sábado, 28 de noviembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 7

Pues sí, he hecho mi primera visita a Herat, a "Camp Arena", la base hispano-italiana en el oeste de país. La verdad es que la vida allí es de otro color, latino principalmente, y eso se agradece, aunque el resto de ISAF no lo entienda. Pero antes de llegar al “paraíso” español hay que coger un vuelo y ese procedimiento sigue siendo anglosajón. El funcionamiento de la terminal aérea de KAIA es el mismo que el de un aeropuerto civil. Tan igual que roza lo ridículo. Llegas con el chaleco, el casco, el fusil, los mil cargadores y la mochila y te colocas en la línea para facturar –porque, excepto el equipo individual, el resto se factura. Todo lo que va al mismo sitio se pone en un mismo palé y aquí no hay bolsa de mano–. Una bellísima suboficial eslovena comprueba que estás en la lista de embarque y te da el resguardo de tu mochila –Brown7011–. “Brown…, mal empezamos” –pensé, y me puse en camino hacia la cinta y al arco detector–. 

Allí un alemán, con la misma flexibilidad que una barra de acero, te dice: “Ponga todo su equipo en la cinta y vacíe sus bolsillos en la caja”. “¡Que vacíe los bolsillos en una caja!, ¿estás de coña?” –le digo en español. Por el careto que pone está claro que no está de coña. Pongo mi equipo y el contenido de los bolsillos en la caja y paso por el arco. Obviamente, pito como si fuera el tiovivo de la feria de Almendralejo –donde, por cierto, las primeras rodajas del chorizo, no tienen pellejo… ¿?–. “La pistola” –señala. “Haga el chequeo de seguridad fuera del aeropuerto, quítele el cargador y póngala en la cinta”. Aquí, en la entrada de todos los edificios hay una especie de bloque de tierra con un tubo que sale para que metas ahí el cañón del arma, dispares en vacío y así compruebes que esta descargada. De esta forma, si hay un disparo accidental, no pasa nada. Así que yo, obediente, me dirijo a la salida y, en la primera esquina fuera de la vista del bodoque alemán, saco el cargador, miro la recámara con un leve movimiento de la corredera y me doy la vuelta (sí, ya sé, el españolito haciendo el listillo, pero paso de perder el tiempo yendo hasta el puto tubo), vuelvo y pongo la pistola y el cargador en la cinta. Mientras, el alemán me pasa el detector de mano. La cadena con Dios y toda su sagrada compañía empieza a pitar. Se la enseño. Correcto. Pita algo en el bolsillo exterior del pantalón, un papel de chicle. Lo tiro. Correcto. Pita la hebilla del cinturón interior de rescate, me lo quito. Correcto. 

“¿Puedo coger ya la pistola?” –le pregunto señalando el extremo de la cinta–. Me hace un gesto afirmativo, así que cojo la pistola, le meto el cargador y la meto en la funda. “¡¡¡¡NO!!!!” –grita el alemán como un orate–. “¡¡¡No puede llevar el cargador puesto en esta parte del aeropuerto!!!”. “Pos fale, pos lo quito”. Saco la pistola, le quito el cargador y meto cada cosa en su funda. “¡¡¡NO!!!” –vuelve a gritar el alemán–. “Sir, look at me, please” (esto fue literal). Tiene que vaciar la pistola FUERA”. “¿Pero si ya la he vaciado, fuera, antes?” –le respondo ya con cierto cachondeo–. “¡¡¡NO!!!, ¡ha vuelto a meter el cargador, DENTRO, se está saltando el procedimiento!” –me contesta ya al borde del ataque de nervios, guiñando un ojo a la velocidad de un limpiaparabrisas–. “Pos fale, pos me voy”. Salgo otra vez y, en la misma esquina de antes, quito el cargador y me doy la vuelta. “Ya está” –le digo sonriendo–. “Que tenga un buen vuelo” –me contesta con cara de palo, sabiendo que he hecho trampa. “Danke schön!” –le contesto, dejándole claro que sé, que sabe, que he hecho trampa–. 

Pero cuando llego a la sala de espera me acuerdo de que llevo la tarjeta FEC –esa que os conté que me autoriza a llevar el cargador siempre metido–. Como con las movidas del "green on blue" llevamos mes y pico todos con el cargador puesto, me había olvidado completamente de ella. Así que me preparo para mi venganza. Vuelvo y con cara inocente le pregunto: "Perdone, ¿la tarjeta FEC es válida también en las terminales aéreas?". "Sí señor, también es válida". "Bien, esta es la mía", -le digo enseñándosela-. La mira perplejo y con la boca semi-abierta, ve cómo saco mi cargador, lo introduzco en mi pistola y me despido educado. El pobre alemán, si hubiera podido, me hubiera matado. Un "blue on blue" en toda regla. Sé que yo tampoco quedé como un tío muy avispado, pero la mirada final del colega mereció la pena. 

