martes, 2 de octubre de 2012

EL JURAMENTO A LA BANDERA


El día amaneció frío pero, poco a poco, el sol fue calentando la sobria plaza de armas de la Academia General Militar de Zaragoza. Yo, caballero cadete de primer curso, no necesité ese día ayuda del sol para calentar mi agitado corazón. Con los nervios casi infantiles atenazados en mi estómago, tras tres años de preparatoria, la oposición y el primer contacto con la vida militar en el Campamento “María Cristina”, me disponía a jurar bandera. Tenía veintiún años recién cumplidos, los suficientes como para entender la seriedad del compromiso que, como futuro oficial del Ejército de Tierra, estaba a punto de adquirir con mi Patria.
La voz sonó atronadora, casi amenazante, por la megafonía instalada en el patio:

“¡Caballeros Cadetes! ¿Juráis por Dios o por vuestro honor y prometéis a España, besando con unción su Bandera, obedecer y respetar al Rey y a vuestros Jefes, no abandonarles nunca y derramar, si es preciso, en defensa de la soberanía e independencia de la Patria, de su unidad e integridad territorial y del ordenamiento constitucional, hasta la última gota de vuestra sangre?”.

“¡Si, lo juramos!” –respondimos con toda la ilusión y la fuerza del inicio de la carrera puesta en nuestras palabras.

“Si así lo hacéis, la Patria os lo agradecerá y premiará, y si no, mereceréis su desprecio y su castigo, como indignos hijos de ella”.[1]

Aunque casi me la sabía de memoria, oír esta frase en aquel momento me heló de golpe la sangre. Y lo que es peor, su recuerdo me la ha vuelto a helar en varias ocasiones durante mi vida militar. 
Ya apenas escuché al sacerdote decir aquello de: “Ruego a Dios que os ayude a cumplir lo que habéis jurado y prometido” y, sinceramente, todos en aquel patio íbamos a necesitar Su ayuda.



Carboncillo del pintor José Ferre Clauzel. www.alcantara.forogratis.es
Nunca imaginé, ni en la peor de mis pesadillas de cadete, lo que ese juramento me iba a hacer pasar. Nunca imaginé el debate que provocaría en mi interior, la carga de profundidad moral y psicológica que esas palabras llevaban implícitas. En esas primeras pesadillas de soldado, siempre me imaginé luchando y muriendo, en duro combate, contra un enemigo exterior. Combatía feroz contra un ejército, más o menos regular, más o menos organizado. Incluso alguna vez combatí contra bandas terroristas (sí, en mis sueños, al frente de mi sección de “legías”, les dábamos hasta en el cielo de la boca a los jodidos cobardes gudaris de ETA. Tirando de bayoneta, ¡zis-zas!, pero eso sí, sin acritud. Muy profesionales. Acabando con “un cigarrito p’al pecho, por lo bien que lo hemos hecho”, como años después me dirían mis caballeros legionarios de verdad al romper filas). Sí, esas eran mis pesadillas: morir en combate. Y repito, pesadillas, que putas las ganas que tengo de morir. Eran y son las reglas del juego. El posible final que todo militar debe asumir y aceptar, y os aseguro que aquí, en Afganistán, esa posibilidad pasa por tu mente cada vez que sales en coche por la barrera o te montas en un avión o un helicóptero.

Pero no, no estaba preparado para vivir esto. No estaba preparado para un enemigo tan bien posicionado en el panorama nacional. Un enemigo que sería capaz de ponerme contra el paredón, de señalarme con el dedo inquisidor al grito de “¡golpista!” por citar el artículo 8º de la Constitución[2], esa que la mayoría de los españoles nos dimos[3]. Un enemigo que aprovecha los momentos difíciles que estamos pasando para minar aún más los endebles cimientos que nos sostienen. Un enemigo minoritario, falso e hipócrita, pero que con los años ha acumulado el poder suficiente, poder de matón amenazante, para acogotar a toda una Nación. El mismo enemigo, en fin, capaz de acusarnos a los militares de vivir al margen de la Constitución hace unos años, y revolverse ahora rabioso cuando a unos respetables militares retirados, reitero lo de retirados, posiblemente alguno de los que sufrió aquellas acusaciones, se les ocurre decir que debe cumplirse esa misma Constitución. ¡Qué ironía! O, mejor dicho, ¡qué pena!



Pero que nadie se asuste o se rasgue las vestiduras antes de tiempo. No hace falta ser doctor en Derecho para saber que las Fuerzas Armadas, como Institución, no pueden decidir el cómo ni el cuándo tiene que cumplir con su mandato constitucional. El estamento militar, como organización perfectamente imbricada en la sociedad que debe defender e imbuida de los valores democráticos que lleva años defendiendo dentro y fuera de España, seguirá cumpliendo con su trabajo diario, preparados para cumplir cualesquiera que sean las misiones que le asigne el Gobierno de la Nación. Quién tenga dudas sobre este punto, o no ha cambiado de siglo todavía o pertenece a la calaña de mierdas de la que he hablado antes.

