ "ASTURIAS" 31

REGALO DE MIS CHICOS EN MI DESPEDIDA DE LA 3ª CIMZ.
No creo que tenga nada que ver con el síndrome de Diógenes, pero sí es verdad que lo guardo todo. O, al menos, todo lo que una casa no muy grande me permite sin que suponga un conflicto matrimonial. He tenido que renunciar a decenas de camisetas, la sahariana de la Academia y mis uniformes de La Legión, pero tengo un montón de papeles y discos duros llenos de archivos pendientes de clasificar. Creo que soy militar hasta en eso porque, muchas veces, en las unidades pasa algo parecido... La verdad es que me harían falta dos vidas para poner orden en todo ese caos, pero reconozco que disfruto removiéndolos de vez en cuando.

Fue así cuando, el otro día ,encontré unos folios que ya no  recordaba su existencia. Eran mi discurso de despedida como capitán de la 3ª compañía del entonces Regimiento de Infantería Mecanizada "Asturias" 31, el regimiento que tengo el honor de mandar ahora –sí, tiene su morbo, ¿verdad?. Como este blog es una buena manera de tener bien clasificadas las cosas, lo subo. Ya están aquí tres de los discursos más importantes de mi vida militar. Puede que mi despedida del Cuarto Militar de la Casa de Su Majestad el Rey sea el cuarto, pero pertenece a un ámbito más íntimo, discreto, un poco menos castrense quizás pero profundamente emotivo. Dos tomas de mando –con la solemnidad de un patio de armas con la unidad formada– y una despedida –en la intimidad e informalidad de una sala táctica de compañía. Salvando las distancias de estilo y madurez, me gusta ver que mantengo cierta coherencia a través del tiempo. Sí, la vida militar me ha ido esculpiendo un estilo de mando. Imperfecto, pero mío. Si es bueno o malo, mis superiores, compañeros y subordinados son los que tendrán que juzgarlo, no yo.

En fin, era el 10 de noviembre de 2002 y me encontraba en Mostar al mando de un subgrupo táctico generado sobre la base de mi compañía orgánica. Ya estaba destinado en el Mando de Operaciones Especiales, donde me incorporaría a mi regreso. Y esto es lo que les dije:


Compañeros del Regimiento de Infantería Mecanizada “Asturias” 31, mandos y tropa de la 3ª Compañía:
 
Aunque con un poco de adelanto, quiero hoy despedirme oficialmente de vosotros, “núcleo duro” de mi querida 3ª Compañía. Por supuesto, no estáis todos los que sois, pero sí sois todos los que estáis. 
 
Han pasado casi cuatro años desde que el teniente coronel Roel, un 19 de mayo, me entregó el mando de la 3ª compañía. Una compañía, según sus propias palabras, descabezada, desunida, floja y sin ánimo, a años luz de la 2ª del entonces capitán Capella. Era la oveja negra del Batallón, como lo hemos seguido siendo, por diferentes razones, hasta el día de hoy. Al hacerme cargo no podía entender esas palabras, ya que el equipo de gente que allí me encontré, sobre todo suboficiales y tropa, era magnífico. Tenía una lista de revista de cincuenta y pocos. La mayoría de reemplazo y unos cuantos buenos profesionales que, desgraciadamente, ya habían pedido vacante. 
 
Así que empezamos a trabajar, por la “sordi”, sin darle importancia, como hacen los buenos. Fuimos creciendo. Llegaba gente nueva que instruíamos y se iba a completar otras compañías, pero los poquitos que se quedaban eran los escogidos, la crema. Este trasiego de personal de tropa hacia otras compañías ha sido también nuestro sino durante estos cuatro años. El número de licencias de la compañía en este tiempo, sin contar destinos a otras unidades, Academia General Básica de Suboficiales y Guardia Civil, no llega a quince militares. Sólo quince militares se han ido a la calle. La última tacada que tuvimos que dar al resto del batallón fueron 37 hombres. Llegaron también nuevos mandos, oficiales como el alférez Sellés, el entonces alférez Paredes o el teniente Robles, suboficiales como el entonces sargento Franco, el sargento 1º Álvarez o el sargento Barco y la Compañía fue creciendo en número y nivel. 
 
