sábado, 6 de febrero de 2021

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! EPÍLOGO

Kabul International Airport. Diciembre 2012
Os escribo hoy este último correo desde una litera de transeúnte, en la base de Herat, preparado para volver mañana a casa. Y escribo porque, aunque pueda parecer ridículo estando a horas de veros, hay cosas que no quiero dejar de deciros. Los que empezamos a ser viejos en el oficio de las armas sabemos que la misión no termina hasta que entras por la puerta de tu casa.

Mi querido amigo Alberto.
"Paraca" y artillero.

No estoy eufórico, ni pletórico ni nada por el estilo. Sería de mala educación para los que siguen trabajando aquí. Estoy tranquilo, relajado y el punto de alegría, que sin duda existe, lo guardo para mí. He comido y dormido muy bien estos dos días, he paseado bajo el impresionante cielo estrellado del blackout de Camp Arena, he visitado regularmente el gimnasio para soltar la tensión que pudiera quedar y, ahora, paso un rato con vosotros. Pensaréis que el hecho de que hayáis leído mis correos de poco pudo ayudarme, pero estáis muy equivocados. Ya sabéis que escribir, para mí, es terapéutico. Si encima alguien te lee es como el chiste ese del que le gustaba jugar al póker y perder… Sí, que me leáis y, sobre todo, que me entendáis es la leche. 

Han sido seis meses duros. Supongo que habré tenido mis cagadas –sobre todo con ese idioma inglés del demonio–, pero creo que he hecho un papel más que digno aquí. Como dijo alguien, me he dejado “la piel en el pellejo” en este tiempo y eso me da derecho a dormir con la conciencia muy tranquila. Creo que así lo atestiguan la exagerada evaluación de final de misión que me han hecho mis jefes directos –quien la lea pensará que soy la versión “calé” del Capitán América–; las palabras cariñosísimas del extraordinario coronel “Duke” en mi despedida; una felicitación por escrito del general de dos estrellas Raymond A. Thomas III, que manda aquí sobre todas las operaciones especiales de la OTAN; una propuesta de mi admirado Rob, el sargento mayor de mi cuartel general –ISAF SOF– para recibir una condecoración norteamericana; y la bronca cariñosa del general senior español por ser demasiado crudo y directo en mi informe final de misión.

Ahora lo único que espero es que estos seis meses intensos sólo me hayan hecho mella física –me dejo nueve kilos en este país– y que mi equilibrio psicológico siga intacto –o igual de jodido que cuando llegué, que para los que venimos “tocados” de fábrica ya está bien–. En los próximos meses lo sabré. Ahora toca recordar y dejar que el tiempo haga su trabajo difuminando los malos momentos –aunque haya imágenes que jamás olvidaré– y puliendo y guardando los buenos en ese rincón especial de la memoria que todos tenemos. 

Porque sin duda alguna recordaré la extraña sensación, mezcla de tensión e impotencia, que tienes al vivir una operación mirando una pantalla; el giro en el estómago durante los aterrizajes y despegues brutales del C-130; la sensación de poderío al oír las ráfagas de prueba de las ametralladoras del Blackhawk al salir de misión; el ensordecedor sonido de las “chicharras” de alerta por toda la base, acompañado del “incoming, incoming, incoming!” de los altavoces; el caos de la conducción en Kabul y, sobre todo, sentir cómo se te encoje y endurece el corazón al ver las imágenes de destrucción que dejan los atentados y ataques de los talibanes.

