miércoles, 30 de diciembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 12

Hoy quiero hablar de batallas que se libran dentro de otras, de esas interiores que sólo asoman cuando se pierden. La primera vez que le vi, una tarde allá por junio, parecía que quisiese arrancar la cinta de la máquina de correr. Negro, de mediana estatura, complexión normal, sienes plateadas en su pelo rizado –debió dejar atrás los cincuenta hace ya algún tiempo–. Iba perfectamente equipado para el personal training de acuerdo con la reglamentación americana: pantalón corto negro, camiseta gris y cinturón reflectante. Una toalla del US Army a un lado y una botella de agua al frente por todo acompañamiento. Nada de cascos de música. No se los permiten vistiendo cualquier uniforme, incluso el de gimnasia, aunque la mayoría los usan aquí. "Un sargento mayor de los buenos" –pensé–. Empapado en sudor, la respiración demasiado forzada y un gesto torcido en el rostro indicaban que llevaba un ritmo claramente superior a sus posibilidades. Desde mi posición privilegiada en una cinta detrás de él, me fijé mejor. Una leve cojera en su pierna derecha exageraba el balanceo natural de la carrera. Paró a los cuarenta y cinco minutos, limpió meticulosamente la máquina de sudor y se fue. No le he vuelto a ver por el gimnasio en todo este tiempo.

Hace ya dos meses, a las siete de la mañana, me crucé conél. Yo iba a coger el coche para dirigirme a una reunión en el ISAF HQ y él se acercaba trotando en el que supuse era su nuevo horario de gimnasia. No sé el tiempo que llevaría corriendo, pero su ritmo era lento e irregular y su cojera mucho más acusada que cuando le vi en el gimnasio. Pasó a mi lado, el mismo rictus desencajado en la cara, ese característico del que no está pasando un buen rato precisamente. Me quedé pensativo. Ese hombre no estaba simplemente corriendo. Nadie sufre así exclusivamente para mantenerse en forma. Desde entonces, alguna mañana más lo he visto. Siempre cojeando y siempre sufriendo.

El pasado domingo corrí la US Ten miller aquí, en Kabul. Hacía un día espléndido y cuando volvía a mi habitación le volví a ver. Estaba sentado en el bordillo de una acera, las manos sobre la cabeza ocultando su rostro. Llevaba su camiseta gris, nuevamente sudada, su pantalón negro y su cinturón reflectante a la cintura. No sé si tomó la salida, no le vi entre los escasos cien corredores que participamos, pero de lo que sí estoy seguro es de que, si lo hizo, no terminó los dieciséis y pico kilómetros de la carrera. Al pasar a su lado levantó la cabeza, me miró y pude ver con nitidez el amargo rostro de la derrota. En ese mismo segundo entendí que, fuera lo que fuese aquello contra lo que llevaba luchando estos meses, finalmente le había vencido. Me hubiera gustado decirle algo. Que, en el fondo, estamos juntos en esto. Decirle que es un honor compartir base y misión con luchadores como él, pero no lo hice. No fui capaz y creo que tampoco hubiera valido de mucho.

Esa es sólo una más de las "wars inside the war" que se libran todos los días en esta casa de locos. Todos combatimos aquí nuestros fantasmas particulares. Esos espectros de hálito helado que se acercan a tu cama o a tu saco cuando apagas el frontal. Son nuestros enemigos íntimos y con ellos nos batimos con desigual fortuna. El problema está en adónde pueden llevarte las derrotas consecutivas en esas pequeñas batallas personales. A los perdedores los identificas rápidamente. Gente como el pobre desgraciado que el otro día corría haciendo el avión en la calle paralela a la pista o el que se ríe, solo, sentado en un extremo de un comedor abarrotado o el que se pasa horas en cuclillas en el muro de un edificio con la mirada perdida en el infinito o el anciano contratista que desfila de un lado a otro o el alemán que el otro día se atrincheró con la “fusila” en un pasillo o.... Pensad que en bases como Bagram ya hay hasta “mendigos” –trabajadores de bajo nivel que se quedaron aquí colgados de la brocha y que saben que lo que hay fuera es indudablemente peor–.

Todos ellos están ahí, pero parecen invisibles. Debe de ser que, como cada vez veo menos, me fijo más. O puede que el resto vea lo mismo que yo y prefiera ignorarlo porque les incomoda, no lo sé. Son “carnaca” picada, a un saltito de morder el cañón y volarse la tapa de los sesos en un cuarto de baño. La base está llena de adhesivos con la leyenda "Stop suicide". Cada día que pasa entiendo mejor el porqué. En las fuerzas armadas norteamericanas, el número de suicidios ha superado el año pasado el de bajas en combate. Militares que perdieron su batalla personal, como ese corredor derrotado de mirada vítrea al que no olvidaré jamás.

martes, 22 de diciembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 11

Sí, lo sé, estoy fallando. Me había comprometido conmigo mismo a colgar un artículo al mes durante mi despliegue en Afganistán, pero creo que no voy a ser capaz de cumplir. La posibilidad de quitarme horas de sueño para poder escribir algo digno se está convirtiendo, según pasa el tiempo, en una opción inviable. Pero antes de sucumbir, antes de tirar la toalla, quiero hacer un último esfuerzo. Pero no quiero gastar el que puede ser mi último cartucho con la mierda que rebosa a borbotones estos días en España. No. 

Precisamente ahora, cuando las piernas empiezan a flaquear en esta dura carrera de fondo, cuando no sabes si mirar hacia delante o hacia atrás, porque los dos extremos son desalentadores, cuando la vista se nubla por lo que ves, y por lo que no ves… Ahora, digo, quiero respirar hondo, ponerme de pie en la bicicleta, apretar los dientes y dedicar estas letras a mi mujer. Muchos, ella incluida, se sorprenderán con este artículo. No, no soy ni cariñoso, ni entrañable, ni sensible, pero creo que, de vez en cuando, debo recordarle que la quiero con locura. Y, sinceramente, después de trece años de matrimonio, ya toca. Y me sobran huevos para hacerlo públicamente. Ella está allí, en su guerra particular del día a día, una guerra mucho más dura que la mía. Yo me puedo permitir el lujo de desaparecer, ¡boom! o ¡pum! y ¡ale!, destinado a un tour of duty en la eternidad. Pero ella no, ella está obligada a vivir, porque ahora todo cuelga de sus espaldas. Y no sólo eso, encima ella es la que me sostiene, me impulsa, me anima, reanima y protege. Ella es mi alegría, mi esperanza, mi añoranza, mi deseo, mi principio y mi final. Ella es la que me da la fuerza para empezar, para luchar, para seguir, para levantarme una y otra vez y para terminar. En fin, ella es mi vida entera y sin ella, nada de lo que haga o diga tendría sentido.

foto: www.elmundo.es

Por eso hoy he decidido dedicarle este cuento. No es mío, es de un autor anónimo, y son varias las versiones que circulan por la red. Se titula “When God created the military wife”. Después de darle vueltas, he decidido poner una versión de las que hay en inglés y la traducción en español. Como no me gustan las que he leído, he decidido traducirla yo. Traducción y versión libre y mía, ¡porque sé mejor que nadie lo que quiero decir! Va por ti…, porque te “Ailoviu”.


