martes, 2 de marzo de 2021

SIMPLE Y LLANAMENTE, LA GUERRA

Hoy me apetece escribir sobre la esencia de esta bendita profesión militar. Será que hace demasiado tiempo que no me pongo el "mimetizado" y el eco de mis zapatos por los pasillos empieza a encabronarme. Así que me he pegado un rapado poco reglamentario para recordar quien soy y he cogido papel y pluma. Vamos al lío. La esencia de la profesión, sí, porque las operaciones de paz, la ayuda humanitaria, la cooperación con las autoridades civiles en catástrofes…, todo eso, está muy bien y es muy gratificante, pero el fin último del soldado es la guerra. Simplificando hasta el límite y dando carnaza a los del “mili-caca”…, se trata de matar y destruir. Por un motivo justo y honorable a ser posible, pero la guerra. Decía Ortega y Gasset que “un ejército no puede existir cuando se elimina de su horizonte la posibilidad de una guerra” y, como la mayoría de las veces, tenía mucha razón. Sin ese horizonte se convertiría en otra cosa, algo muy cool seguramente y muy moderno, pero completamente inútil cuando viniesen mal dadas. Y sabemos muy bien que la Historia es implacable cuando un pueblo se dedica a los juegos florales. 

“En la guerra no hagas ciencia, haz acción.

En el combate no hagas táctica, haz combate.

Haz la guerra con rabia, con fiereza, ataca, ataca más, ataca siempre. El ataque es una música que hiela los corazones enemigos.

¿Conservar una posición? Sueño de propietarios, no de soldados.

Vencer es cavar la fosa del enemigo allí donde se le encuentre, es hacer del campo de batalla su matadero. El verdadero espíritu de la guerra es el espíritu de destrucción, de muerte. El objeto inmediato del combate no es la victoria, es matar; y no se avanza más que para matar, y no se salta a la garganta del enemigo más que para matar, y se mata hasta que no quede nadie a quien matar”.


Esta cita, dura, me acompaña desde que la leí en primer curso
de la Academia General Militar en un artículo de la revista “Armas y Cuerpos”. Recuerdo que el artículo, muy bueno, era de un cadete de segundo curso, pero no tuve la precaución de anotar el nombre del autor de la cita –un general francés, si no me traiciona la memoria–. Es obvio que mi pensamiento ha evolucionado mucho –si es que alguna vez estuvo ahí– desde esa concepción casi animal de la guerra, pero hay ideas implícitas que permanecen válidas. La primera es la intensidad del combate. Sin ella, sin las pulsaciones disparadas en tu corazón, eres firme candidato a convertirte en “carne picada”. En el mismo sentido, un poco más moderado en su lenguaje aunque igual de directo, se pronunciaba el almirante norteamericano John Fisher al decir que “la esencia de la guerra es la violencia. La moderación ahí es una imbecilidad: Pega primero, pega duro, pega en todas partes”. Ahora bien, esa candidatura de la que hablaba antes a ser el plato del día del Burger King del campo de batalla, se convierte en premio seguro si dejas que la adrenalina te domine. Y esta lección vale igual en una “movida” en un callejón oscuro, que limpiando un reducto del DAESH en Irak. 

Porque aunque el tema sea matar y destruir, como dije al principio, hay que hacerlo con profesionalidad. La intensidad no implica que nos convirtamos en tipos incontrolados –no hay nada peor que llevarte un tipo imprevisible y acelerado de patrulla–, una especie de “chimpancé con dos hachas” que te la lía cuando menos te lo esperas. El general Prim –creo que podemos considerarlo una autoridad en la materia– decía que “el valor es matar y morir, sin odio en el corazón y sin alcohol en la cabeza”. Al verdadero profesional, no le hacen falta “aditamentos”. El valor “Domecq”, como también lo denomina el Capitán Palacios en el libro “Embajador en el Infierno”, es un espejismo más cercano a la temeridad que al valor en sí. Y a los temerarios, mejor tenerlos lejos porque tienen la jodida costumbre de no morir solos…

Es verdad que a veces se transmite una visión romántica o idílica de la guerra, incluso por militares de reconocida solvencia. En una entrevista, el general Patton comentaba que “comparadas con la guerra, todas las demás formas del comportamiento humano son una insignificancia –‘la emoción quebró su voz’, escribía el periodista–. ¡Dios, cómo me gusta!”. Igual sensación tenía el entonces coronel Millán Astray, fundador de La Legión, y así se lo contaba a sus oficiales: “Señores, no hay mejor satisfacción en el mundo ni mejor recompensa que haber terminado con toda felicidad una operación de guerra. Esto supera la sensación que proporciona el mejor cariño, el mayor triunfo de dinero o el más imposible amor de mujer. Ser soldado, señores, es un empleo tan escogido que no existe otro mejor sobre la tierra”. Y, aunque ambos casos puedan considerarse un poco exagerados –los protagonistas tienen características que les imprimen un carácter extraordinario–, algo de verdad tiene que haber. James Martin Davis, combatiente del 75º Regimiento de 
Rangers en Vietnam y actualmente reputado abogado en Omaha, escribía años después de regresar que “gústele a uno o no, el combate representa el momento más intenso en la vida de un hombre. Aunque es difícil de explicar, la primera vez que uno se encuentra en combate, sus temores son normalmente eliminados por las acciones del momento y, por un breve periodo, todo su cuerpo se regenera. Oye y ve más claramente, piensa mejor y se siente mejor que nunca antes. Su cuerpo y sus acciones son controladas por el instinto y por el deseo de sobrevivir”. 