En Afganistán, la superioridad aérea aliada es absoluta y la amenaza contra aeronaves (Surface-Air Fire –SAFIRE) es principalmente armamento “ligero” (ametralladoras y lanzagranadas). Esto, para los pilotos, se traduce en que "la altura es tu amiga". Así, la forma de volar aquí es muy característica. Imaginaos un cilindro de X metros de altura que engloba cada una de las bases –con medios de protección– que tienen pista de aterrizaje y una línea imaginaria, a esos X metros de altura, que une todos los cilindros. Pues bien, el interior del cilindro y, desde esa línea hacia la estratosfera, es la zona segura para aviones y helicópteros. Eso significa que, en el despegue, el piloto tira de palanca como si estuviera loco para que el tiempo que pasa desde que sale por un costado del cilindro hasta que sobrepasa la línea imaginaria a X metros de altura sea el menor posible. Durante el vuelo se mantiene seguro por encima de esa altura y a la hora de aterrizar hace lo mismo. Hinca el morro y hace un descenso en espiral que flipas, todo ello adornado con lanzamiento de bengalas –el sistema es automático, detecta la “iluminación” infrarroja del avión, así que nunca sabes qué pensar: “¿Será accidental o es que finalmente les ha llegado a los malos su pedido de manpads de Pakistán?”). Por ahora suele ser lo primero. Dependiendo de la zona y la amenaza, los helicópteros hacen vuelo táctico a baja y muy baja cota –pegado al terreno–, pero sólo cuando no queda más remedio. 

¡Herat!, sinceramente, para un español que viene de Kabul, es una delicia. Comida española; cantina española donde, cuando hay, te puedes tomar una cerveza fresquita; churros con chocolate para desayunar los domingos; unos horarios de comidas más españoles y un ritmo de trabajo en su cuartel general diferente... ¡Ojo!, no quiero decir que se trabaje menos, al contrario, pero se trabaja mejor o, al menos, más eficientemente. Kabul está infestado por esa cultura de que cuantas más horas estés delante del ordenador, aunque sea perdiendo el tiempo, mejor. Es algo que no soporto. En el comedor tienen cajas de “corchopán” para poder llevarte la comida al puesto de trabajo. ¡Y los tíos se la llevan! Eso sí, muchos para seguir navegando por Internet (todos los americanos tienen acceso, desde su ordenador de la red segura de OTAN, sólo con apretar un botón. Yo tengo que irme a un ordenador aislado o a la habitación).

No digo que en España no esté instaurada la cultura del "hago como que hago", que también, pero tanto aquí como allí me parece una imbecilidad. Yo saco, de media, unas nueve horas sentado delante de mi ordenador, fines de semana incluidos, y procuro no estar más de tres horas seguidas. Café con el pobre español del turno de noche, comida, gym, cena..., voy rompiendo el día, lo que ayuda a que las semanas vuelen. ¿Podría estar sentado quince horas? Por supuesto, pero no me da la gana. Ni es bueno para mí, ni es bueno para España, ni valdría de mucho –no voy a ganar la guerra yo solo–, ni nadie me lo va a agradecer cuando me muera. Así que, como el Guadiana, aparezco y desaparezco de mi puesto de trabajo, siempre con el móvil en la mano. Está claro que cuando hay un apretón, que los hay, estoy lo que haga falta y más. Nunca han tenido que ir a buscarme. Ni llamarme siquiera.

El tema de los procedimientos y la flexibilidad es también un punto muy característico de aquí. A Herat fui en un avión australiano. El jefe de carga te da una charla sobre seguridad y te explica cómo ponerte, en caso de despresurización de la cabina, la "bolsa" de oxígeno. Pongo la bolsa porque es eso, como una bolsa de basura donde metes todo el cabezón, con casco y todo. Vamos, agradable que te cagas. Si no te asfixias fuera, te asfixias dentro... En los diez minutos iniciales y finales del vuelo no se pueden utilizar “ipods”. Al subir al avión te dan unos taponcitos para los oídos monísimos. La tripulación se mueve como un reloj, todo perfectamente cronometrado, pensado... Robótico. En fin, impresionante. 