When the Good Lord was creating a model for military wives, He ran into His sixth day of overtime. An angel appeared and said, "Lord, you seem to be having a lot of trouble with this one. What's wrong with the standard model?". The Lord replied, "Have you seen the specs on this order? It has to be completely independent, but must be called a dependent and must be sponsored to get on a military base. It must have the qualities of both mother and father during deployments, be a perfect host to 4 or 40 with an hour’s notice, run on black coffee, handle every emergency imaginable without an appropriate manual, be able to carry on cheerfully, even if she is pregnant or has the flu, and she must be willing to move to a new location 10 times in 17 years. It must have a kiss that cures anything from a child's bruised knee to a husband's weary day and have the patience of a saint when waiting for the squadron to come home and have six pairs of hands". The angel shook her head slowly and said, "Six pairs of hands? No way". The Lord answered, "Don't worry; we will make other military wives to help her. Besides, they're not the hands what are causing the problem, it's the heart. We will give her an unusually strong heart so it must swell with pride in her husband, sustain the aches of separations, beat soundly even when it is overworked and feels too tired to do so, be large enough to say 'I understand' when it doesn't, and say 'I love you', regardless. "Lord," said the angel, gently touching His arm. "Go to bed and get some rest. You can finish it tomorrow". "I can't stop now", said the Lord. "I'm so close to creating something unique.  Already I have one who heals herself when she's sick, can feed six unexpected guests who are stuck due to bad weather, and it can wave goodbye to its husband understanding why he had to leave." The angel circled the model of the military wife very slowly, looks at it closely and sighed. "It looks fine, but it's too soft", she sighed. "She must look soft, but she has the strength of a lion", the Lord said excitedly. "You would not believe what she can endure." Finally the angel bent over and ran her finger across the cheek of the Lord’s creation. "There's a leak," she said. "Something is wrong with the construction. You were trying to put too much into this model. The Lord appeared offended at the angel’s lack of confidence. "What you see is not a leak", said the Lord. "It's a tear". "A tear?, What is it there for?" asked the angel. "It's for joy, sadness, pain, disappointment, loneliness, pride and a dedication to all the values that she and her husband hold dear". "You are a genius," exclaimed the angel. The Lord looked sombre and replied "I didn't put it there”.

Se encontraba el buen Dios inmerso en la creación de un prototipo denominado “mujer de militar”, cuando entró en su sexto día de trabajo extra. No lograba rematar la tarea. Apareció entonces un ángel y le dijo: “Señor, parece que estás teniendo muchos problemas con este diseño. ¿Qué tiene de malo utilizar también para esto el modelo estándar de mujer? Dios respiró hondo y le contestó: “¿Has visto acaso, piltrafilla, las especificaciones de este pedido? Tendrá que ser totalmente autónoma y, a la vez, ser capaz de representar el papel de “mujer de” que tantas veces le asignarán. Tendrá que ejercer las funciones de padre y de madre durante los despliegues, las maniobras y los servicios; hacer sus mil tareas y, al acabar, convertirse en la perfecta anfitriona, con menos de una hora de preaviso, para cuatro o para cuarenta; hacer frente, sola, a mil emergencias inimaginables sin contar con libro de instrucciones alguno, funcionar a base de café solo y, además, todo con alegría, incluso embarazada o enferma porque no podrá permitirse el lujo de parar y, en medio de todo eso, estar dispuesta a mudarse nueve veces en trece años. Tendrá que tener siempre preparado un beso que lo cure todo, desde la rodilla raspada de su hija a los días de frustración y decaimiento de su marido; en cuanto tenga oportunidad, tendrá que salir a trabajar también fuera de casa porque, con un sueldo, pasarán estrecheces. Tendrá que tener la paciencia de una santa mientras espera tener noticias de su marido, pero sabiendo que, a veces, es mejor no tenerlas. ¡Ah! Y tendrá que tener seis pares de manos”.

El ángel movió despacio la cabeza y finalmente exclamó:“¿Seis pares de manos? ¡De ninguna forma!”. El Señor, respirando hondo de nuevo, respondió: “No te preocupes, haremos otras mujeres de militares que le ayudarán. Además, no son las manos las que me están causando problemas, es el corazón. Tenemos que dotarla de un corazón especialmente fuerte, ya que tendrá que hincharse de orgullo, a pesar de todo y de todos, por lo que su marido es; aguantar el dolor en las separaciones; soportar las frases como ’ya sabías con quién te casabas…’, y latir potente y profundo aun cuando esté sobrecargado y se sienta sin fuerzas para hacerlo. Tiene que ser lo suficientemente grande para decir ‘lo entiendo’ cuando no es así, y ‘te quiero’ a pesar de todo”.

“Señor –dijo el ángel agarrando suavemente su brazo–, váyase a la cama, descanse un poco y ya lo acabará mañana”. “No puedo parar ahora –contestó Dios–. ¡Estoy tan cerca de crear algo único! Ya he conseguido que sea capaz de curarse a sí misma cuando cae enferma; de alimentar y cobijar a seis huéspedes inesperados y de decir adiós a su marido sin tiempo de hacerse a la idea de que tiene que irse”. 

El ángel rodeó el modelo caminando muy despacio y, mirándolo muy de cerca, suspiró. “Parece excelente, pero es demasiado débil” –dijo balanceando la cabeza de un lado a otro–. “Puede parecer delicada, pero tiene la fuerza de una leona –exclamó Dios apretando los puños–. No podrías creer lo que es capaz de soportar”. Finalmente, el ángel se inclinó y acarició la mejilla de la creación del Señor. “Tiene una filtración –dijo no sin cierto punto de satisfacción–. Algo ha ido mal en el ensamblaje. Ya le dije que estaba intentando meter demasiadas cosas en este prototipo”.

Dios frunció el ceño ante la aparente falta de confianza del ángel. “Lo que estás viendo no es una filtración –dijo el Señor apretando los labios–. Es una lágrima”. “¿Una lágrima? ¿Y para qué está ahí?”, preguntó el ángel. “Está para las alegrías, las tristezas, el dolor, la desilusión, la soledad, el orgullo y es, además, un recordatorio de lo que, a veces, conlleva ser fiel a unos valores”.

