sábado, 28 de noviembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 7

Pues sí, he hecho mi primera visita a Herat, a "Camp Arena", la base hispano-italiana en el oeste de país. La verdad es que la vida allí es de otro color, latino principalmente, y eso se agradece, aunque el resto de ISAF no lo entienda. Pero antes de llegar al “paraíso” español hay que coger un vuelo y ese procedimiento sigue siendo anglosajón. El funcionamiento de la terminal aérea de KAIA es el mismo que el de un aeropuerto civil. Tan igual que roza lo ridículo. Llegas con el chaleco, el casco, el fusil, los mil cargadores y la mochila y te colocas en la línea para facturar –porque, excepto el equipo individual, el resto se factura. Todo lo que va al mismo sitio se pone en un mismo palé y aquí no hay bolsa de mano–. Una bellísima suboficial eslovena comprueba que estás en la lista de embarque y te da el resguardo de tu mochila –Brown7011–. “Brown…, mal empezamos” –pensé, y me puse en camino hacia la cinta y al arco detector–. 

Allí un alemán, con la misma flexibilidad que una barra de acero, te dice: “Ponga todo su equipo en la cinta y vacíe sus bolsillos en la caja”. “¡Que vacíe los bolsillos en una caja!, ¿estás de coña?” –le digo en español. Por el careto que pone está claro que no está de coña. Pongo mi equipo y el contenido de los bolsillos en la caja y paso por el arco. Obviamente, pito como si fuera el tiovivo de la feria de Almendralejo –donde, por cierto, las primeras rodajas del chorizo, no tienen pellejo… ¿?–. “La pistola” –señala. “Haga el chequeo de seguridad fuera del aeropuerto, quítele el cargador y póngala en la cinta”. Aquí, en la entrada de todos los edificios hay una especie de bloque de tierra con un tubo que sale para que metas ahí el cañón del arma, dispares en vacío y así compruebes que esta descargada. De esta forma, si hay un disparo accidental, no pasa nada. Así que yo, obediente, me dirijo a la salida y, en la primera esquina fuera de la vista del bodoque alemán, saco el cargador, miro la recámara con un leve movimiento de la corredera y me doy la vuelta (sí, ya sé, el españolito haciendo el listillo, pero paso de perder el tiempo yendo hasta el puto tubo), vuelvo y pongo la pistola y el cargador en la cinta. Mientras, el alemán me pasa el detector de mano. La cadena con Dios y toda su sagrada compañía empieza a pitar. Se la enseño. Correcto. Pita algo en el bolsillo exterior del pantalón, un papel de chicle. Lo tiro. Correcto. Pita la hebilla del cinturón interior de rescate, me lo quito. Correcto. 

“¿Puedo coger ya la pistola?” –le pregunto señalando el extremo de la cinta–. Me hace un gesto afirmativo, así que cojo la pistola, le meto el cargador y la meto en la funda. “¡¡¡¡NO!!!!” –grita el alemán como un orate–. “¡¡¡No puede llevar el cargador puesto en esta parte del aeropuerto!!!”. “Pos fale, pos lo quito”. Saco la pistola, le quito el cargador y meto cada cosa en su funda. “¡¡¡NO!!!” –vuelve a gritar el alemán–. “Sir, look at me, please” (esto fue literal). Tiene que vaciar la pistola FUERA”. “¿Pero si ya la he vaciado, fuera, antes?” –le respondo ya con cierto cachondeo–. “¡¡¡NO!!!, ¡ha vuelto a meter el cargador, DENTRO, se está saltando el procedimiento!” –me contesta ya al borde del ataque de nervios, guiñando un ojo a la velocidad de un limpiaparabrisas–. “Pos fale, pos me voy”. Salgo otra vez y, en la misma esquina de antes, quito el cargador y me doy la vuelta. “Ya está” –le digo sonriendo–. “Que tenga un buen vuelo” –me contesta con cara de palo, sabiendo que he hecho trampa. “Danke schön!” –le contesto, dejándole claro que sé, que sabe, que he hecho trampa–. 

Pero cuando llego a la sala de espera me acuerdo de que llevo la tarjeta FEC –esa que os conté que me autoriza a llevar el cargador siempre metido–. Como con las movidas del "green on blue" llevamos mes y pico todos con el cargador puesto, me había olvidado completamente de ella. Así que me preparo para mi venganza. Vuelvo y con cara inocente le pregunto: "Perdone, ¿la tarjeta FEC es válida también en las terminales aéreas?". "Sí señor, también es válida". "Bien, esta es la mía", -le digo enseñándosela-. La mira perplejo y con la boca semi-abierta, ve cómo saco mi cargador, lo introduzco en mi pistola y me despido educado. El pobre alemán, si hubiera podido, me hubiera matado. Un "blue on blue" en toda regla. Sé que yo tampoco quedé como un tío muy avispado, pero la mirada final del colega mereció la pena. 

