“Good evening Sir, good evening all”, –así empiezo cuando me toca brifear en la actualización al general de cada tarde. Informal pero educado– Qué mejor inicio, también, para este artículo…
Llegué de Herat con tiempo suficiente para dejar los calzoncillos pegados en el techo, darme una ducha, cambiarme de uniforme, meter un par de mudas nuevas en la mochila y, sobre todo, pasar al modo tough guy. Nunca he dudado de mi profesionalidad, pero con mis nuevos compañeros de viaje lo último que te apetece es cometer la típica cagada de "nasío pa matá". El selecto grupo que íbamos a viajar al Mando Regional Sur, en pleno cinturón pastún, estaba formado por ocho tenientes coroneles y comandantes norteamericanos de la tribu..., y yo. Todos ellos con los huevos más negros que mi alma, con despliegues en Irak, Afganistán, Sudamérica y África. Y todos, menos el teniente coronel médico, más jóvenes que yo. En fin, esto último es lo que tiene la envejecida “mili” de España. Me considero un tipo de campo más que de despacho —aunque sea frente a un ordenador donde llevo los últimos ocho años, pintándome la cara con Tippex para camuflarme entre los papeles que te comen en este eterno empleo de comandante— y sé que sólo del roce con esta peña aprendes un huevo de cosas.
También aproveché para cambiar mi chaleco antibalas por el portaplacas del capitán del Escuadrón de Zapadores Paracaidistas del Ejército del Aire que está conmigo —lo diseñaron y compraron ellos y es una virguería–. Un portaplacas con protección en zonas vitales de pecho y espalda únicamente, pero que permite máxima movilidad, es la protección de operaciones especiales por antonomasia; mientras que un chaleco antibalas, que protege también cuello, hombros, costados y genitales, da más oportunidades de supervivencia, pero a costa de la movilidad. El que nos dan aquí, del Ejército de Tierra, te permitiría competir en un torneo medieval con grandes garantías de éxito. Está bien para situaciones estáticas o de movimientos lentos, tipo patrulla, pero no para saltar en manual, hacer Fast Rope o entrar rappelando por una ventana. Como el resto de la tribu lleva portaplacas, en cuanto puedo le doy el “cambiazo” al pobre capitán, que está atado al turno de noche del Centro de Operaciones y sale menos que una monja de clausura. Sí, madre, lo sé, me pueden hacer más pupita, pero no voy como el hombre de hojalata del Mago de Oz…
Respecto al uniforme, nosotros acabamos de instaurar el uniforme de patrón árido conjunto que, por supuesto, ellos ya han desechado. Utilizan un patrón único que se llama Multicam que no sabéis lo bien, lo bien que mata, aquí o en las selvas de Colombia. Cómo será, que el mismo uniforme lo utilizan, en la tribu, australianos, británicos, neozelandeses, polacos, noruegos, portugueses y alguno más que se me escapa. Los italianos tienen también un camuflaje multiterreno pero se lo han diseñado ellos y no pagan la patente al fabricante. No os contaré las miserias del nuestro para no dar penita. Somos una potencia textil, pero abaratamos tanto los costes en los concursos que rozamos el ridículo.
Todo en su uniforme está hecho por algo y ese algo está relacionado con el combate. Bolsillos amplios, con cierre de verdad y accesibles desde la posición de sentado o con el chaleco puesto —como sueles ir en un blindado o en un helicóptero—; porta-bolígrafos en el antebrazo, por lo mismo; velcros amplios para los parches, no los de unidad, los tácticos, como el grupo sanguíneo, el puesto en la patrulla o los de identificación IR; y botones grandes, cremallera o velcro, dependiendo del sitio, para facilitar el acceso –los mini-botones de la bragueta del nuestro son de coña: tardo media hora en desabrocharlos en verano y en el aseo, así que, en invierno, en mitad del monte, aterido de frío o con guantes, me puedo dar por meado. En fin, me pondré un dodotis–.
Os contaré un detalle más de su uniforme. Uno importante.Todos sabéis lo que es un torniquete. Sí, la cuerda y el palo que se aprieta por encima de una herida abierta en un miembro y evita que un colega se desangre. Este gran invento se desechó hace años de los primeros auxilios "civiles" por la reducción en el tiempo de reacción de las emergencias y el peligro de gangrena que supone. Pues bien, nosotros lo llevamos en el botiquín individual de combate —un nuevo botiquín francamente bueno, un acierto de compra, pero con el que hay que estar perfectamente familiarizado e instruido en su uso para que sea efectivo. Alguno de los que anda por aquí podrían llevar una fiambrera con chóped en su lugar, que les sería más útil en caso de necesidad—. Ellos, los yankees, lo llevan suelto y por pares: uno en el bolsillo del hombro y otro en un bolsillo en la pantorrilla diseñado al efecto. La del lado contrario precisamente. Con esta "tontería" han aumentado la tasa de supervivencia de su gente en más de un 20%. Es raro que te vuelen los cuatro miembros a la vez y, posiblemente, en ese caso necesitarías mucha cinta aislante más que torniquetes. En cambio, que te inutilicen un costado completo, sobre todo en caso de explosión de un IED, es relativamente común. De esta forma aseguran tener siempre un torniquete disponible. Además, practican su colocación hasta la saciedad y en las situaciones más inverosímiles —dentro de un armario, por ejemplo—. Por supuesto, lo llevan configurado para colocárselo con una sola mano. Así que cuando vi que uno de mis compañeros de viaje llevaba en el chaleco sólo unas tijeras de cirujano, guardé un respetuoso silencio. A saber qué coño habrá vivido ese tío en su vida anterior...