“Eres un genio”, exclamó finalmente el ángel. “No. Soy Dios” y, mientras bajaba su Divina Mirada, sombrío, añadió: “Pero yo no la puse ahí”.

 

viernes, 18 de diciembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 10

“Good evening Sir, good evening all”, –así empiezo cuando me toca brifear en la actualización al general de cada tarde. Informal pero educado– Qué mejor inicio, también, para este artículo…

Llegué de Herat con tiempo suficiente para dejar los calzoncillos pegados en el techo, darme una ducha, cambiarme de uniforme, meter un par de mudas nuevas en la mochila y, sobre todo, pasar al modo tough guy. Nunca he dudado de mi profesionalidad, pero con mis nuevos compañeros de viaje lo último que te apetece es cometer la típica cagada de "nasío pa matá". El selecto grupo que íbamos a viajar al Mando Regional Sur, en pleno cinturón pastún, estaba formado por ocho tenientes coroneles y comandantes norteamericanos de la tribu..., y yo. Todos ellos con los huevos más negros que mi alma, con despliegues en Irak, Afganistán, Sudamérica y África. Y todos, menos el teniente coronel médico, más jóvenes que yo. En fin, esto último es lo que tiene la envejecida “mili” de España. Me considero un tipo de campo más que de despacho —aunque sea frente a un ordenador donde llevo los últimos ocho años, pintándome la cara con Tippex para camuflarme entre los papeles que te comen en este eterno empleo de comandante— y sé que sólo del roce con esta peña aprendes un huevo de cosas. 

También aproveché para cambiar mi chaleco antibalas por el portaplacas del capitán del Escuadrón de Zapadores Paracaidistas del Ejército del Aire que está conmigo —lo diseñaron y compraron ellos y es una virguería–. Un portaplacas con protección en zonas vitales de pecho y espalda únicamente, pero que permite máxima movilidad, es la protección de operaciones especiales por antonomasia; mientras que un chaleco antibalas, que protege también cuello, hombros, costados y genitales, da más oportunidades de supervivencia, pero a costa de la movilidad. El que nos dan aquí, del Ejército de Tierra, te permitiría competir en un torneo medieval con grandes garantías de éxito. Está bien para situaciones estáticas o de movimientos lentos, tipo patrulla, pero no para saltar en manual, hacer Fast Rope o entrar rappelando por una ventana. Como el resto de la tribu lleva portaplacas, en cuanto puedo le doy el “cambiazo” al pobre capitán, que está atado al turno de noche del Centro de Operaciones y sale menos que una monja de clausura. Sí, madre, lo sé, me pueden hacer más pupita, pero no voy como el hombre de hojalata del Mago de Oz… 

Respecto al uniforme, nosotros acabamos de instaurar el uniforme de patrón árido conjunto que, por supuesto, ellos ya han desechado. Utilizan un patrón único que se llama Multicam que no sabéis lo bien, lo bien que mata, aquí o en las selvas de Colombia. Cómo será, que el mismo uniforme lo utilizan, en la tribu, australianos, británicos, neozelandeses, polacos, noruegos, portugueses y alguno más que se me escapa. Los italianos tienen también un camuflaje multiterreno pero se lo han diseñado ellos y no pagan la patente al fabricante. No os contaré las miserias del nuestro para no dar penita. Somos una potencia textil, pero abaratamos tanto los costes en los concursos que rozamos el ridículo.

Todo en su uniforme está hecho por algo y ese algo está relacionado con el combate. Bolsillos amplios, con cierre de verdad y accesibles desde la posición de sentado o con el chaleco puesto —como sueles ir en un blindado o en un helicóptero—; porta-bolígrafos en el antebrazo, por lo mismo; velcros amplios para los parches, no los de unidad, los tácticos, como el grupo sanguíneo, el puesto en la patrulla o los de identificación IR; y botones grandes, cremallera o velcro, dependiendo del sitio, para facilitar el acceso –los mini-botones de la bragueta del nuestro son de coña: tardo media hora en desabrocharlos en verano y en el aseo, así que, en invierno, en mitad del monte, aterido de frío o con guantes, me puedo dar por meado. En fin, me pondré un dodotis–.   

Os contaré un detalle más de su uniforme. Uno importante.Todos sabéis lo que es un torniquete. Sí, la cuerda y el palo que se aprieta por encima de una herida abierta en un miembro y evita que un colega se desangre. Este gran invento se desechó hace años de los primeros auxilios "civiles" por la reducción en el tiempo de reacción de las emergencias y el peligro de gangrena que supone. Pues bien, nosotros lo llevamos en el botiquín individual de combate —un nuevo botiquín francamente bueno, un acierto de compra, pero con el que hay que estar perfectamente familiarizado e instruido en su uso para que sea efectivo. Alguno de los que anda por aquí podrían llevar una fiambrera con chóped en su lugar, que les sería más útil en caso de necesidad—. Ellos, los yankees, lo llevan suelto y por pares: uno en el bolsillo del hombro y otro en un bolsillo en la pantorrilla diseñado al efecto. La del lado contrario precisamente. Con esta "tontería" han aumentado la tasa de supervivencia de su gente en más de un 20%. Es raro que te vuelen los cuatro miembros a la vez y, posiblemente, en ese caso necesitarías mucha cinta aislante más que torniquetes. En cambio, que te inutilicen un costado completo, sobre todo en caso de explosión de un IED, es relativamente común. De esta forma aseguran tener siempre un torniquete disponible. Además, practican su colocación hasta la saciedad y en las situaciones más inverosímiles —dentro de un armario, por ejemplo—. Por supuesto, lo llevan configurado para colocárselo con una sola mano. Así que cuando vi que uno de mis compañeros de viaje llevaba en el chaleco sólo unas tijeras de cirujano, guardé un respetuoso silencio. A saber qué coño habrá vivido ese tío en su vida anterior...