Nayaf. de José Ferre-Clauzel
Porque, volviendo a la cita inicial, para el soldado, el objetivo inmediato de un combate en el que se ve inmerso, de un TIC (
Troops in Contact, como eufemísticamente se le llama ahora), no es el objetivo estratégico, ni el operacional, ni el táctico, ni su bandera, ni su patria…, es sobrevivir. Porque el ser humano tiene esa estúpida manía de amar la vida y el militar no es una excepción. Su instinto, al oír el primer disparo, será ponerse a cubierto. Si está bien instruido, en segundos localizará a su jefe, la situación de sus compañeros, el posible origen del fuego y estará en condiciones de responder. Si no lo está, la tensión y el miedo lo agarrotará y será incapaz siquiera de moverse. Manuel Leguineche, en su magnífico libro “Annual 1921: El desastre de España en el Rif”, deja clara esta cuestión cuando escribe: “Se dice que en el Rif mueren los de temperamento suicida, los valientes y arrojados, los imprudentes, los privados de buena estrella, de la baraka, esa gracia divina, ese influjo beneficioso del que habla el Islam. No es verdad, primero caen los cobardes. En Annual murieron casi todos, hasta los que se hicieron los muertos, los que arrodillados pidieron clemencia y recibieron un tajo de gumía, la daga curva”. El “buenismo” y el talante dialogante en combate no valen una mierda.

Pero es importante dejar claro que el último que quiere ir a la guerra, el último al que le da mucha pereza morir poniéndolo todo perdido, es al militar. Y no me refiero al tipo que se arruga cuando le designan para participar en una misión internacional de esas a las que salimos actualmente, que los hay. Hablo de los soldados “pata negra”, los que han levantado la mano antes de que termines de preguntar que quién se viene a pegar unos tiritos, como Torrente, o al puto infierno a “parchear” a Satán. Ese tío, capaz de derretir el hielo con la mirada, que bajo el fuego y en el mismo minuto cambia el cargador en el penúltimo disparo, coloca un torniquete a su binomio y cubre su evacuación sin que la duda le haga temblar el pulso, ese tío, digo, tiene una mujer o un hijo o una madre o un novio –que a mí eso me la suda–, a los que está deseando volver a ver. Y esos guerreros, cuando por la noche, agarrados al teléfono como si fuera lo único que les une con su vida de verdad, oyen al otro lado un “te quiero” o un “papá”, a esos tíos, se les encoje el corazón, se les anuda la garganta y se les nubla la vista como si no hubiera mañana. Como dijo el escritor argentino José Narosky, “en la guerra no hay soldados ilesos”. Así que nadie me venga con que nos “mola” eso de jugárnosla por la cara…

¿Y por qué escribo todo esto? Primero, porque me apetece. Segundo, porque gran parte de nuestra instrucción y adiestramiento como militares giran en torno al combate. Directamente o indirectamente, porque es nuestro fin último. Y es algo que la sociedad a la que servimos no puede ni debe olvidar. Más aún, debe exigírnoslo ante cantos de sirena de políticos inconscientes que busquen convertirnos en una ONG uniformada. No lo somos. Estamos a miles de putos kilómetros de querer serlo porque, en un estado democrático pleno como el nuestro, somos las Fuerzas Armadas, junto a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las que tenemos la exclusividad del uso de la violencia. Y ambas, cuando reciben del nivel político –que es el único que tiene la potestad de hacerlo– la orden de emplearla, deberían ser implacables. Sí, “grita devastación y suelta a los perros de la guerra”, que diría Shakespeare. Porque el bien a proteger es el bienestar colectivo o puede que la existencia misma como sociedad y, quien decide emplear la fuerza –en ningún sitio se recoge que pueda emplearse para reivindicar nada–, ya sea un país, un grupo o un ciudadano, asume que también puede recibirla. Y luego no vale el rechinar de dientes, que a la guerra hay que ir “llorao”.

Así, seguiremos preparándonos para lo más complicado y exigente y, por eso, seremos capaces de asumir, sin problemas, cualquiera de las “otras” misiones que nos puedan llegar. Y las cumpliremos encantados y más si es en contacto directo con esa sociedad de la que procedemos y a la que servimos. Y mientras, seguiremos adiestrándonos como combatimos. Mucha rutina, mucha repetición, mucho sudor, mucho cansancio, para estar siempre preparados para una situación que no queremos que llegue. Esa es nuestra paradoja. Sin complejos ni temores, porque no somos nosotros los que tenemos que tenerlos.