He vuelto en el C-130 español. Te subes, te sientas y te bajas, a ser posible cuando el avión esté parado y en tierra. Tonterías, las mínimas. ¿Qué hace mucho ruido? Pues embarcas con los cascos puestos y la música a tope. ¿Qué se despresuriza la cabina? Pues todo el mundo a hacer el pez hasta que el avión descienda. Además, hay flexibilidad a la hora de ponerse el casco, con lo que vas mucho más cómodo. La jefa de carga y los chavales de seguridad, majos de narices. Somos particulares, sí. Pero tenemos nuestra gracia. Y yo prefiero esta forma de ser que la del bodoque alemán o el americano, o el australiano, porque esa flexibilidad soluciona crisis cuando los medios fallan. 

En fin, el caso es que el ambiente entre los españoles en Herat es excepcional: Toman el café juntos, hacen una paellita de confraternización cuando la misión lo permite, los sábados por la noche se encargan unas pizzas y se las toman juntos en el “Spanish Corner”. También puedes salir a correr al aire libre sin respirar mierda. Trabajan duro, pero como suele pasar con los españoles, saben descansar o pasar un rato de risas cuando la situación lo permite. Por la noche, el Blackout de la base te permite admirar un cielo estrellado increíble. Y mirando hacia arriba, surge siempre espontánea una oración por los compatriotas que, en las COP, a unas horas hacia el noreste, están en el frente jugándosela de verdad.

jueves, 19 de noviembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 6

Aquí hay días normales y días difíciles. Buenos…, no. En misión, todo afecta a tu estado de ánimo. Lo de aquí, lo de España, lo de tu compañero, lo que ronda tu cabeza cuando apagas la luz… Acostumbrarte a lidiar con ello y que no afecte a tu trabajo es parte de lo que debes traer aprendido porque, aprenderlo aquí a frotamiento duro, es jodido.

Llevamos unos días revueltos y, además, con eso de que está acabando el Ramzan (sí, aquí es con “z”. Viene del persa en lugar del árabe, otra peculiaridad de esta zona), parece que hay musulmanes que ya están un poco hasta los «güevos» de no comer, no beber, no fumar hachís y no “tocar pelo”, y les ha dado por matarnos dentro de las bases. Es lo que se llama "green on blue", "inside the wire threat" o "insider attack". Una cabronada, vamos. El afgano bueno, con el que trabajas todos los días, salam alecum y ji-ji, ja-ja, de repente, como un gremling en un parque acuático, se convierte en lo que viene denominándose un hijo de la gran puta de los de toda la vida. 

Pero, la verdad, es que hay veces que casi lo entiendo. No sé, imaginaos que después de casi un mes de privaciones, un día, mientras el pobre Tucu –no me preguntéis por qué, pero es el nombre que se le da a los trabajadores civiles afganos, indios, pakistaníes, filipinos…, que curran en las bases. En Bosnia eran dobros y aquí son tucus. Una muestra más de la deshumanización que se sufre en estos ambientes, porque nada de esto funcionaría sin ellos–. Imaginaos, digo, mientras está currando, a 35ºC a la sombra en la parte más baja de la pirámide laboral, que ve cómo pasa delante de él, trotando rítmicamente hacia el gimnasio, una sueca maciza embutida en unos pantaloncitos y un top que parecen hechos con piel de chorizo de Cantimpalo. Él, que en el mejor de los casos, lleva veinte días sin catar lo que haya debajo del burka que se mueve por su casa. Cuando todavía está intentando olvidarse del culo que acaba de ver, le aparece un belga gordo y sudoroso –este tío existe y vive en mi pasillo–, bebiéndose en su cara una botella de dos litros de un agua fresquita que le rebosa por la papada, le resbala por la tripa y encharca el suelo que nuestro amigo acaba de fregar. "Cagón tó" –piensa compungido mientras su ojo derecho empieza a parpadear, un poco descontrolado–. Ya "tocao", huye del edificio y en la puerta se tropieza con un inglés fumando en pipa y un yankee con un puro, que charlan amigablemente envueltos en humo. ¡Con lo que daría él por un cigarrito! Aquí el colega ya pestañea muy rápido y chasquea rítmicamente los dedos de los pies contra las sandalias. Para recuperar la presencia de ánimo, decide esconderse en una esquina apartada, ya al borde de la taquicardia. Respira hondo, adentro y afuera, adentro y afuera…, y ahí aparece el incombustible Manolo, todo generosidad, con un bocata tamaño flauta travesera bien cargado de panceta y ese queso de tetilla que le ha mandado su parienta desde el pueblo. "¿Un mordisquito de jalufo, colega? ¡Que tienes mala cara!", le ofrece amable Manolo, porque los españoles somos "ansín". 