Llegué a la terminal y allí estaban ya mis chicos esperándome. Sólo conocía personalmente a tres, que me saludaron calurosamente. El resto, educados pero fríos. Ya sabéis, la marca de la tribu. Esa sería mi primera misión del viaje: ganármelos para la causa. Cogimos nuestros trastos y nos dirigimos a facturar —yo resoplé pensando en tener que despelotarme otra vez en el escáner e imaginándome al jodido bodoque alemán con unos guantes de látex para ver si llevaba una granada metida en el culo—. En el mostrador, la misma tía-güena. Jack, un americano de ojos rasgados y origen filipino, se acerca y le dice: "Hola, vamos en el vuelo 'Romerales', somos nueve" —obviamente el vuelo no se llamaba "Romerales", sino un nombre clave muy cool que no puedo poner aquí—. "Ok" —dijo la eslava colocándose las tetas (en realidad tampoco se las colocó, pero me hubiera gustado y, además, le da al relato un toque erótico-festivo muy majo)—. A continuación, fuimos enseñándole la documentación, comprobó que estábamos en el manifiesto de carga que le habían pasado y, lo mejor, fuimos pasando por el arco sin quitarnos un gramo de equipo: "¡piiiiii!", ¡piiiiiii!, ¡piiiiiii!, ¡hi, bodoque!, ¡piiiiiiii! El alemán empezó a guiñar rápidamente el ojo derecho. Otra vez. Me fijé y creo que ya no le quedaban pestañas. ¡Piiiiii! y salimos directamente a una tienda grande que hay preparada a pie de pista. "¡Es bueno ser de la tribu!" —pensé—. Estuvimos un rato esperando hasta que aterrizó un avión blanco, pequeño, no más de 30 plazas. Bimotor a hélice. "No me lo creo" —pensé de nuevo—. ¡Yo que esperaba el C-130 gris típico de aquí, con los asientos de red incómodos como la madre que los parió y un ruido del infierno!

Pues sí, cogimos el equipo y allí nos subimos. Asientos decuero y tres colegas de paisano —look contractor de los chungos— como tripulación, que perfectamente podía haber tirado a un talibán poco hablador sobre el Hindu Kush en el tramo anterior. Despegue al uso en la zona y una hora de vuelo hasta Kandahar. Un problema que existe en el sur y oeste de Afganistán son las tormentas de arena. Seguramente no sean exactamente eso, pero el "hombre del tiempo" que tenemos aquí lo define como dust(polvo) e influye mucho en las operaciones aéreas, especialmente en el uso de drones. Pues, como decía, nos acercábamos ya a Kandahar —yo dormitaba en el segundo asiento y la cabina de los pilotos estaba abierta—, cuando iniciamos el descenso. No sé dónde leches nos metimos, ese puto dust era todo lo que veía por la ventana, pero el avioncito empezó a pegar unos botes de cojones. Y, entre bote y bote, una chicharra estridente sonaba en la cabina de los pilotos. Abro los ojitos y busco la mirada tranquilizadora de la azafata... Pero, ¡joder!, aquí la azafata era un mostranco con tatoos hasta en los ojos, que leía una revista de harleys y tías buenas. "Bueno, si está leyendo, es que debe de ser normal que se esté desmontando el avión, suene esa chicharra y nos estemos desplomando sobre el universo-mundo" y volví a cerrar los ojitos, sin que el menor rastro de preocupación saliera del interior de mi cuerpo, mientras le pedía al Niño Jesús que nos llevara con bien a tierra, aunque todavía no tuviera carné. Y así fue, a los pocos minutos, aterrizábamos en la descomunal base estratégica de Kandahar. 

Para mí había sido un vuelo muy interesante pero, como todo en la vida, depende del color del cristal con que se mira. Estoy seguro que el “azafato” de los tatoos esa noche le escribió a su mujer: "Otro puñetero día viajando. Tiramos al memo de turno a 25.000 pies de altura y se nos quedó enganchado en la puerta. No había forma de soltarlo, ¡qué lapa! Luego recogimos a una panda en Kabul. Había un español en el segundo asiento que se le hacía una pompa en la nariz cuando roncaba. Me estaba poniendo de los nervios. Tuve que ponerme a leer una revista de harleys porque iba a levantarme a darle una piña. Luego la mierda del polvo al aterrizar en Kandahar y el tonto-pollas de Johnny que se quita el cinturón de seguridad y hace sonar la chicharra. Todos los días igual. Esto es el puto día de la marmota. Un beso cariño". En fin, es lo que hay. Sentí la satisfacción de no haber movido un músculo durante la fase “coctelera polvorienta” del vuelo. Tampoco dejé escapar el correspondiente suspiro de alivio ni que, como ocurre en otros vuelos en los que te bajas en marcha, el aire buscara otra vía de escape menos noble. Luego ya, lo que en Kandahar pasó, es otra historia...

jueves, 10 de diciembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 9

Regalo de mi hija la noche antes de venirme a Afganistán.

Dije hace algunos meses que tenía que escribirle unas líneas a mi hija y aquí estoy, sentado delante del ordenador, dispuesto a ello. No es fácil, porque aunque siempre escribo impulsado por sentimientos, en este caso están haciendo que se me nuble la vista y me tiemblen las manos sobre el teclado. Casi cinco meses de misión y, por qué no, la edad, están pasando factura a mi otrora duro corazoncito. Nos conocimos en la ciudad china de Nanning hace ya seis años. Recuerdo que mi mujer y yo la reconocimos de inmediato en cuanto entró en la sala en brazos de su cuidadora. Era la más pequeña de todas, once meses, y desde la seguridad de su atalaya humana observaba curiosa el espectáculo. No lloró en ningún momento. Aceptó los brazos de su madre, tranquila, los ojos bien abiertos, ajena a los llantos que la perspectiva de cambio había provocado en sus compañeras de orfanato. No imaginé ni remotamente lo que me esperaba, aunque debería haberlo hecho: esa pequeñaja de ojos sorprendentemente redondos, negros y profundos, boca desdentada pero de labios perfectos, naricilla de botón y aparente fragilidad, escondía la fortaleza de carácter de un monje Shaolin. Y la iba a necesitar, porque “papá comandante” tampoco es un tipo fácil…



Después de siete años de matrimonio, la llegada del nuevo miembro al núcleo familiar requirió un esfuerzo por parte de todos, perros incluidos, y supuso las mayores discusiones de nuestra vida de pareja. Teníamos todo hablado, preparado, estudiado, diseñado y casi hasta ensayado, pero no, nuestra peque nos dejó claro desde el primer momento que íbamos a tener que poner toda la carne en el asador si queríamos sacar adelante nuestro proyecto familiar. Recuerdo una de mis frases desafortunadas a los pocos días de regresar a España. Después de una hora y media de lucha, Clara acababa de vomitar la cena con todo éxito (lo típico: padre emperrado en que su hija se termine la papilla, hija que considera que ya es suficiente, padre que decide que tres cucharadas más, hija que le avisa con una arcada, padre que ignora el aviso y le da una última cucharada, padre que levanta los brazos triunfal, hija que mira fijamente a su padre, padre que mira fijamente a su hija bajando lentamente los brazos y borrando su estúpida sonrisa de ganador, padre que empieza a repetir “no, no, no”, madre que pregunta: “¿no, qué?”, madre que mira a padre, madre que mira fijamente a su hija, perritos que acuden a ver qué pasa, madre que empieza a repetir “no, no, no” desfasada π medios de los “no, no, no” del padre, hija que abre la boca como un pez, segundos interminables tipo Matrix, hija que finalmente vomita toda la cena como si fuera un surtidor, madre que echa la bronca a padre, hija que respira aliviada, padre que se desespera, perritos contentos con la recena, madre e hija que se van al baño y padre que se pone a limpiar el vómito cagándose en todo lo que se menea, de nuevo, perros incluidos). No sé el contexto exacto, pero recuerdo que con el pantalón todavía vomitado y la fregona en la mano miré a mi mujer y dije algo así como: “Me tienes que dar tiempo, el amor nace del roce y ella acaba de llegar”. En ese momento Monty y Ike, que diligentemente me habían ayudado en mi desagradable tarea de limpieza doméstica, pasaron a mi lado y sentencié, cagándola como sólo los hombres de verdad podemos hacerlo: “Ahora mismo, en mi escala de cariño, ellos están por delante”. Sentí cómo la mirada de mi mujer me atravesaba, rebotaba en la pared y se me clavaba en la nuca. Pocas veces he estado tan cerca de sufrir una “salvaje agresión” como esa vez y, posiblemente, nunca con tanta razón.

