El día amaneció frío
pero, poco a poco, el sol fue calentando la sobria plaza de armas de la
Academia General Militar de Zaragoza. Yo, caballero cadete de primer curso, no
necesité ese día ayuda del sol para calentar mi agitado corazón. Con los
nervios casi infantiles atenazados en mi estómago, tras tres años de
preparatoria, la oposición y el primer contacto con la vida militar en el
Campamento “María Cristina”, me disponía a jurar bandera. Tenía veintiún años
recién cumplidos, los suficientes como para entender la seriedad del compromiso
que, como futuro oficial del Ejército de Tierra, estaba a punto de adquirir con
mi Patria.
La voz sonó
atronadora, casi amenazante, por la megafonía instalada en el patio:
“¡Caballeros Cadetes!
¿Juráis por Dios o por vuestro honor y prometéis a España, besando con unción
su Bandera, obedecer y respetar al Rey y a vuestros Jefes, no abandonarles nunca
y derramar, si es preciso, en defensa de la soberanía e independencia de la
Patria, de su unidad e integridad territorial y del ordenamiento
constitucional, hasta la última gota de vuestra sangre?”.
“¡Si, lo juramos!”
–respondimos con toda la ilusión y la fuerza del inicio de la carrera puesta en
nuestras palabras.
“Si así lo hacéis, la
Patria os lo agradecerá y premiará, y si no, mereceréis su desprecio y su
castigo, como indignos hijos de ella”.[1]
Aunque casi me la
sabía de memoria, oír esta frase en aquel momento me heló de golpe la sangre. Y
lo que es peor, su recuerdo me la ha vuelto a helar en varias ocasiones durante
mi vida militar.
Ya apenas escuché al
sacerdote decir aquello de: “Ruego a Dios que os ayude a cumplir lo que habéis
jurado y prometido” y, sinceramente,
todos en aquel patio íbamos a necesitar Su ayuda.
Carboncillo del pintor José Ferre Clauzel. www.alcantara.forogratis.es |
Nunca imaginé, ni en
la peor de mis pesadillas de cadete, lo que ese juramento me iba a hacer pasar.
Nunca imaginé el debate que provocaría en mi interior, la carga de profundidad
moral y psicológica que esas palabras llevaban implícitas. En esas primeras pesadillas
de soldado, siempre me imaginé luchando y muriendo, en duro combate, contra un
enemigo exterior. Combatía feroz contra un ejército, más o menos regular, más o
menos organizado. Incluso alguna vez combatí contra bandas terroristas (sí, en
mis sueños, al frente de mi sección de “legías”, les dábamos hasta en el cielo
de la boca a los jodidos cobardes gudaris de ETA. Tirando de bayoneta,
¡zis-zas!, pero eso sí, sin acritud. Muy profesionales. Acabando con “un
cigarrito p’al pecho, por lo bien que lo hemos hecho”, como años después me
dirían mis caballeros legionarios de verdad al romper filas). Sí, esas eran mis
pesadillas: morir en combate. Y repito, pesadillas, que putas las ganas que
tengo de morir. Eran y son las reglas del juego. El posible final que todo
militar debe asumir y aceptar, y os aseguro que aquí, en Afganistán, esa
posibilidad pasa por tu mente cada vez que sales en coche por la barrera o te
montas en un avión o un helicóptero.
Pero no, no estaba
preparado para vivir esto. No estaba preparado para un enemigo tan bien posicionado en el panorama nacional. Un enemigo que sería capaz de ponerme contra el paredón, de
señalarme con el dedo inquisidor al grito de “¡golpista!” por citar el artículo
8º de la Constitución[2], esa que la mayoría de los españoles nos dimos[3]. Un enemigo que aprovecha los momentos difíciles
que estamos pasando para minar aún más los endebles cimientos que nos
sostienen. Un enemigo minoritario, falso e hipócrita, pero que con los años ha
acumulado el poder suficiente, poder de matón amenazante, para acogotar a toda
una Nación. El mismo enemigo, en fin, capaz de acusarnos a los militares de
vivir al margen de la Constitución hace unos años, y revolverse ahora rabioso
cuando a unos respetables militares retirados, reitero lo de retirados, posiblemente alguno
de los que sufrió aquellas acusaciones, se les ocurre decir que debe cumplirse esa misma Constitución.
¡Qué ironía! O, mejor dicho, ¡qué pena!
Pero que nadie se
asuste o se rasgue las vestiduras antes de tiempo. No hace falta ser doctor en
Derecho para saber que las Fuerzas Armadas, como Institución, no pueden decidir
el cómo ni el cuándo tiene que cumplir con su mandato constitucional. El
estamento militar, como organización perfectamente imbricada en la sociedad que
debe defender e imbuida de los valores democráticos que lleva años defendiendo
dentro y fuera de España, seguirá cumpliendo con su trabajo diario, preparados
para cumplir cualesquiera que sean las misiones que le asigne el Gobierno de la
Nación. Quién tenga dudas sobre este punto, o no ha cambiado de siglo todavía o
pertenece a la calaña de mierdas de la que he hablado antes.
Cadete de la AGM. Foto: www.heraldo.es |
Pero, ¿qué pasa con
el individuo?, ¿qué pasa con mi juramento, con esa última gota de mi sangre?