Y, claro, el tío se encabrona que te cagas, se pega cien latigazos y se pone a matar infieles hasta que se lo cepillan a él. Pues bien, salvando la distancia pseudo-humorística del ejemplo (que, ojo, los motivos en muchos casos son tan tontos como esos), llevamos en esta semana más de una decena de buenos soldados asesinados en las bases del teatro. Y sí, sé que no tiene ni puta gracia, pero o te tomas todas estas cosas así y con distancia, o eres tú el que acabas pegándote un tiro en la boca o saliendo de excursión con la “fusila” y matando a la primera familia de afganos que te encuentras, como hizo aquí un americano cuando se le fue definitivamente la pinza, yéndose por el desagüe, con él, los costosos progresos de la misión. 

Por eso, desde hace unos días, han autorizado a que todo el mundo lleve el cargador metido en el arma. Me explico, han pasado de llevarlo en su funda a llevarlo metido en la pistola. La verdad, no sé qué me acojona más, si un talibán juramentado o los cientos de descerebrados que tengo alrededor que no han visto una pistola en su vida y ahora llevan una cargada. Porque aquí, aparte de los militares que se supone que sabemos lo que tenemos entre manos, lleva pistola hasta el que arregla los ordenadores. Sí, el gafotas con trescientas veinte dioptrías va por la base como John Wayne. Ni puta idea de por dónde sale la bala pero, eso sí, arrastro un Magnum .44 que Harry “el sucio” a mi lado es el memo de La casa de la pradera –nunca me acuerdo de su nombre. De Laura Engels sí, por lo de la imaginación calenturienta que tiene uno de chorvito, pero del bobalicón de su padre, nunca–. Como a algún membrillo de estos se le escape un tiro, esto va a parecer un spaguetti western o el bar de Abierto hasta el amanecer.

Porque estas cosas, al que no está acostumbrado –y convenientemente instruido–, como que no. Mi tribu, y unos cuantos más de por ahí, siempre llevamos el cargador puesto por razones de seguridad, trabajo, escolta, acompañamiento de afganos... Te dan una tarjetita que te autoriza y te permite eso y ciertas comodidades más a la hora de entrar en las bases. Y te sientes tan seguro como en esos anuncios de compresas con las que puedes hacer de todo. La verdad, ahora que no me oyen, es que llevar una pistola sin cargador es como el que tose y se rasca, con fricción, los huevos. O se los rocía con Reflex. No vale para nada y encima escuece que te cagas. Tema diferente es llevar el arma alimentada –cartucho en la recámara– que sólo la llevo cuando salgo fuera de la valla. 

Pero esta situación de quinientos humanoides con armas cargadas es, como mínimo, inquietante –o espeluznante–, porque la variedad de especímenes que te puedes encontrar entre los pobladores de KAIA es increíble. Es un tema tan amplio que lo dejo para tratarlo otro día. Pero antes de despedirme, ya en clave más seria, os quiero dejar unas pinceladas de una persona admirable, al menos para mí. Es el coronel segundo jefe de mi tribu. Su apodo es “Duke”. Debe de tener unos cincuenta y pocos. Alto, fuerte, ojos claros, mirada franca, pelo abundante –cortado a cepillo como buen yankee–, parece, y es, un auténtico soldado. En estos empleos se nota la buena madera cuando se enfundan el equipo de combate. Gracias a Dios, los tiempos van cambiando, pero recuerdo cuando a algunos de nuestros coroneles y generales les ponías el chaleco y el casco y parecían, en el mejor de los casos, Robocop. En el peor, Calimero. Si llevados por la buena voluntad, cogían el fusil, lo llevaban colgado como si fueran a la caza de la perdiz roja. Este no, este ha salido mucho de caza, pero de caza mayor, y eso se nota. El fusil bien sujeto por delante, con la suelta rápida preparada, la pistola en funda de extracción rápida, sus gafas balísticas, sus guantes y un chaleco antibalas –portaplacas– reducido a la mínima expresión, de acuerdo con la tendencia dominante en las unidades que matan de verdad.