Pero el tiempo pasa y, en efecto, del roce nace el cariño, el amor y la pasión y ahora me dejaría arrancar la piel a tiras sólo por un “abrazo fuerte” de los suyos. Porque ella no se imagina lo que significa para mí que me dé la mano durante los paseos, ver una película juntos “recauchutados” los tres en el sillón, que se meta con nosotros en la cama a no dejarnos dormir o que me ayude los viernes a hacer la pizza de la cena. No se imagina lo orgulloso que me siento cuando la veo leer por la noche, recostada en su cama como si fuera un adulto relajándose después de un día de trabajo; o hablar y escribir en inglés; o montar en bicicleta; o caerse, una y otra vez, con sus patines puestos; y, una y otra vez, volverse a levantar. No sabe cómo echo de menos aquí rezar cada noche con ella, sentado al borde de su cama, pasar antes de acostarme a arroparla y darle el último beso del día muy suavecito para no despertarla, hacerle cosquillas hasta que se le salten las lágrimas de tanto reír o ponerle la crema por las mañanas, aún medio dormida, antes de irme a trabajar. No se imagina que la oigo cómo se levanta los días festivos, despacito para no molestarnos, se pone su bata rosa y se va al salón a ver los “dibus”, en inglés, independiente y autosuficiente.


No, no es la mejor, ni la más lista, ni la más guapa, ni la más obediente. Pero es mi chica, mi “gordi”, mi punto débil y le arrancaría la tráquea sin dudar un segundo al que siquiera pensara en hacerle daño. Y eso que sabe que conmigo tiene poco margen, que nada más le falta el gorrillo para funcionar como una cabo de la Legión. Nos comería por los pies si no lo hiciera así. Nadie me ha sostenido la mirada como lo hace ella cuando la regaño. Nadie. La he visto, cuando todavía casi no levantaba ni un metro del suelo, comerse una bronca con azote incluido, dirigirse despacio a su cuarto sin derramar una sola lágrima, cerrar la puerta y allí, sin testigos, explotar en llanto. No se permite el lujo de que la vean vencida…, salvo cuando le interesa en su refinada estrategia de manipulación. No será nada fácil el futuro que le tocará vivir y yo, puede que equivocado, he decidido “armarla” para ese futuro a costa de no ser el “papá colega” que seguro ella hubiera preferido y que tan de moda está ahora. Disciplina y esfuerzo, pero también flexibilidad y cariño. Cooperación, familia, respeto y verdad. Unidad en lo bueno y en lo malo. Sabe quién es y de dónde viene, igual que sabe que su padre no está repartiendo “bollicaos” en Afganistán.


A ella le dedico esta oración, traducción libre de la escrita por el general norteamericano Douglas MacArthur[1]Porque llegará un momento en que tendrá que luchar sola en esta perra vida… Pero, no todavía… No todavía…


Dame, ¡oh Señor!, una hija que sea lo bastante fuerte para saber cuándo es débil y lo bastante valiente para enfrentarse a su propio miedo; una hija que sea orgullosa e inflexible en la derrota honrada, y humilde y magnánima en la victoria.

Dame una hija que nunca doble la espalda cuando deba levantar la cara; una hija que sepa conocerte a Ti. Condúcela, te lo ruego, no por el camino cómodo y fácil, sino por el camino áspero, aguijoneado por las dificultades y los retos. Allí déjala aprender a sostenerse firme en la tempestad y a sentir compasión por los que fracasan.

Dame una hija cuyo corazón sea limpio, cuyos ideales sean altos; una hija que se domine a sí misma antes de que pretenda dominar a los demás; una hija que aprenda a reír, pero que recuerde cómo llorar; una hija que avance hacia el futuro, pero que nunca olvide el pasado.

Y después de darle todo eso, agrégale, te lo suplico, suficiente sentido del humor, de modo que pueda ser siempre seria, pero que no se tome a sí misma demasiado en serio. Dale humildad para que pueda recordar siempre la sencillez de la verdadera grandeza, la flexibilidad de la verdadera sabiduría, la mansedumbre de la verdadera fuerza.

Entonces yo, su padre, me atreveré a murmurar: “No he vivido en vano”.





[1] Como ocurre otras veces, he encontrado varias versiones de la oración del general MacArthur. El original que he utilizado es el siguiente:
Build me a son, O Lord, who will be strong enough to know when he is weak, and brave enough to face himself when he is afraid; one who will be proud and unbending in honest defeat, and humble and gentle in victory. Build me a son whose wishbone will not be where his backbone should be; a son who will know Thee….Lead him, I pray, not in the path of ease and comfort, but under the stress and spur of difficulties and challenge. Here let him learns to stand up in the storm; here let him learn compassion for those who fail. Build me a son whose heart will be clean, whose goal will be high; a son who will master himself before he seeks to master other men; one who will learn to laugh, yet never forget how to weep; one who will reach into the future, yet never forget the past. And after all these things are his, add, I pray, enough of a sense of humor, so that he may always be serious, yet never take himself too seriously. Give him humility, so that he may always remember the simplicity of greatness, the open mind of true wisdom, the meekness of true strength. Then I, his father, will dare to whisper, “I have not lived in vain.” 

sábado, 5 de diciembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 8

Bossie es negro. Negro y grande de cojones. Sergeant Mayor de operaciones especiales, cabeza afeitada a cuchilla, boca grande llena de dientes blanquísimos y unas manos que como te aplaudan te falta cielo para dar vueltas. El tío es clavado a Morpheus, el de Matrix. Eso y sus siete misiones, contando sólo las de Irak y Afganistán, son razones más que suficientes para tenerle respeto. Se sienta delante de mí, ordenador con ordenador. Cada mañana me suelta una parrafada en árabe que termina con "Salam aleikum, sir". Yo, educado, le respondo "Aleikum salam, Bossie. How's it going?". "Scandalous" –me contesta—. Y así todos los días. 

