Bossie es negro. Negro y grande de cojones. Sergeant Mayor de operaciones especiales, cabeza afeitada a cuchilla, boca grande llena de dientes blanquísimos y unas manos que como te aplaudan te falta cielo para dar vueltas. El tío es clavado a Morpheus, el de Matrix. Eso y sus siete misiones, contando sólo las de Irak y Afganistán, son razones más que suficientes para tenerle respeto. Se sienta delante de mí, ordenador con ordenador. Cada mañana me suelta una parrafada en árabe que termina con "Salam aleikum, sir". Yo, educado, le respondo "Aleikum salam, Bossie. How's it going?". "Scandalous" –me contesta—. Y así todos los días.
Pues ese pedazo de negro, con un prestigio que hace que se le acerquen coroneles americanos sólo para saludarle cuando pasan por KAIA, ha decidido que soy su amigo. Lo sospechaba desde algún tiempo, pero ahora lo sé porque, el otro día, me dio una onza de su Toblerone. Y eso no lo hace con cualquiera. La verdad es que me hizo una putada porque los Toblerone que se compra Bossie son de kilo y comerse una onza es como papearse entero uno de los otros, lo que significa dos millas más haciendo el hámster en la cita.
Como decía, Bossie es mi amigo. Como Chris, el escocés, que ha vuelto de permiso sin la barba y parece casi humano; Darek, el polaco que ya es casi como un hermano; Enricco, el italiano que sustituyó al gran Giuseppe; Al, británico, que parece el “hermano” chungo de los Beatles; Robert, un sueco de dos metros por dos que más lo quisiera alguna; Morgan, un danés con el que coincidí en Bélgica y unos cuantos más. La mayoría son una panda de tipos duros, de esos que hacen que aprietes el culete –y los puños– cuando te los encuentras en un callejón oscuro, pero aquí hemos hecho buenas migas. Puede que sea que me ven como "uno de los suyos", no lo sé, pero el caso es que yo estoy orgulloso de llevar el mismo parche que ellos.
"¿Y por qué nos cuentas esta mierda?" –pensareis–. Pues veréis. Por coincidencias en el turno de los cuarteles generales de OTAN que mandan ISAF y al tocarle ahora al que tiene sede en Valencia, posiblemente esta sea la rotación con más españoles desplegados en Kabul. Generalmente los veo poco, sólo en alguna reunión y en las comidas, pero el caso es que estoy descubriendo que muchos de ellos también me ven como "uno de los otros".
No generalizo, tengo buenos amigos, tíos geniales, y hasta algún compañero de promoción al que aprecio infinito, pero también he tenido situaciones desagradables. A veces me siento a comer con otros españoles y, al segundo, alguno, normalmente de empleo superior y al que prácticamente no conozco, empieza con las coñas y estereotipos del "matapollos". Levanto la mirada y le pongo la misma cara que me pone Bossie cuando le digo que le veo más pálido, más a lo Michael Jackson. Sigo comiendo y, al rato, vienen los comentarios "en serio": "Oye, cómo os pasáis los de tu tribu, os habéis cargado a quince en no-sé-dónde” o “el otro día en una operación un australiano le pegó un tiro a una mujer. Ya ha salido en todos lados, a ver cómo arreglamos eso, porque así no hay forma"… Y yo, que, como en la canción de Cecilia, no digo nada porque lo sé todo, le miro, me mira y, finalmente, se calla. Lo peor es que creo que lo piensan de verdad. Es como si un hedor putrefacto a síndrome de Estocolmo se escapara de vez en cuando de alguna tubería. Sinceramente, viendo actitudes así, entiendo que en España haya gente que nos vea a los militares como una especie de mercenarios psicópatas asesinos. Si ese es el pensamiento de un tío de uniforme aquí que, aunque no salga de su puto agujero en seis meses, ve lo que realmente está pasando, qué no hará un civil intoxicado o desinformado.
"La primera víctima de la guerra es la inocencia". No sé si esta frase la leí o es de una película –Platoon, puede ser–, el caso es que se me ha quedado grabada. Y aunque yo no estoy en el frente y la inocencia desapareció con la tercera estrella de mi hombrera, sí que noto un embrutecimiento importante estando aquí. El otro día los talibanes degollaron a un niño de doce años delante de su madre porque su padre se había alistado en la policía local. Hace una semana envenenaron el agua de una escuela infantil porque eran niñas las que iban a estudiar. Todos los días hay noticias similares que van estrellándose en tu caparazón. Las primeras lo atraviesan y pinchan en blando, pero, al final, se acaban convirtiendo en una línea más del informe de situación.