Pronto se marcó un talante, del que, con la ayuda del cabo 1º Yañez, me reconozco culpable. Un estilo que sé revolvía la tripas a muchos y que me ha ocasionado innumerables veces lluvia de partes y problemas: botón superior desabrochado, patillas, perilla, barba, pelo rapado, saludo enérgico con el codo atrás, taconazo, palmada en el descanso. Busqué con ello algo para mí importante en una unidad: Algo que nos identificase y nos uniese. Ser y sentirse diferente. Podía haber escogido colgarnos una cinta blanca de la hombrera, o agujerearnos la nariz, pero no podía ni quería negar mi origen y reconozco orgulloso que seré legionario hasta que me muera. 
 
Pero estas maneras externas no valdrían de nada si no estuvieran respaldadas por trabajo. Todos nos acordamos de las maniobras Alfa en Toledo, acostándonos a las 03:30 de la mañana y levantándonos a las 07:00 o las jornadas de instrucción continuada a piñón, prácticamente sin dormir, con todos hechos mierda. Las maniobras en Zaragoza, con sus temas tácticos y de exhibición, sus tiros de pesada y los embarques y desembarques de vehículos en los trenes en tiempo récord, o las de Valladolid con aquel partido de rugby que me hizo pasar  horas yendo y viniendo del centro médico. Los temas de fuego real, que pusieron los pelos de punta al teniente coronel Mayoral, al capitán médico del Valle o al mismísimo coronel Piñar. 

Las topográficas, los rápeles, las alcantarillas, los temas de fuego real con munición plástica en la limpieza de posiciones, entrando simultáneamente por dos ramales opuestos que exigía una coordinación "al pelo". La pista de combate y la americana de Toledo –del derecho y del revés–, el agua y las tiritonas en las continuadas de estaciones en El Goloso. Las subidas a Peñalara, recuperando la tradición del Belén incluida, que bajábamos a la carrera después; las marchas con nieve en la Sierra de Guadarrama, prohibidas hasta entonces y las caídas en el camino Schmidt helado. Cuerda Larga, dos veces en un verano porque somos los más chulos, con el coronel a nuestro lado. Las mil formaciones que nos hemos comido (y las que nos quedan), desde el Palacio Real al Congreso de los Diputados, las patronas, las visitas, muchas de ellas agregados a carros y que hacían al teniente coronel Mayoral decir que el que formara la 3ª era garantía de que las cosas saldrían bien. La escuadra de gastadores, que marcó un hito en el Asturias –donde no existía– y en mi alma legionaria. Las competiciones deportivas, en las que la gente se aburría de ver salir al personal de la compañía a recoger los trofeos. 

Pero si sólo hubiera sido esto yo no sería el capitán Sebastián de Erice, sino el capitán América y tendría en lista de revista a Rambo, Terminator, Orzowei y Sandokán. Teníamos y tenemos nuestro lado oscuro. Somos, empezando por mí, capaces de lo mejor y, momentos después, de lo peor. Pero también lo asumí. Se me ha acusado de cierta permisividad y paternalismo y es cierto. A veces os he dejado demasiada cuerda, consciente de que lo hacía. A todos, no sólo a la tropa, sino también a los suboficiales y oficiales, pero con un solo objetivo: que la compañía avanzara como lo ha hecho. Como una máquina de guerra bien engrasada.

Y una y otra vez, unos y otros, voluntaria o involuntariamente, me han dejado vendido. Pero no he querido aprender. No he querido escarmentar. No he querido cambiar. Siempre he pensado que merecía la pena seguir confiando en vosotros –hoy lo sigo pensando–, aunque ese haya sido el motivo de irme, cambiar para poder dormir tranquilo con mi conciencia, con mis ideales, con mi estilo de mando, bueno, malo o peor, pero mío. Para no traicionar la lealtad que sé que muchos de vosotros me tenéis, convirtiéndome en un subordinado dócil sin personalidad.

Había un cuadro con una cita en un aula de la
Academia General Militar que me impactó en su momento y me ha acompañado desde entonces: "La recompensa  del capitán no está en las notas de su comandante, sino en la mirada de sus hombres". Gracias a Dios, todavía puedo miraros a la cara, a todos. Me marcho del "Asturias" con dos arrestos, una cruz y los recuerdos de posiblemente los cuatro mejores años de mi vida. Pero dejo también algo de mí entre vosotros. Como pone la placa de la Bandera que dejo de recuerdo en la compañía: Recibid el corazón de vuestro capitán, para siempre.

¡No seremos los mejores, pero sí los más valientes!