Pues ese pedazo de negro, con un prestigio que hace que se le acerquen coroneles americanos sólo para saludarle cuando pasan por KAIA, ha decidido que soy su amigo. Lo sospechaba desde algún tiempo, pero ahora lo sé porque, el otro día, me dio una onza de su Toblerone. Y eso no lo hace con cualquiera. La verdad es que me hizo una putada porque los Toblerone que se compra Bossie son de kilo y comerse una onza es como papearse entero uno de los otros, lo que significa dos millas más haciendo el hámster en la cita.

Como decía, Bossie es mi amigo. Como Chris, el escocés, que ha vuelto de permiso sin la barba y parece casi humano; Darek, el polaco que ya es casi como un hermano; Enricco, el italiano que sustituyó al gran Giuseppe; Al, británico, que parece el “hermano” chungo de los Beatles; Robert, un sueco de dos metros por dos que más lo quisiera alguna; Morgan, un danés con el que coincidí en Bélgica y unos cuantos más. La mayoría son una panda de tipos duros, de esos que hacen que aprietes el culete –y los puños– cuando te los encuentras en un callejón oscuro, pero aquí hemos hecho buenas migas. Puede que sea que me ven como "uno de los suyos", no lo sé, pero el caso es que yo estoy orgulloso de llevar el mismo parche que ellos. 

"¿Y por qué nos cuentas esta mierda?" –pensareis–. Pues veréis. Por coincidencias en el turno de los cuarteles generales de OTAN que mandan ISAF y al tocarle ahora al que tiene sede en Valencia, posiblemente esta sea la rotación con más españoles desplegados en Kabul. Generalmente los veo poco, sólo en alguna reunión y en las comidas, pero el caso es que estoy descubriendo que muchos de ellos también me ven como "uno de los otros". 

No generalizo, tengo buenos amigos, tíos geniales, y hasta algún compañero de promoción al que aprecio infinito, pero también he tenido situaciones desagradables. A veces me siento a comer con otros españoles y, al segundo, alguno, normalmente de empleo superior y al que prácticamente no conozco, empieza con las coñas y estereotipos del "matapollos". Levanto la mirada y le pongo la misma cara que me pone Bossie cuando le digo que le veo más pálido, más a lo Michael Jackson. Sigo comiendo y, al rato, vienen los comentarios "en serio": "Oye, cómo os pasáis los de tu tribu, os habéis cargado a quince en no-sé-dónde” o “el otro día en una operación un australiano le pegó un tiro a una mujer. Ya ha salido en todos lados, a ver cómo arreglamos eso, porque así no hay forma"… Y yo, que, como en la canción de Cecilia, no digo nada porque lo sé todo, le miro, me mira y, finalmente, se calla. Lo peor es que creo que lo piensan de verdad. Es como si un hedor putrefacto a síndrome de Estocolmo se escapara de vez en cuando de alguna tubería. Sinceramente, viendo actitudes así, entiendo que en España haya gente que nos vea a los militares como una especie de mercenarios psicópatas asesinos. Si ese es el pensamiento de un tío de uniforme aquí que, aunque no salga de su puto agujero en seis meses, ve lo que realmente está pasando, qué no hará un civil intoxicado o desinformado.

"La primera víctima de la guerra es la inocencia". No sé si esta frase la leí o es de una película –Platoon, puede ser–, el caso es que se me ha quedado grabada. Y aunque yo no estoy en el frente y la inocencia desapareció con la tercera estrella de mi hombrera, sí que noto un embrutecimiento importante estando aquí. El otro día los talibanes degollaron a un niño de doce años delante de su madre porque su padre se había alistado en la policía local. Hace una semana envenenaron el agua de una escuela infantil porque eran niñas las que iban a estudiar. Todos los días hay noticias similares que van estrellándose en tu caparazón. Las primeras lo atraviesan y pinchan en blando, pero, al final, se acaban convirtiendo en una línea más del informe de situación. 

"To er mundo es güeno", que diría el gran Summers. Pero no. No es así. Incluso el que lo parece, puede no serlo. Ayer un chaval de trece años se voló, o lo volaron, en uno de los check points de acceso a la green zone, donde está el ISAF HQ. Se ha llevado a seis personas por delante. No es el primero ni será el último. Detrás de estos niños están las amenazas, la extorsión, las drogas o la simple comedura de tarro..., pero el problema de verdad, lo que a mí me preocupa como soldado, es que a lo que se enfrenta el tío que está en un check point es a eso, a un niño, a un puto niño que no ha obedecido la orden de parar. Y el tío sabe que tiene un segundo para decidir si disparar o no, sabe que todos llevan doble activación en los explosivos –la suya y la del hijo de puta que lo manda, por si al final le entran dudas– y sabe que, en la mayoría de los casos, cuando está pensando eso ya es demasiado tarde: volar por los aires o vivir con la muerte de un niño en tu conciencia el resto de tu vida. ¡Jodida elección! Y lo mismo pasa con el que sale de patrulla por una aldea o el que entra en una casa a detener a un líder talibán. Patada en la puerta y, ¡sorpresa!, hoy toca mujer, hombre con AK-47, niño corriendo asustado, hombre con granada de mano, otro hombre con AK-47... Hay que ser muy bueno para salir de esa vivo y sin causar bajas civiles. Y aquí los hay. Para que luego vengan los inanes de siempre a tocarte las narices.

Por las noches, en mi camino hacia la habitación, paro en el locutorio para llamar a casa. Antes de llegar, paso entre uno de los accesos que unen las pistas del aeropuerto con la base y, especialmente, con el ROLE 3 (el hospital). Mi predecesor me lo había advertido: "cuando esa puerta está abierta, chungo. Es que traen en helicóptero a alguien muy jodido". Ya me he cruzado tres veces con las camillas, la última hace un par de días. Me paré a verle pasar y musitar una oración por él. Estaba hecho mierda. Iba intubado y monitorizado, y los camilleros franceses tampoco se daban mucha prisa, por lo que deduje que no había mucho que hacer. Detrás, a menos de treinta metros de ahí, está la terraza de una pizzería. Uno de los cuatro lugares de esparcimiento de esta gran base. La música alta, la peña tomándose pizzas y cervezas sin alcohol y un chaval reventado pasando por delante de todos nosotros sin provocar la más mínima reacción, preguntándose, si es que podía, en qué coño se equivocó y por qué no está él tomándose también una pizza o mejor, tirándose a su novia en Boston, Paris, Melbourne o dónde coño viva. "La vida no es justa" –pensé–, "pero, Dios me perdone, prefiero ser el que está de pie", y seguí mi camino hacia el locutorio pensando en que tengo que dedicar unos artículos a mis chicas en el blog... Por eso me toca los huevos que un memo me diga que si mi tribu mata mucho o poco, o que si hay que tener cuidado con lo que piense o diga la gente. Le hubiera metido la cabeza entre los restos de las piernas de ese soldado. Hace ya diez años que dejé el mando de mi compañía, pero sé perfectamente lo que sentiría si uno de mis chicos fuera el de esa camilla. Y lo que querría, también. 