"To er mundo es güeno", que diría el gran Summers. Pero no. No es así. Incluso el que lo parece, puede no serlo. Ayer un chaval de trece años se voló, o lo volaron, en uno de los check points de acceso a la green zone, donde está el ISAF HQ. Se ha llevado a seis personas por delante. No es el primero ni será el último. Detrás de estos niños están las amenazas, la extorsión, las drogas o la simple comedura de tarro..., pero el problema de verdad, lo que a mí me preocupa como soldado, es que a lo que se enfrenta el tío que está en un check point es a eso, a un niño, a un puto niño que no ha obedecido la orden de parar. Y el tío sabe que tiene un segundo para decidir si disparar o no, sabe que todos llevan doble activación en los explosivos –la suya y la del hijo de puta que lo manda, por si al final le entran dudas– y sabe que, en la mayoría de los casos, cuando está pensando eso ya es demasiado tarde: volar por los aires o vivir con la muerte de un niño en tu conciencia el resto de tu vida. ¡Jodida elección! Y lo mismo pasa con el que sale de patrulla por una aldea o el que entra en una casa a detener a un líder talibán. Patada en la puerta y, ¡sorpresa!, hoy toca mujer, hombre con AK-47, niño corriendo asustado, hombre con granada de mano, otro hombre con AK-47... Hay que ser muy bueno para salir de esa vivo y sin causar bajas civiles. Y aquí los hay. Para que luego vengan los inanes de siempre a tocarte las narices.
Por las noches, en mi camino hacia la habitación, paro en el locutorio para llamar a casa. Antes de llegar, paso entre uno de los accesos que unen las pistas del aeropuerto con la base y, especialmente, con el ROLE 3 (el hospital). Mi predecesor me lo había advertido: "cuando esa puerta está abierta, chungo. Es que traen en helicóptero a alguien muy jodido". Ya me he cruzado tres veces con las camillas, la última hace un par de días. Me paré a verle pasar y musitar una oración por él. Estaba hecho mierda. Iba intubado y monitorizado, y los camilleros franceses tampoco se daban mucha prisa, por lo que deduje que no había mucho que hacer. Detrás, a menos de treinta metros de ahí, está la terraza de una pizzería. Uno de los cuatro lugares de esparcimiento de esta gran base. La música alta, la peña tomándose pizzas y cervezas sin alcohol y un chaval reventado pasando por delante de todos nosotros sin provocar la más mínima reacción, preguntándose, si es que podía, en qué coño se equivocó y por qué no está él tomándose también una pizza o mejor, tirándose a su novia en Boston, Paris, Melbourne o dónde coño viva. "La vida no es justa" –pensé–, "pero, Dios me perdone, prefiero ser el que está de pie", y seguí mi camino hacia el locutorio pensando en que tengo que dedicar unos artículos a mis chicas en el blog... Por eso me toca los huevos que un memo me diga que si mi tribu mata mucho o poco, o que si hay que tener cuidado con lo que piense o diga la gente. Le hubiera metido la cabeza entre los restos de las piernas de ese soldado. Hace ya diez años que dejé el mando de mi compañía, pero sé perfectamente lo que sentiría si uno de mis chicos fuera el de esa camilla. Y lo que querría, también.
Pero, aquí y ahora, mis chicos son los de mi tribu y, aunque menos que el resto, porque son los más cabrones del puto valle, también caen. Por eso, os aseguro que, en mi embrutecimiento, no me sube una pulsación cuando veo cómo a los malos les funden los plomos con misiles hellfire, los deshacen desde un C-130 Spectre o les parchean a 1.500 metros con un fusil de precisión. Ahora estoy aquí y mi trabajo como miembro de ISAF SOF, además de contribuir a que determinadas fuerzas afganas alcancen un grado de preparación suficiente para progresivamente hacerse cargo de la seguridad de su propio país, es contribuir a que todos los que están en una lista de premiados, –Joint Prioritized Effects List (JPEL), se llama– y los que les rodean, sean "kill or capture". Que corra el escalafón, vamos. Cuando cae uno de la cabeza se le denomina un jackpot… Sí, la primera víctima de la guerra es la inocencia. Confío en la justicia divina y en su rápida y efectiva "gestión misericordiosa de colas" –de ese escalafón que acabo de nombrar–, pero a veces es complicado asumirlo y quieres acelerar un poco el proceso. Como dice el padre George: "Estad contentos, decid a los demás la buena noticia: Dios existe y te ama, aunque algunas veces parezca que se esconde un poco..."
Siento que hoy el relato haya salido oscuro. La misión empieza a pesar y hay días en los que predominan los grises. Pero sigo en forma. Todavía me queda bastante para dejarme cresta y recorrer Madrid en un taxi con una 44 en el sobaco. Lo dejaré para la siguiente misión o para cuando la peque me presente a su novio. Intentaré gestionar bien la vuelta. Nosotros no tenemos “descompresión”, como otros países, antes de llegar a casa. Yo sólo espero bajarme del avión, besar a mi mujer y a mi hija e irme a casa a comer unas lentejas con chorizo. Pero no, no creo que cambie mucho. Espero que, la próxima vez que un capullo me saque un cuchillo jamonero en la estación de Chamartín, le vuelva a mandar a tomar por culo y le diga que deje de arruinarse la vida, en vez de agarrarle del pescuezo y metérselo por ese hueco tan simpático que queda entre el cuello y la clavícula y que lleva directamente al corazón... O no.