En Afganistán, la superioridad aérea aliada es absoluta y la amenaza contra aeronaves (Surface-Air Fire –SAFIRE) es principalmente armamento “ligero” (ametralladoras y lanzagranadas). Esto, para los pilotos, se traduce en que "la altura es tu amiga". Así, la forma de volar aquí es muy característica. Imaginaos un cilindro de X metros de altura que engloba cada una de las bases –con medios de protección– que tienen pista de aterrizaje y una línea imaginaria, a esos X metros de altura, que une todos los cilindros. Pues bien, el interior del cilindro y, desde esa línea hacia la estratosfera, es la zona segura para aviones y helicópteros. Eso significa que, en el despegue, el piloto tira de palanca como si estuviera loco para que el tiempo que pasa desde que sale por un costado del cilindro hasta que sobrepasa la línea imaginaria a X metros de altura sea el menor posible. Durante el vuelo se mantiene seguro por encima de esa altura y a la hora de aterrizar hace lo mismo. Hinca el morro y hace un descenso en espiral que flipas, todo ello adornado con lanzamiento de bengalas –el sistema es automático, detecta la “iluminación” infrarroja del avión, así que nunca sabes qué pensar: “¿Será accidental o es que finalmente les ha llegado a los malos su pedido de manpads de Pakistán?”). Por ahora suele ser lo primero. Dependiendo de la zona y la amenaza, los helicópteros hacen vuelo táctico a baja y muy baja cota –pegado al terreno–, pero sólo cuando no queda más remedio. 

¡Herat!, sinceramente, para un español que viene de Kabul, es una delicia. Comida española; cantina española donde, cuando hay, te puedes tomar una cerveza fresquita; churros con chocolate para desayunar los domingos; unos horarios de comidas más españoles y un ritmo de trabajo en su cuartel general diferente... ¡Ojo!, no quiero decir que se trabaje menos, al contrario, pero se trabaja mejor o, al menos, más eficientemente. Kabul está infestado por esa cultura de que cuantas más horas estés delante del ordenador, aunque sea perdiendo el tiempo, mejor. Es algo que no soporto. En el comedor tienen cajas de “corchopán” para poder llevarte la comida al puesto de trabajo. ¡Y los tíos se la llevan! Eso sí, muchos para seguir navegando por Internet (todos los americanos tienen acceso, desde su ordenador de la red segura de OTAN, sólo con apretar un botón. Yo tengo que irme a un ordenador aislado o a la habitación).

No digo que en España no esté instaurada la cultura del "hago como que hago", que también, pero tanto aquí como allí me parece una imbecilidad. Yo saco, de media, unas nueve horas sentado delante de mi ordenador, fines de semana incluidos, y procuro no estar más de tres horas seguidas. Café con el pobre español del turno de noche, comida, gym, cena..., voy rompiendo el día, lo que ayuda a que las semanas vuelen. ¿Podría estar sentado quince horas? Por supuesto, pero no me da la gana. Ni es bueno para mí, ni es bueno para España, ni valdría de mucho –no voy a ganar la guerra yo solo–, ni nadie me lo va a agradecer cuando me muera. Así que, como el Guadiana, aparezco y desaparezco de mi puesto de trabajo, siempre con el móvil en la mano. Está claro que cuando hay un apretón, que los hay, estoy lo que haga falta y más. Nunca han tenido que ir a buscarme. Ni llamarme siquiera.

El tema de los procedimientos y la flexibilidad es también un punto muy característico de aquí. A Herat fui en un avión australiano. El jefe de carga te da una charla sobre seguridad y te explica cómo ponerte, en caso de despresurización de la cabina, la "bolsa" de oxígeno. Pongo la bolsa porque es eso, como una bolsa de basura donde metes todo el cabezón, con casco y todo. Vamos, agradable que te cagas. Si no te asfixias fuera, te asfixias dentro... En los diez minutos iniciales y finales del vuelo no se pueden utilizar “ipods”. Al subir al avión te dan unos taponcitos para los oídos monísimos. La tripulación se mueve como un reloj, todo perfectamente cronometrado, pensado... Robótico. En fin, impresionante. 

He vuelto en el C-130 español. Te subes, te sientas y te bajas, a ser posible cuando el avión esté parado y en tierra. Tonterías, las mínimas. ¿Qué hace mucho ruido? Pues embarcas con los cascos puestos y la música a tope. ¿Qué se despresuriza la cabina? Pues todo el mundo a hacer el pez hasta que el avión descienda. Además, hay flexibilidad a la hora de ponerse el casco, con lo que vas mucho más cómodo. La jefa de carga y los chavales de seguridad, majos de narices. Somos particulares, sí. Pero tenemos nuestra gracia. Y yo prefiero esta forma de ser que la del bodoque alemán o el americano, o el australiano, porque esa flexibilidad soluciona crisis cuando los medios fallan. 

En fin, el caso es que el ambiente entre los españoles en Herat es excepcional: Toman el café juntos, hacen una paellita de confraternización cuando la misión lo permite, los sábados por la noche se encargan unas pizzas y se las toman juntos en el “Spanish Corner”. También puedes salir a correr al aire libre sin respirar mierda. Trabajan duro, pero como suele pasar con los españoles, saben descansar o pasar un rato de risas cuando la situación lo permite. Por la noche, el Blackout de la base te permite admirar un cielo estrellado increíble. Y mirando hacia arriba, surge siempre espontánea una oración por los compatriotas que, en las COP, a unas horas hacia el noreste, están en el frente jugándosela de verdad.