Es la teoría del "mayor cabrón del valle": El que tiene que estar acojonado y ponerse todo lo que pueda encima es el del enfrente, porque yo soy mucho mejor que él y, al menor error, sabe que está muerto.  Por supuesto, eso implica asumir riesgos y lo hacen sin pegas. De hecho, sale a Kabul en el puesto de mando móvil cada vez que hay un atentado de entidad. Pero sigamos. El coronel es una persona afable, abierta, sencilla, de los que se sorprenden y te agradecen que insistas para que él pase primero al llegar juntos a una puerta. Está aquí por dos años y, si Dios quiere, terminaremos a la vez en diciembre. Un par de meses antes de que yo llegara a Afganistán, su única hija se mató en un accidente de circulación. Se fue a EE. UU., estuvo allí un mes y volvió para terminar su misión. Su mujer y él habían decidido que tenían que seguir adelante, alcanzar cuanto antes un cierto grado de normalidad dentro del dolor que les acompañará el resto de sus vidas. Y, para ello, lo mejor era volver al trabajo cuanto antes. Cada uno al suyo, fuera donde fuera. Llegó, cambió de su mesa la foto que tenía con su mujer y su hija por una de la pareja con él de uniforme y se puso a trabajar. Mi antecesor me decía: "No es el mismo. Le veo muy bajito". "¿Muy bajito y acaba de enterrar a su hija? Joder, no creo que esté para muchas fiestas", pensaba yo. Tengo una hija y no quiero ni pensar como estaría yo. No sé si estaría siquiera..., sería la sombra de algo parecido a lo que una vez fue alguien llamado Pedro...

Pues él no. Aquí está, al pie del cañón. Recorriéndose Afganistán de punta a punta, visitando sus unidades y saliendo, como he dicho, cada vez que hay una movida en Kabul. Un profesional, decidiendo, mandando y, encima, dedicándote una palabra amable y una sonrisa cuando se cruza contigo. Hay que ser de una pasta muy especial para comportarse así y, con él, sin duda, fue con el que inventaron esa puta pasta.

jueves, 12 de noviembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 5

Es obvio que la cercanía del peligro reordena la escala de valores y se aplica, como nunca, el españolísimo dicho de "no nos acordamos de Santa Bárbara más que cuando truena". En la vida militar esto es más verdad que en ningún sitio. He visto, al mismo tío que se cagaba en todo lo sagrado por la mañana, santiguarse por la noche más que un cura loco, al acercarse a la puerta del avión en un salto nocturno. En operaciones, cuando sales por la barrera, ocurre lo mismo... Y yo no iba a ser menos. 

DETENTE BALA
Foto: Pedro Erice

Llevo al cuello el Cristo legionario que me regalaron mis amigos cuando ingresé en la Academia. Es ya “de dotación”, parte de mí, y lleva acompañándome desde entonces, siempre de guardia, 24/7, como la “Meretérica” que diría el gran Chiquito de la Calzada. Para esta misión, junto a la chapa de identificación, le acompañan en la cadena una tau franciscana de madera que me regaló mi mujer, una pequeña medalla de la Virgen Milagrosa que me regaló un amigo de Alicante y mi medallita de la primera Comunión –sentimental que es uno–. Vamos, que parezco el colega palúdico de un rapero del Bronx. Aparte, llevo en el bolsillo de mi uniforme un Detente que me regaló mi grandísimo amigo Juande hace mil años y que sigo conservando con cariño y una estampa de San Judas Tadeo que me regaló el día que me vine para acá, a pie de aeropuerto, otro buen amigo taxista y ex cabo de mi compañía del regimiento "Asturias" 31. 

Como veis, voy más blindado que un carro de combate. Pero, ya que hemos empezado con dichos y refranes, también me aplico otro que dice, "reza, pero no dejes de remar hacia la orilla" (o "habla bajito pero lleva un gran palo", pero este es de otra historia...). Así que, además de este “blindaje” y de salir preparado y con la artillería lista y aceitada, los domingos, en la misa que se celebra aquí en KAIA, le doy las gracias al Señor de los Ejércitos por una semana más, para que vea que yo también soy un tipo proactivo. 

LTC Chaplain Jerzy "George" Rzasowski

La verdad es que es una hora de recarga de pilas. El sacerdote es el "orgánico" del V Cuerpo norteamericano, con guarnición en Alemania. El páter George –en realidad es el teniente coronel capellán Jerzy “George” Rzasowski–, polaco hasta la médula, con un acento al hablar inglés que debe revolver a Shakespeare en su tumba, es otro personaje de los que anda por aquí digno de mención. Habrá pasado ya los cincuenta, no muy alto, de complexión fuerte, cabeza rapada, con gafas y una sonrisa permanente en la boca. Se ordenó sacerdote en su Polonia natal en 1985 y fue capellán en el famoso sindicato Solidarnosc de Lech Walesa. Ejerció también de misionero en América Central donde, aparte de enfermar gravemente, inició su contacto con los norteamericanos. Llegó a los EEUU para tratarse esa enfermedad y, en cuanto le conocieron un poco, le ofrecieron unirse al US Army antes, incluso, de obtener la nacionalidad. Eso sí, su primer destino fue Guantánamo, con los refugiados. Es un tío que despierta curiosidad sólo con cruzarte con él por la base. Tened en cuenta que en el ejército norteamericano hay mucha competencia (judíos, protestantes, mormones, musulmanes, etcétera), así que el páter George tiene que ganarse su cuota de fieles, pero a base de bien. 

