Hoy quiero hablar de batallas que se libran dentro de otras, de esas interiores que sólo asoman cuando se pierden. La primera vez que le vi, una tarde allá por junio, parecía que quisiese arrancar la cinta de la máquina de correr. Negro, de mediana estatura, complexión normal, sienes plateadas en su pelo rizado –debió dejar atrás los cincuenta hace ya algún tiempo–. Iba perfectamente equipado para el personal training de acuerdo con la reglamentación americana: pantalón corto negro, camiseta gris y cinturón reflectante. Una toalla del US Army a un lado y una botella de agua al frente por todo acompañamiento. Nada de cascos de música. No se los permiten vistiendo cualquier uniforme, incluso el de gimnasia, aunque la mayoría los usan aquí. "Un sargento mayor de los buenos" –pensé–. Empapado en sudor, la respiración demasiado forzada y un gesto torcido en el rostro indicaban que llevaba un ritmo claramente superior a sus posibilidades. Desde mi posición privilegiada en una cinta detrás de él, me fijé mejor. Una leve cojera en su pierna derecha exageraba el balanceo natural de la carrera. Paró a los cuarenta y cinco minutos, limpió meticulosamente la máquina de sudor y se fue. No le he vuelto a ver por el gimnasio en todo este tiempo.
Hace ya dos meses, a las siete de la mañana, me crucé conél. Yo iba a coger el coche para dirigirme a una reunión en el ISAF HQ y él se acercaba trotando en el que supuse era su nuevo horario de gimnasia. No sé el tiempo que llevaría corriendo, pero su ritmo era lento e irregular y su cojera mucho más acusada que cuando le vi en el gimnasio. Pasó a mi lado, el mismo rictus desencajado en la cara, ese característico del que no está pasando un buen rato precisamente. Me quedé pensativo. Ese hombre no estaba simplemente corriendo. Nadie sufre así exclusivamente para mantenerse en forma. Desde entonces, alguna mañana más lo he visto. Siempre cojeando y siempre sufriendo.
El pasado domingo corrí la US Ten miller aquí, en Kabul. Hacía un día espléndido y cuando volvía a mi habitación le volví a ver. Estaba sentado en el bordillo de una acera, las manos sobre la cabeza ocultando su rostro. Llevaba su camiseta gris, nuevamente sudada, su pantalón negro y su cinturón reflectante a la cintura. No sé si tomó la salida, no le vi entre los escasos cien corredores que participamos, pero de lo que sí estoy seguro es de que, si lo hizo, no terminó los dieciséis y pico kilómetros de la carrera. Al pasar a su lado levantó la cabeza, me miró y pude ver con nitidez el amargo rostro de la derrota. En ese mismo segundo entendí que, fuera lo que fuese aquello contra lo que llevaba luchando estos meses, finalmente le había vencido. Me hubiera gustado decirle algo. Que, en el fondo, estamos juntos en esto. Decirle que es un honor compartir base y misión con luchadores como él, pero no lo hice. No fui capaz y creo que tampoco hubiera valido de mucho.
Esa es sólo una más de las "wars inside the war" que se libran todos los días en esta casa de locos. Todos combatimos aquí nuestros fantasmas particulares. Esos espectros de hálito helado que se acercan a tu cama o a tu saco cuando apagas el frontal. Son nuestros enemigos íntimos y con ellos nos batimos con desigual fortuna. El problema está en adónde pueden llevarte las derrotas consecutivas en esas pequeñas batallas personales. A los perdedores los identificas rápidamente. Gente como el pobre desgraciado que el otro día corría haciendo el avión en la calle paralela a la pista o el que se ríe, solo, sentado en un extremo de un comedor abarrotado o el que se pasa horas en cuclillas en el muro de un edificio con la mirada perdida en el infinito o el anciano contratista que desfila de un lado a otro o el alemán que el otro día se atrincheró con la “fusila” en un pasillo o.... Pensad que en bases como Bagram ya hay hasta “mendigos” –trabajadores de bajo nivel que se quedaron aquí colgados de la brocha y que saben que lo que hay fuera es indudablemente peor–.
Todos ellos están ahí, pero parecen invisibles. Debe de ser que, como cada vez veo menos, me fijo más. O puede que el resto vea lo mismo que yo y prefiera ignorarlo porque les incomoda, no lo sé. Son “carnaca” picada, a un saltito de morder el cañón y volarse la tapa de los sesos en un cuarto de baño. La base está llena de adhesivos con la leyenda "Stop suicide". Cada día que pasa entiendo mejor el porqué. En las fuerzas armadas norteamericanas, el número de suicidios ha superado el año pasado el de bajas en combate. Militares que perdieron su batalla personal, como ese corredor derrotado de mirada vítrea al que no olvidaré jamás.
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