¿Realmente somos un ciudadano más, un espectador atónito ante lo que está
pasando en España? ¿Es el voto nuestra única arma en esta situación? Llevo
mucho tiempo haciéndome estas preguntas, más últimamente, como podéis suponer,
y la respuesta a la que he llegado es que nuestra acción “extra” no puede más
que circunscribirse a la cadena de mando y al servicio. Me guste o no, es eso y
los derechos que como ciudadanos conservamos compatibles con nuestra condición
militar. Esa parte final de mi juramento, no la inicial, ¡Dios nos libre!, ya
me ordenarán cuándo tengo que cumplirla. Así que, igual que cuando llegas a
tierra después de saltar en paracaídas, en esos últimos cincuenta metros en los
que todo se acelera, sólo queda “apretarse” y esperar. Quizá esté
tranquilizando mi conciencia. Quizá no las tenga todas conmigo y por eso he
unido la tecla como arma arrojadiza a mi exiguo arsenal. Pero ya lo dijo el
director de la misma Academia en la que yo juré bandera cuando le ordenaron su
cierre:
“…se deshace la
máquina, pero la obra queda; nuestra obra sois vosotros, los 720 oficiales que
mañana vais a estar en contacto con los soldados, los que los vais a cuidar y a
dirigir, los que, constituyendo un gran núcleo del Ejército profesional, habéis
de ser, sin duda, paladines de la lealtad, la caballerosidad, la disciplina, el
cumplimiento del deber y el espíritu de sacrificio por la Patria, cualidades todas
inherentes al verdadero soldado, entre las que destaca como puesto principal la
disciplina, esa excelsa virtud indispensable a la vida de los ejércitos y que
estáis obligados a cuidar como la más preciada de vuestras prendas.
¡Disciplina!..., nunca bien
definida y comprendida. ¡Disciplina!..., que no encierra mérito cuando la
condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!..., que reviste su
verdadero valor cuando el
pensamiento aconseja lo contrario
de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía,
o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Esta es
la disciplina que os inculcamos. Esta es la disciplina que practicamos. Este es
el ejemplo que os ofrecemos.
Elevar siempre los pensamientos
hacia la Patria y a ella sacrificarle todo, que si cabe opción y libre albedrío
al sencillo ciudadano, no la tienen quienes reciben el sagrado depósito de las
armas de la nación, y a su servicio han de sacrificar todos sus actos[4]”.
He tratado de tener
siempre presentes estas palabras durante mi vida militar, las dedicadas a la
disciplina y las referentes al libre albedrío, porque, por mi carácter he
sentido, siento, muchas veces esos sentimientos. Disciplina, porque somos los
depositarios de las armas de la Nación. Manteniendo en nuestro puesto cabeza
tranquila, cuando a nuestro lado todo es cabeza perdida[5]. Sacrificando todos nuestros actos al servicio de
la Patria, de la que forman parte todos sus ciudadanos, no al nuestro. ¡Qué
grandeza!
Acto a los Caídos en la AGM. Foto: www.defensa.gob.es |
Poco espacio nos va
dejando la normativa vigente a los militares para siquiera pensar en cumplir
individualmente con nuestro juramento. Incluso esto que estoy escribiendo aquí
se acerca peligrosamente a esa delgada línea roja que cada vez ciñe más nuestra
libertad de expresión. Pero desde la distancia, desde Afganistán, donde campan
extremismos étnicos y religiosos primos-hermanos de los que sufrimos allí,
quiero dejar claro mi compromiso con la Patria y la vigencia, con toda su
problemática, de lo que una mañana soleada juré por Dios en Zaragoza.
Sin complejos y sin
miedo, porque no soy yo quien debe tenerlo.
[1]
Hablar de las versiones del
juramento a la Bandera daría para escribir un libro. Sólo diré que esta es la
versión con la que yo juré, publicada como Ley 79/1980, de 24 de
diciembre, con un artículo único. Fue sustituida por la contenida en la Ley
17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del personal de las Fuerzas Armadas, que
decía así: “¡Soldados! ¿Juráis por Dios o prometéis por vuestra conciencia y
honor cumplir fielmente vuestras obligaciones militares, guardar y hacer
guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, obedecer y
respetar al Rey y a vuestros jefes, no abandonarlos nunca y, si preciso fuera, entregar
vuestra vida en defensa de España?”. Los soldados contestan: “¡Sí, lo
hacemos!”. Y aún hubo un cambio más, la versión actual, contenida en la Ley
39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar. Sí, lo habéis adivinado,
Dios, como que sobra: “¡Soldados! ¿Juráis o prometéis por vuestra
conciencia y honor cumplir fielmente vuestras obligaciones militares, guardar y
hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, obedecer y
respetar al Rey y a vuestros jefes, no abandonarlos nunca y, si preciso fuera, entregar
vuestra vida en defensa de España?”. Los soldados contestan: “¡Sí, lo
hacemos!”.
[2]
El artículo 8º de la Constitución dice,
simplemente, lo siguiente: “Las
Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el
Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia
de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”.
[3] Recuerdo los resultados de aquel 6 de
diciembre de 1978: El Proyecto fue aprobado
por el 87,87% de votantes que representaba el 58,97% del censo electoral, con
una participación del 67,11%. Pero lo curioso es que el porcentaje de voto
afirmativo fue del 69,12% en las Vascongadas y un 90,46% en Cataluña. Alguien
debería reflexionar sobre qué hemos hecho mal durante este tiempo, porque
pensar que ahora se repetiría el mismo resultado es un poco ilusorio. (Datos:
www.congreso.es)
[4]
14 de junio de 1931. Discurso de Francisco Franco Bahamonde, director de la
Academia General Militar con motivo de su cierre.
[5]
Inspirado en el “Si…”, de Rudyard Kipling.