Llegué a la terminal y allí estaban ya mis chicos esperándome. Sólo conocía personalmente a tres, que me saludaron calurosamente. El resto, educados pero fríos. Ya sabéis, la marca de la tribu. Esa sería mi primera misión del viaje: ganármelos para la causa. Cogimos nuestros trastos y nos dirigimos a facturar —yo resoplé pensando en tener que despelotarme otra vez en el escáner e imaginándome al jodido bodoque alemán con unos guantes de látex para ver si llevaba una granada metida en el culo—. En el mostrador, la misma tía-güena. Jack, un americano de ojos rasgados y origen filipino, se acerca y le dice: "Hola, vamos en el vuelo 'Romerales', somos nueve" —obviamente el vuelo no se llamaba "Romerales", sino un nombre clave muy cool que no puedo poner aquí—. "Ok" —dijo la eslava colocándose las tetas (en realidad tampoco se las colocó, pero me hubiera gustado y, además, le da al relato un toque erótico-festivo muy majo)—. A continuación, fuimos enseñándole la documentación, comprobó que estábamos en el manifiesto de carga que le habían pasado y, lo mejor, fuimos pasando por el arco sin quitarnos un gramo de equipo: "¡piiiiii!", ¡piiiiiii!, ¡piiiiiii!, ¡hi, bodoque!, ¡piiiiiiii! El alemán empezó a guiñar rápidamente el ojo derecho. Otra vez. Me fijé y creo que ya no le quedaban pestañas. ¡Piiiiii! y salimos directamente a una tienda grande que hay preparada a pie de pista. "¡Es bueno ser de la tribu!" —pensé—. Estuvimos un rato esperando hasta que aterrizó un avión blanco, pequeño, no más de 30 plazas. Bimotor a hélice. "No me lo creo" —pensé de nuevo—. ¡Yo que esperaba el C-130 gris típico de aquí, con los asientos de red incómodos como la madre que los parió y un ruido del infierno!
Pues sí, cogimos el equipo y allí nos subimos. Asientos decuero y tres colegas de paisano —look contractor de los chungos— como tripulación, que perfectamente podía haber tirado a un talibán poco hablador sobre el Hindu Kush en el tramo anterior. Despegue al uso en la zona y una hora de vuelo hasta Kandahar. Un problema que existe en el sur y oeste de Afganistán son las tormentas de arena. Seguramente no sean exactamente eso, pero el "hombre del tiempo" que tenemos aquí lo define como dust(polvo) e influye mucho en las operaciones aéreas, especialmente en el uso de drones. Pues, como decía, nos acercábamos ya a Kandahar —yo dormitaba en el segundo asiento y la cabina de los pilotos estaba abierta—, cuando iniciamos el descenso. No sé dónde leches nos metimos, ese puto dust era todo lo que veía por la ventana, pero el avioncito empezó a pegar unos botes de cojones. Y, entre bote y bote, una chicharra estridente sonaba en la cabina de los pilotos. Abro los ojitos y busco la mirada tranquilizadora de la azafata... Pero, ¡joder!, aquí la azafata era un mostranco con tatoos hasta en los ojos, que leía una revista de harleys y tías buenas. "Bueno, si está leyendo, es que debe de ser normal que se esté desmontando el avión, suene esa chicharra y nos estemos desplomando sobre el universo-mundo" y volví a cerrar los ojitos, sin que el menor rastro de preocupación saliera del interior de mi cuerpo, mientras le pedía al Niño Jesús que nos llevara con bien a tierra, aunque todavía no tuviera carné. Y así fue, a los pocos minutos, aterrizábamos en la descomunal base estratégica de Kandahar.
Para mí había sido un vuelo muy interesante pero, como todo en la vida, depende del color del cristal con que se mira. Estoy seguro que el “azafato” de los tatoos esa noche le escribió a su mujer: "Otro puñetero día viajando. Tiramos al memo de turno a 25.000 pies de altura y se nos quedó enganchado en la puerta. No había forma de soltarlo, ¡qué lapa! Luego recogimos a una panda en Kabul. Había un español en el segundo asiento que se le hacía una pompa en la nariz cuando roncaba. Me estaba poniendo de los nervios. Tuve que ponerme a leer una revista de harleys porque iba a levantarme a darle una piña. Luego la mierda del polvo al aterrizar en Kandahar y el tonto-pollas de Johnny que se quita el cinturón de seguridad y hace sonar la chicharra. Todos los días igual. Esto es el puto día de la marmota. Un beso cariño". En fin, es lo que hay. Sentí la satisfacción de no haber movido un músculo durante la fase “coctelera polvorienta” del vuelo. Tampoco dejé escapar el correspondiente suspiro de alivio ni que, como ocurre en otros vuelos en los que te bajas en marcha, el aire buscara otra vía de escape menos noble. Luego ya, lo que en Kandahar pasó, es otra historia...
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