Recordaré a los niños afganos. Los que vi por las calles de Kabul y los que desgraciadamente llegaban en los informes diarios. La evolución ha hecho que las guerras las hagamos los profesionales por algo. Principalmente, porque estamos sujetos a unas leyes, unas normas, unos códigos y, especialmente, a una ética. Y sí, vale, cabrones con los “cables pelados” también tenemos en los ejércitos, pero la experiencia dice que suelen acabar en la cárcel, expulsados o muertos por el fuego, normalmente, propio. Pero la guerra, cuando la hace “cualquiera”, no entiende de barcos. En esa guerra irregular, la premisa principal, el lema contrario a toda esa ética que nombré antes, es “el fin justifica los medios”. Esta frase de mierda la conocemos muy bien en España. La hemos oído en boca de terroristas y de los pseudopolíticos que los justifican. Y así, aquí es aceptable usar un niño con una bicicleta bomba, porque el resultado será una decena de soldados muertos. Es aceptable matar a los profesores de una escuela o envenenar el pozo del que beben las alumnas, porque, durante mucho tiempo, en esa zona nadie más mandará a una niña a estudiar. Como militar, mi trabajo puede implicar matar y destruir –para eso me he preparado durante años y el que no lo asuma se ha equivocado de profesión–, pero estoy a años luz de esa carroña. Un niño en una zona en conflicto es la imagen diáfana de la vulnerabilidad y, por ello, el blanco más fácil para los psicópatas que habitan en todas las guerras.

Recordaré los rostros de gente extraordinaria. Algunos con los que he trabajado en mi día a día, y os he ido presentando durante estos meses, y otros con los que me crucé esporádicamente. Como un capitán de mirada triste y sonrisa perenne que conocí en Tarin Kowt. Destinado en la Task Force 3-10, se esforzaba por hablar español conmigo. Durante nuestra conversación, aunque sabía la respuesta, le pregunté por una pulsera metálica que llevaba. Sin borrar la sonrisa, bajando sus ojos hacia ella mientras la giraba, muy despacio, me contó que tenía grabados los nombres de cinco compañeros de su unidad caídos en combate y la fecha de su muerte. “No les olvido”, me dijo sin perder la sonrisa, casi excusándose, como si yo fuera a echarle en cara que él estuviera vivo. No, yo tampoco olvidaré todo esto. Porque “hijosdelagranputa” los hay aquí y en España –quizás la única diferencia es que allí son más reticentes a volarse en cachitos del tamaño de un filete del Mercadona...–, pero el hecho, importante y cierto, es que también estamos rodeados de mucha más gente buena, anónima, arrimando el hombro "por la sordi" –como decía un viejo amigo, cabo 1º legionario–, sin hacer ruido ni levantar polvo. Y aquí, esa gente brilla con luz propia. Casi todos los días encuentro algún detalle que me recarga de ilusión y hace que le dé gracias a Dios por ser quién soy y estar dónde estoy. 

La buena gente… Recordaré a esa patrulla de polacos –polacos tenían que ser, otra vez, ¡qué gente más extraordinaria!– que encontró a una niña de dos días, en la cuneta de un camino, envuelta en una pashmina. No me preguntéis cómo la vieron, cuánto tiempo llevaba allí o cómo sobrevivió, pero el caso es que el paramédico de la patrulla la reanimó y en el hospital la sacaron adelante. ¡Joder, la alegría que nos llevamos todos! Revientas a siete cabrones que van a atentar en una “pickup” y al minuto te emocionas porque vive una mocosa de dos días… Sí, hay gente muy buena aquí. Peña que se la juega cada puto día, no por la gran misión estratégica, no por la sociedad occidental o lo que queráis grandilocuentemente pensar que hacemos aquí, sino por mantener a salvo a un puñado de lugareños, capturar o eliminar al hijo de Satán de turno o mantener vivo a su colega de litera, porque él hace lo mismo. 

Sí, recordaré a los que están instruyendo, desde la nada –hay que enseñarles hasta a atarse las botas–, a policías y militares con los que, en un par de meses, estarán haciendo misiones. Misiones de un par de cojones. O, simplemente, conteniendo a la insurgencia para que no tome un pueblecito perdido de la mano de Dios y hagan su “justicia”. Ahí están, en un pequeño campamento construido a las afueras de la aldea, codo con codo con los diez policías locales que ellos mismos han formado y cuyo futuro y el de sus familias depende de su presencia. Hay que vivir esto –ser militar o esforzarse mucho– para comprender qué lleva a un equipo a morir por una aldea de adobe, a miles de kilómetros de su casa, con cien paisanos a los que casi no entienden. Lo que sí sé es que, gracias a gente así, merece la pena vivir en este jodido mundo.