Pero, aquí y ahora, mis chicos son los de mi tribu y, aunque menos que el resto, porque son los más cabrones del puto valle, también caen. Por eso, os aseguro que, en mi embrutecimiento, no me sube una pulsación cuando veo cómo a los malos les funden los plomos con misiles hellfire, los deshacen desde un C-130 Spectre o les parchean a 1.500 metros con un fusil de precisión. Ahora estoy aquí y mi trabajo como miembro de ISAF SOF, además de contribuir a que determinadas fuerzas afganas alcancen un grado de preparación suficiente para progresivamente hacerse cargo de la seguridad de su propio país, es contribuir a que todos los que están en una lista de premiados, –Joint Prioritized Effects List (JPEL), se llama– y los que les rodean, sean "kill or capture". Que corra el escalafón, vamos. Cuando cae uno de la cabeza se le denomina un jackpot… Sí, la primera víctima de la guerra es la inocencia. Confío en la justicia divina y en su rápida y efectiva "gestión misericordiosa de colas" –de ese escalafón que acabo de nombrar–, pero a veces es complicado asumirlo y quieres acelerar un poco el proceso. Como dice el padre George: "Estad contentos, decid a los demás la buena noticia: Dios existe y te ama, aunque algunas veces parezca que se esconde un poco..." 

Siento que hoy el relato haya salido oscuro. La misión empieza a pesar y hay días en los que predominan los grises. Pero sigo en forma. Todavía me queda bastante para dejarme cresta y recorrer Madrid en un taxi con una 44 en el sobaco. Lo dejaré para la siguiente misión o para cuando la peque me presente a su novio. Intentaré gestionar bien la vuelta. Nosotros no tenemos “descompresión”, como otros países, antes de llegar a casa. Yo sólo espero bajarme del avión, besar a mi mujer y a mi hija e irme a casa a comer unas lentejas con chorizo. Pero no, no creo que cambie mucho. Espero que, la próxima vez que un capullo me saque un cuchillo jamonero en la estación de Chamartín, le vuelva a mandar a tomar por culo y le diga que deje de arruinarse la vida, en vez de agarrarle del pescuezo y metérselo por ese hueco tan simpático que queda entre el cuello y la clavícula y que lleva directamente al corazón... O no.

sábado, 28 de noviembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 7

Pues sí, he hecho mi primera visita a Herat, a "Camp Arena", la base hispano-italiana en el oeste de país. La verdad es que la vida allí es de otro color, latino principalmente, y eso se agradece, aunque el resto de ISAF no lo entienda. Pero antes de llegar al “paraíso” español hay que coger un vuelo y ese procedimiento sigue siendo anglosajón. El funcionamiento de la terminal aérea de KAIA es el mismo que el de un aeropuerto civil. Tan igual que roza lo ridículo. Llegas con el chaleco, el casco, el fusil, los mil cargadores y la mochila y te colocas en la línea para facturar –porque, excepto el equipo individual, el resto se factura. Todo lo que va al mismo sitio se pone en un mismo palé y aquí no hay bolsa de mano–. Una bellísima suboficial eslovena comprueba que estás en la lista de embarque y te da el resguardo de tu mochila –Brown7011–. “Brown…, mal empezamos” –pensé, y me puse en camino hacia la cinta y al arco detector–. 

Allí un alemán, con la misma flexibilidad que una barra de acero, te dice: “Ponga todo su equipo en la cinta y vacíe sus bolsillos en la caja”. “¡Que vacíe los bolsillos en una caja!, ¿estás de coña?” –le digo en español. Por el careto que pone está claro que no está de coña. Pongo mi equipo y el contenido de los bolsillos en la caja y paso por el arco. Obviamente, pito como si fuera el tiovivo de la feria de Almendralejo –donde, por cierto, las primeras rodajas del chorizo, no tienen pellejo… ¿?–. “La pistola” –señala. “Haga el chequeo de seguridad fuera del aeropuerto, quítele el cargador y póngala en la cinta”. Aquí, en la entrada de todos los edificios hay una especie de bloque de tierra con un tubo que sale para que metas ahí el cañón del arma, dispares en vacío y así compruebes que esta descargada. De esta forma, si hay un disparo accidental, no pasa nada. Así que yo, obediente, me dirijo a la salida y, en la primera esquina fuera de la vista del bodoque alemán, saco el cargador, miro la recámara con un leve movimiento de la corredera y me doy la vuelta (sí, ya sé, el españolito haciendo el listillo, pero paso de perder el tiempo yendo hasta el puto tubo), vuelvo y pongo la pistola y el cargador en la cinta. Mientras, el alemán me pasa el detector de mano. La cadena con Dios y toda su sagrada compañía empieza a pitar. Se la enseño. Correcto. Pita algo en el bolsillo exterior del pantalón, un papel de chicle. Lo tiro. Correcto. Pita la hebilla del cinturón interior de rescate, me lo quito. Correcto. 

“¿Puedo coger ya la pistola?” –le pregunto señalando el extremo de la cinta–. Me hace un gesto afirmativo, así que cojo la pistola, le meto el cargador y la meto en la funda. “¡¡¡¡NO!!!!” –grita el alemán como un orate–. “¡¡¡No puede llevar el cargador puesto en esta parte del aeropuerto!!!”. “Pos fale, pos lo quito”. Saco la pistola, le quito el cargador y meto cada cosa en su funda. “¡¡¡NO!!!” –vuelve a gritar el alemán–. “Sir, look at me, please” (esto fue literal). Tiene que vaciar la pistola FUERA”. “¿Pero si ya la he vaciado, fuera, antes?” –le respondo ya con cierto cachondeo–. “¡¡¡NO!!!, ¡ha vuelto a meter el cargador, DENTRO, se está saltando el procedimiento!” –me contesta ya al borde del ataque de nervios, guiñando un ojo a la velocidad de un limpiaparabrisas–. “Pos fale, pos me voy”. Salgo otra vez y, en la misma esquina de antes, quito el cargador y me doy la vuelta. “Ya está” –le digo sonriendo–. “Que tenga un buen vuelo” –me contesta con cara de palo, sabiendo que he hecho trampa. “Danke schön!” –le contesto, dejándole claro que sé, que sabe, que he hecho trampa–. 