Cadete de la AGM. Foto: www.heraldo.es
Pero, ¿qué pasa con el individuo?, ¿qué pasa con mi juramento, con esa última gota de mi sangre? ¿Realmente somos un ciudadano más, un espectador atónito ante lo que está pasando en España? ¿Es el voto nuestra única arma en esta situación? Llevo mucho tiempo haciéndome estas preguntas, más últimamente, como podéis suponer, y la respuesta a la que he llegado es que nuestra acción “extra” no puede más que circunscribirse a la cadena de mando y al servicio. Me guste o no, es eso y los derechos que como ciudadanos conservamos compatibles con nuestra condición militar. Esa parte final de mi juramento, no la inicial, ¡Dios nos libre!, ya me ordenarán cuándo tengo que cumplirla. Así que, igual que cuando llegas a tierra después de saltar en paracaídas, en esos últimos cincuenta metros en los que todo se acelera, sólo queda “apretarse” y esperar. Quizá esté tranquilizando mi conciencia. Quizá no las tenga todas conmigo y por eso he unido la tecla como arma arrojadiza a mi exiguo arsenal. Pero ya lo dijo el director de la misma Academia en la que yo juré bandera cuando le ordenaron su cierre:

“…se deshace la máquina, pero la obra queda; nuestra obra sois vosotros, los 720 oficiales que mañana vais a estar en contacto con los soldados, los que los vais a cuidar y a dirigir, los que, constituyendo un gran núcleo del Ejército profesional, habéis de ser, sin duda, paladines de la lealtad, la caballerosidad, la disciplina, el cumplimiento del deber y el espíritu de sacrificio por la Patria, cualidades todas inherentes al verdadero soldado, entre las que destaca como puesto principal la disciplina, esa excelsa virtud indispensable a la vida de los ejércitos y que estáis obligados a cuidar como la más preciada de vuestras prendas.
¡Disciplina!..., nunca bien definida y comprendida. ¡Disciplina!..., que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!..., que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía, o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Esta es la disciplina que os inculcamos. Esta es la disciplina que practicamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos.
Elevar siempre los pensamientos hacia la Patria y a ella sacrificarle todo, que si cabe opción y libre albedrío al sencillo ciudadano, no la tienen quienes reciben el sagrado depósito de las armas de la nación, y a su servicio han de sacrificar todos sus actos[4]”.

He tratado de tener siempre presentes estas palabras durante mi vida militar, las dedicadas a la disciplina y las referentes al libre albedrío, porque, por mi carácter he sentido, siento, muchas veces esos sentimientos. Disciplina, porque somos los depositarios de las armas de la Nación. Manteniendo en nuestro puesto cabeza tranquila, cuando a nuestro lado todo es cabeza perdida[5]. Sacrificando todos nuestros actos al servicio de la Patria, de la que forman parte todos sus ciudadanos, no al nuestro. ¡Qué grandeza!

Acto a los Caídos en la AGM. Foto: www.defensa.gob.es

Poco espacio nos va dejando la normativa vigente a los militares para siquiera pensar en cumplir individualmente con nuestro juramento. Incluso esto que estoy escribiendo aquí se acerca peligrosamente a esa delgada línea roja que cada vez ciñe más nuestra libertad de expresión. Pero desde la distancia, desde Afganistán, donde campan extremismos étnicos y religiosos primos-hermanos de los que sufrimos allí, quiero dejar claro mi compromiso con la Patria y la vigencia, con toda su problemática, de lo que una mañana soleada juré por Dios en Zaragoza.
Sin complejos y sin miedo, porque no soy yo quien debe tenerlo.



[1] Hablar de las versiones del juramento a la Bandera daría para escribir un libro. Sólo diré que esta es la versión con la que yo juré, publicada como Ley 79/1980, de 24 de diciembre, con un artículo único. Fue sustituida por la contenida en la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del personal de las Fuerzas Armadas, que decía así: “¡Soldados! ¿Juráis por Dios o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente vuestras obligaciones militares, guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, obedecer y respetar al Rey y a vuestros jefes, no abandonarlos nunca y, si preciso fuera, entregar vuestra vida en defensa de España?”. Los soldados contestan: “¡Sí, lo hacemos!”. Y aún hubo un cambio más, la versión actual, contenida en la Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar. Sí, lo habéis adivinado, Dios, como que sobra: “¡Soldados! ¿Juráis o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente vuestras obligaciones militares, guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, obedecer y respetar al Rey y a vuestros jefes, no abandonarlos nunca y, si preciso fuera, entregar vuestra vida en defensa de España?”. Los soldados contestan: “¡Sí, lo hacemos!”.
[2] El artículo 8º de la Constitución dice, simplemente, lo siguiente: “Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”.
[3] Recuerdo los resultados de aquel 6 de diciembre de 1978: El Proyecto fue aprobado por el 87,87% de votantes que representaba el 58,97% del censo electoral, con una participación del 67,11%. Pero lo curioso es que el porcentaje de voto afirmativo fue del 69,12% en las Vascongadas y un 90,46% en Cataluña. Alguien debería reflexionar sobre qué hemos hecho mal durante este tiempo, porque pensar que ahora se repetiría el mismo resultado es un poco ilusorio. (Datos: www.congreso.es)
[4] 14 de junio de 1931. Discurso de Francisco Franco Bahamonde, director de la Academia General Militar con motivo de su cierre.
[5] Inspirado en el “Si…”, de Rudyard Kipling.