Todo infante ha cavado alguna vez una trinchera con sus propias manos. En la nieve; en el desierto; en terrenos pedregosos, donde los picos no duran diez golpes; bajo la intensa lluvia o un sol abrasador. Pero al final, cuando acomoda su mochila, cuando marca sus sectores de tiro y la pausa le permite apoyar a un lado el fusil y curarse las ampollas, entonces le invade una grata sensación de refugio. Vana ilusión que desaparece cuando vuelve a tomar consciencia de su fragilidad ante lo que le rodea.
Pero como nuestros Tercios en la iglesia de Empel, cuando todo parece perdido ocurre el Milagro. Igual que aquel infante, me aferro a mi Inmaculada, con las botas hundidas en el barro hasta la caña, empapado y hambriento, procuro no tiritar para evitar que parezca que tengo miedo. Miro afuera y veo negros nubarrones, igual que el buen soldado del Tercio veía los buques y las formaciones del Conde de Holac hace 426 años. Veo a don Francisco de Arias de Bobadilla diciéndome: “los españoles prefieren la muerte a la deshonra”; y yo sólo espero poder romper el cerco…, y vivir para contarlo.