Pero cuando llego a la sala de espera me acuerdo de que llevo la tarjeta FEC –esa que os conté que me autoriza a llevar el cargador siempre metido–. Como con las movidas del "green on blue" llevamos mes y pico todos con el cargador puesto, me había olvidado completamente de ella. Así que me preparo para mi venganza. Vuelvo y con cara inocente le pregunto: "Perdone, ¿la tarjeta FEC es válida también en las terminales aéreas?". "Sí señor, también es válida". "Bien, esta es la mía", -le digo enseñándosela-. La mira perplejo y con la boca semi-abierta, ve cómo saco mi cargador, lo introduzco en mi pistola y me despido educado. El pobre alemán, si hubiera podido, me hubiera matado. Un "blue on blue" en toda regla. Sé que yo tampoco quedé como un tío muy avispado, pero la mirada final del colega mereció la pena. 

En Afganistán, la superioridad aérea aliada es absoluta y la amenaza contra aeronaves (Surface-Air Fire –SAFIRE) es principalmente armamento “ligero” (ametralladoras y lanzagranadas). Esto, para los pilotos, se traduce en que "la altura es tu amiga". Así, la forma de volar aquí es muy característica. Imaginaos un cilindro de X metros de altura que engloba cada una de las bases –con medios de protección– que tienen pista de aterrizaje y una línea imaginaria, a esos X metros de altura, que une todos los cilindros. Pues bien, el interior del cilindro y, desde esa línea hacia la estratosfera, es la zona segura para aviones y helicópteros. Eso significa que, en el despegue, el piloto tira de palanca como si estuviera loco para que el tiempo que pasa desde que sale por un costado del cilindro hasta que sobrepasa la línea imaginaria a X metros de altura sea el menor posible. Durante el vuelo se mantiene seguro por encima de esa altura y a la hora de aterrizar hace lo mismo. Hinca el morro y hace un descenso en espiral que flipas, todo ello adornado con lanzamiento de bengalas –el sistema es automático, detecta la “iluminación” infrarroja del avión, así que nunca sabes qué pensar: “¿Será accidental o es que finalmente les ha llegado a los malos su pedido de manpads de Pakistán?”). Por ahora suele ser lo primero. Dependiendo de la zona y la amenaza, los helicópteros hacen vuelo táctico a baja y muy baja cota –pegado al terreno–, pero sólo cuando no queda más remedio. 

¡Herat!, sinceramente, para un español que viene de Kabul, es una delicia. Comida española; cantina española donde, cuando hay, te puedes tomar una cerveza fresquita; churros con chocolate para desayunar los domingos; unos horarios de comidas más españoles y un ritmo de trabajo en su cuartel general diferente... ¡Ojo!, no quiero decir que se trabaje menos, al contrario, pero se trabaja mejor o, al menos, más eficientemente. Kabul está infestado por esa cultura de que cuantas más horas estés delante del ordenador, aunque sea perdiendo el tiempo, mejor. Es algo que no soporto. En el comedor tienen cajas de “corchopán” para poder llevarte la comida al puesto de trabajo. ¡Y los tíos se la llevan! Eso sí, muchos para seguir navegando por Internet (todos los americanos tienen acceso, desde su ordenador de la red segura de OTAN, sólo con apretar un botón. Yo tengo que irme a un ordenador aislado o a la habitación).

No digo que en España no esté instaurada la cultura del "hago como que hago", que también, pero tanto aquí como allí me parece una imbecilidad. Yo saco, de media, unas nueve horas sentado delante de mi ordenador, fines de semana incluidos, y procuro no estar más de tres horas seguidas. Café con el pobre español del turno de noche, comida, gym, cena..., voy rompiendo el día, lo que ayuda a que las semanas vuelen. ¿Podría estar sentado quince horas? Por supuesto, pero no me da la gana. Ni es bueno para mí, ni es bueno para España, ni valdría de mucho –no voy a ganar la guerra yo solo–, ni nadie me lo va a agradecer cuando me muera. Así que, como el Guadiana, aparezco y desaparezco de mi puesto de trabajo, siempre con el móvil en la mano. Está claro que cuando hay un apretón, que los hay, estoy lo que haga falta y más. Nunca han tenido que ir a buscarme. Ni llamarme siquiera.

El tema de los procedimientos y la flexibilidad es también un punto muy característico de aquí. A Herat fui en un avión australiano. El jefe de carga te da una charla sobre seguridad y te explica cómo ponerte, en caso de despresurización de la cabina, la "bolsa" de oxígeno. Pongo la bolsa porque es eso, como una bolsa de basura donde metes todo el cabezón, con casco y todo. Vamos, agradable que te cagas. Si no te asfixias fuera, te asfixias dentro... En los diez minutos iniciales y finales del vuelo no se pueden utilizar “ipods”. Al subir al avión te dan unos taponcitos para los oídos monísimos. La tripulación se mueve como un reloj, todo perfectamente cronometrado, pensado... Robótico. En fin, impresionante. 

He vuelto en el C-130 español. Te subes, te sientas y te bajas, a ser posible cuando el avión esté parado y en tierra. Tonterías, las mínimas. ¿Qué hace mucho ruido? Pues embarcas con los cascos puestos y la música a tope. ¿Qué se despresuriza la cabina? Pues todo el mundo a hacer el pez hasta que el avión descienda. Además, hay flexibilidad a la hora de ponerse el casco, con lo que vas mucho más cómodo. La jefa de carga y los chavales de seguridad, majos de narices. Somos particulares, sí. Pero tenemos nuestra gracia. Y yo prefiero esta forma de ser que la del bodoque alemán o el americano, o el australiano, porque esa flexibilidad soluciona crisis cuando los medios fallan. 

En fin, el caso es que el ambiente entre los españoles en Herat es excepcional: Toman el café juntos, hacen una paellita de confraternización cuando la misión lo permite, los sábados por la noche se encargan unas pizzas y se las toman juntos en el “Spanish Corner”. También puedes salir a correr al aire libre sin respirar mierda. Trabajan duro, pero como suele pasar con los españoles, saben descansar o pasar un rato de risas cuando la situación lo permite. Por la noche, el Blackout de la base te permite admirar un cielo estrellado increíble. Y mirando hacia arriba, surge siempre espontánea una oración por los compatriotas que, en las COP, a unas horas hacia el noreste, están en el frente jugándosela de verdad.