No, sinceramente, no estoy en la cara amable de ISAF. Posiblemente no seamos de los que hacemos el bien propiamente dicho y tendré que cargar con ello lo que me quede de vida. La parte de los “bollicaos”, los juguetes y los abrazos, la llevan otros, pero creo que nuestra labor es esencial para que ellos hagan la suya, aunque no trascienda a la opinión pública y sea discutida hasta por alguno de uniforme. ¿Hacemos el bien? No lo sé, no creo. Posiblemente nuestros actos sean moralmente malos, pero también estoy seguro de que San Pedro –el que desenvainó la espada en defensa de su Maestro y le cortó la oreja a Malco en el huerto de Getsemaní–, entiende lo que quiero decir. 

Recordaré las lecciones de liderazgo que he visto aquí. He confirmado cómo se fundamenta sobre el prestigio ganado con el trabajo diario, fiable y bien hecho, y la ejemplaridad. Me acordaré de la despedida del brigadier australiano Mark Smethurst, mi jefe y el de toda la tribu de ISAF SOF. Para que me entendáis, el de brigadier es un empleo que no tenemos en España y que se sitúa entre el de coronel y el de general de brigada. Vi cómo a su acto de relevo –unas palabras en nuestro Centro de Operaciones, sin ninguna formalidad– asistió el propio Allen –Jefe de ISAF, que se deshizo en elogios hacia sus fuerzas especiales– acompañado de un buen puñado de generales. Vi como el general francés Olivier de Bavinchove –os hablé ya de este general de cuatro estrellas en un artículo previo– le condecoró, ahí, con la Legión de Honor. Las palabras de despedida las dijo el coronel segundo jefe –sí, “Duke”, el mismo que quiso despedirme a mí. Otra muestra de la grandeza de corazón de este hombre–. Palabras de soldado a soldado. Terminó diciendo algo así como que la tradición manda que, cuando despedimos a un guerrero, a uno de verdad, le regalemos un arma. Y le entregó un tomahawk. Los complejos aquí se dejan en la barrera de entrada.

Y recordaré, en fin, a los amigos españoles del NRDC-SP con los que he coincidido. A aquellos que han querido ver lo que hay más allá del parche. Especialmente a tres militares magníficos –un comandante, una brigada y un cabo 1º– que han venido por dos años y contra viento y marea mantienen un espíritu, una alegría y una profesionalidad fuera de lo común.

También espero no haber llevado a nadie a engaño. Mi misiónaquí era planear. Me he movido mucho, he ido y he venido, he subido y he bajado, pero siempre con un objetivo: realizar un buen planeamiento. Pasarlas putas en un avión, en un helicóptero o en un blindado, pero planear. Acompañar a la tribu en alguna misión, pero planear. La verdad, el calificativo de special para este grupo al que he pertenecido va más allá de unas capacidades bélicas. Han conseguido, posiblemente sin saberlo, que me sienta orgulloso de lo que hace hasta el último de los "users", porque sé que soy parte del engranaje y el resultado es bestial. Por ejemplo, de octubre de 2011 a este pasado octubre del 2012, se han efectuado más de 1.400 operaciones, con más de 900 EKIA (Enemy killed in action), de los que 230 eran jackpots, y más de 2.700 detenidos. Más de 110 toneladas de explosivo incautado y más de 91 toneladas de droga incautada. A cambio, 7 KIA y 55 WIA (Wounded in action) propios; y 32 y 96, respectivamente, de las fuerzas afganas a las que hemos adiestrado y que participan con nosotros. Y estos resultados con una fuerza de sólo 2.200 militares de la coalición y 5.500 afganos. Pero, como español, si de alguien me siento profundamente orgulloso, los compatriotas que de verdad tienen mérito, son otros. Los desplegados en Quala e Naw y, especialmente, en las COP. ¡Ojalá algún día alguien dé a conocer lo que esos chavales, nuestra gente, ha trabajado y combatido aquí! 

Sinceramente, finalizada la misión, sólo quiero llegar a casa siendo mejor persona que cuando me fui. Y descansar. Y comerme unas lentejas con chorizo y estar con mis chicas el tiempo que les he robado y, después, tomarme una caña con vosotros y charlar como sólo los amigos de verdad pueden hacerlo y reírnos. Reírnos mucho, porque esta vida, amigos del alma, son dos días.