Lo primero que llama la atención cuando vas al centro de conferencias, lugar donde se celebra la misa, es que en la puerta ya está el páter George recibiendo a los fieles con un apretón de manos. El primer día que fui me quedé alucinado. La estola, esa especie de bufanda que se ponen los sacerdotes para decir la misa, era blanca y estaba llena de parches de las unidades americanas con las que había servido y tenía dos banderas polacas en sus extremos. Su "rebaño" de los domingos está formado por unas cuarenta personas, mayoritariamente norteamericanos, españoles e italianos, seguidos por polacos, franceses, belgas y algún trabajador filipino. El tío ha montado un coro —son cuatro: un coronel norteamericano que toca la guitarra, una tía buenísima que canta muy bien (hasta la Beretta que lleva a mitad de muslo le favorece), un filipino que también canta bien (aunque no está bueno, todavía) y un tío indefinido que está ahí, supongo que para ver si se tira a la rubia, porque no canta una mierda—. Así que la misa es muy animada y participativa. Por supuesto es en inglés, pero puedes coger un papelito con las respuestas principales para poder seguirla bien. Además, siempre la segunda lectura se lee en otro idioma para acentuar la multinacionalidad de la fe. 

Pero lo mejor es la homilía. Ahí el páter George saca lo mejor de sí y de su inglés y nos hace pasar un rato de lo más agradable. Al contrario de lo que está pasando con parte de nuestro clero, es capaz de llevar las lecturas dominicales a nuestro día a día con ejemplos claros, precisos, incisivos y, encima, con gracia. Un crack, vamos. La comunión es por orden de hileras de delante a atrás —siempre hay un español que, siguiendo esa tradición tan nuestra, esprinta desde atrás, colocándose el primero ante el asombro del respetable— y, para el que quiera, se ofrece también el cáliz con el vino. No es raro encontrarte a un coronel americano oficiando de monaguillo.

Escapulario de San Jorge
Foto: Pedro Erice

Finalmente, antes de irnos, hay una costumbre muy bonita que también revela la forma de ser del padre George. Llama a todos los que acaban de llegar al teatro de operaciones y los pone en fila mirando a los feligreses. Les regala un escapulario de San Miguel —hecho por asociaciones de mujeres de militares de los EEUU— y les pide que recen por ellos mismos, por todos sus compañeros desplegados y, sobre todo, por sus familias, que lo están pasando peor que ellos. Aplaudimos. Llama después a los que se van del teatro en la siguiente semana y es su última misa aquí. A éstos les regala un rosario, da gracias a Dios por haberles ayudado a finalizar la misión y a ellos por el sacrificio realizado —hay americanos que despliegan por dos años, casi “ná”— y, aquí está para mí la grandeza, rezamos una oración con él por todos ellos, para que lleguen sanos y salvos a sus hogares y para que puedan reiniciar sus vidas con sus familias. 

No rezamos por los que se quedan, que estamos para lo que estamos y lo que tenga que pasar, pasará. Hay que rezar por los que vuelven, porque se lo han ganado. Aplaudimos. A veces co-oficia un cura croata que parece un levantador de peso —es bueno tener un "deputy", dice el páter George con cierto cachondeo—. Y, cuando termina la misa, ahí está el páter George en la salida, de nuevo, para darnos un abrazo, las gracias y citarnos para el domingo siguiente. Entonces, sólo queda correr, porque el comedor lo cierran a las 14:00 y la misa acaba a menos cinco.

Hablando de polacos, quedé en contaros algo de mi nuevo “compi” que, como era de esperar, no me está defraudando. Os cuento: hace unos días estuve un poco malito. Gripe o algo así. O, simplemente, un bajón de respirar la cantidad brutal de mierda que hay en el aire. Dariusz, que así se llama, me debió de ver un poco jodido en el ordenador, así que a la mañana siguiente me trajo una pastilla de algo. "Drugs for you, man". Automedicarme internacionalmente es algo a lo que no puedo resistirme. Me dijo: "Yo me tomo una pastilla, pero tú, que eres más pequeño, tómate media hoy y media mañana". 

Y eso hice. ¡Mano de santo, oye! Hoy me he tomado la segunda mitad y me encontraba tan bien que me he ido al gimnasio. Suelo correr en la cinta unos 40 minutos sin pasar de 160 pulsaciones por minuto, lo que me supone hacer el hámster a un ritmo normal, que alcanzo progresivamente en el primer kilómetro. Pues bien, empiezo a correr y, casi sin sudar, ya había alcanzado esas pulsaciones. "¡Qué raro!”, pensé. “Será la resaca de la enfermedad o el calor especialmente agobiante que hace hoy en el gimnasio". A los diez minutos estaba ya a 180 pulsaciones y a la media hora lo he dejado porque no conseguía bajarlas.  Después, en el trabajo, se lo he comentado a Darek —así le llaman los amigos y así quiere que le llame—. "¿Qué has ido al gimnasio habiendo tomado tropo-men-tazol?", me dice descojonado —ya os he dicho que aquí todo el mundo se descojona cuando estás a punto de morir— ¡Estás loco! ¿Y qué tal el corazón?” "Pues como una moto, Shrek de las pelotas".

Nos hemos echado unas risas más y después, un poco arrepentido por no advertírmelo, me ha traído una botella de litro de aloe vera al 99%. Se ha traído seis de Polonia. Me explica: "Me las ha recetado nuestro médico militar para limpiar de gérmenes el organismo. Como aquí no podemos beber un vaso de vodka, dice que esto hace, más o menos, el mismo efecto". "¡Olé vuestros güevos!, muchas gracias Darek, te debo unas cervezas" le dije. "No", me contestó todo serio. "Esto no se paga. Es un regalo entre nosotros. Entre hermanos de armas".

Ahora en serio, me ha emocionado el jodido gorila. Misiones en Congo, Sudán, Irak —donde por una decisión política les dejamos colgados de la brocha en la brigada que compartíamos— y tres en Afganistán, donde abrió el teatro con su task force en Ghazni, y me llama su hermano de armas. Lo escribí en uno de mis primeros artículos del blog, Polonia tiene algo especial para mí. El animal que tengo al lado, con un corazón que no le cabe en sus cien kilos de “carnaca”, me ha confirmado el porqué. Os aseguro que, si ya iba tranquilo con mi tirador siciliano, con Darek he hecho un buen binomio. Sé que me cubrirá la espalda sin duda alguna. Y os aseguro que yo la suya. Hasta el final.

sábado, 7 de noviembre de 2020

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 4

Desde que volvió de su permiso mi jefe italiano —si, ese permiso que yo no tengo y él sí, aunque él despliegue sólo cuatro meses—, ya no utilizo el MOVCON. Ahora nos movemos en la "macchina", un Toyota Land Cruiser que tiene aquí a su disposición. Con ello ganamos flexibilidad e independencia y, por qué no, seguridad. El nuevo procedimiento es el siguiente: Tenemos el coche aparcado cerca de nuestro garito, así que quedamos allí para equiparnos y chequear en el ordenador las amenazas en Kabul para el día y el estado de las rutas. Por supuesto, seguimos llevando el chaleco, la pistola con dos cargadores y, ahora sí, el fusil con cuatro cargadores. Él, además, lleva una bolsa con otros cuatro cargadores más. El muy cachondo, partiéndose el culo, me dice, "lo siento, no son compatibles con tu HK". A lo que yo le respondo "Giuseppe, don't worry, tu eres más grande (mide más de 1,80 m.), cuando te agujereen el culo no tendré problemas ni de armamento ni de munición". Vamos enlazados por radio con la central del MOVCON por si hubiera algún problema. La verdad es que si, con lo que llevamos encima y la correcta disciplina de fuego, no somos capaces de aguantar en una situación de emergencia hasta que llegue la caballería, es que la cosa esta muy malita. 

Es blindado, pero el coche es blanco y discreto, sin antenas ni inhibidores que nos delaten a distancia. Como él, hay decenas por Kabul. Así que nos montamos en el coche, nos echamos por los hombros una pashmina para tapar el uniforme, los parches y los cargadores —Giuseppe esta cabreado conmigo porque me compré una roja y blanca y dice que canta mucho. ¡Y me lo dice él, que cuando se pone la suya parece una mesa camilla! "Es que yo admiraba mucho a Arafat…", le digo con sorna… Se pone de los nervios— y nos ponemos en marcha. No llevamos casco puesto y, dependiendo de la hora, ni siquiera gafas de sol. Por eso de mimetizarse con el paisaje y paisanaje. Un yankee no, pero nosotros dos podemos ser afganos sin pegas. 

Aunque pueda parecer lo contrario, ambos creemos que es una forma más segura de moverse que el MOVCON. Es más discreta, no estás sujeto a rutas fijas y respecto a la capacidad de reacción en caso de emboscada, yo sé cómo tiro y él es el jefe de tiradores en la unidad de carabinieri equivalente a la Unidad Especial de Intervención de la Guardia Civil. No creo que los chavales del MOVCON lo vayan a hacer mejor. Encima el tío cachondo lleva instalada una cámara de vídeo en el coche y va grabando el trayecto. Ya le pediré una copia de alguno de los viajes, porque conducir en Kabul es digno de verse. 

Pero hace dos días probé una tercera opción. En nuestro HQ de SOF tenemos tres vehículos, también blindados, con conductores y escoltas australianos. No funcionan como el MOVCON, sino independientes. El trayecto que hice fue de unos diez kilómetros por una carretera de doble dirección, de tierra, con unos baches enormes y continuos, el tráfico de la M-30 y la variedad de vehículos de un tiovivo —incluido el burro, la bicicleta, el carrito, la “fragoneta”, el motocarro, el colega recogiendo los tickets, etcétera—. En cuanto sales de KAIA ves que no, que no es de dos carriles, que es una highway de cinco carriles intercambiables en cada dirección. Se adelanta por donde se puede, se evitan los baches haciendo zig-zag, los coches se paran para subir o bajar gente, los peatones, ciclistas, vendedores ambulantes, cruzan sin problemas por donde les apetece... Y en todo ese berenjenal, mi blindado conducido por Mad Max y con Cocodrilo Dandee de copiloto diciéndome cosas en su inglés incomprensible, muerto de risa —aquí todo el mundo se descojona cuando coge un coche. No sé, será por no hacerse caquita— mientras entrabamos justos entre un jingle truck de frente y un, digamos preocupado, tipo en moto, con media familia encima, a punto de sumergirse en uno de esos profundos baches. Yo, impasible el ademán, apretando el esfínter un poquitito más de la cuenta, también sonrío y le digo: "Hurry up, buddy, we're late", que para eso soy heredero de los que "todo lo sufren en cualquier asalto, sólo no sufren que les hablen alto..."

Hoy ha sido un suboficial británico que se llama Chris el que me ha traído por la "autopista" que os cuento, con una conducción que ni Carlos Saiz. De estatura media, cuarenta tacos largos, barba poblada y barriguilla incipiente, es un profesional de cojones. Íbamos en el coche los dos en los asientos de delante —venía también aprovechando el viaje un capitán americano, negro como mi alma, que mandé atrás— y, después de tener que decir cinco veces en dos minutos "say again" en nuestra conversación, le pregunté que de dónde coño era. "Glasgow, sir. I know I’ve a strong accent". "Strong? Fuck you motherfucka", cabronazo, si no hay forma de entenderte jodido escocés. Y se reía. Acabamos hablando de sus vacaciones en Benidorm y Menorca y de que los del Celtic son una panda de maricones —él debe ser de los Rangers—. 

Pues bien, ya empiezo a reconocer a los "tough but wise guys" del lugar y este es uno de ellos. No los de Hollywood, que por KAIA hay muchos, de esos vestidos en “Coronel Tapioca”, que llevan dos pistolas, tres machetes y las Oakley de espejo… pero se giran cuando suena la sirena y oyen el "incoming, incoming, incoming". A los buenos, nada más tienes que verlos cuando se preparan para salir en el coche o cómo llevan el equipo. Cómo se colocan el fusil en el lateral de la puerta, se calzan las gafas balísticas, los guantes de combate y se ponen a conducir. Sí, con gorra de béisbol y barriguilla, pero es gente que transmite experiencia de la de verdad por todos sus poros. Sinceramente, cada vez estoy más convencido de que es mejor utilizar los medios de mi tribu. La sensación que da ir con los tipos "más cabrones del valle" no es comparable con la que dan los chavalitos del MOVCON. Mejor coche sí, pero ya está. Yo con mi siciliano, Chris, y los ozzies de la "cúpula del trueno". 

La verdad es que sí estoy haciendo "amiguetes" o, por lo menos, hay mucha gente que me llama Pedro, que para estos tipos de boca retorcida es jodido de narices. Deben de pensar: "Mira este cabroncete bajito… Tiene gracia, el jodido español…"