lunes, 17 de marzo de 2025

PRESENTACIÓN

Todo infante ha cavado alguna vez una trinchera con sus propias manos. En la nieve; en el desierto; en terrenos pedregosos, donde los picos no duran diez golpes; bajo la intensa lluvia o un sol abrasador. Pero al final, cuando acomoda su mochila, cuando marca sus sectores de tiro y la pausa le permite apoyar a un lado el fusil y curarse las ampollas, entonces le invade una grata sensación de refugio. Vana ilusión que desaparece cuando vuelve a tomar consciencia de su fragilidad ante lo que le rodea.
Pero como nuestros Tercios en la iglesia de Empel, cuando todo parece perdido ocurre el Milagro. Igual que aquel infante, me aferro a mi Inmaculada, con las botas hundidas en el barro hasta la caña, empapado y hambriento, procuro no tiritar para evitar que parezca que tengo miedo. Miro afuera y veo negros nubarrones, igual que el buen soldado del Tercio veía los buques y las formaciones del Conde de Holac hace 426 años. Veo a don Francisco de Arias de Bobadilla diciéndome: “los españoles prefieren la muerte a la deshonra”; y yo sólo espero poder romper el cerco…, y vivir para contarlo.

jueves, 2 de marzo de 2023

NUEVA PÁGINA WEB "TRINCHERA EN EMPEL"

 Mis queridos lectores, es tiempo de mudanza. 

Me voy a la página web que mi querida María Luisa Martínez García, con muy poquita colaboración por mi parte, ha ideado, creado, diseñado y llevado a buen fin. 

Está aquí:

https://sites.google.com/view/trincheraenempel

Aparte de todos los artículos de este blog ordenados por título y temática (no sólo por fecha), encontrarán mis hilos y tuit que considero más importantes de Twitter, recomendaciones, colaboraciones y alguna sorpresa más.

Espero que les guste.

Un saludo afectuoso a todos.  



domingo, 2 de octubre de 2022

RELATO BREVE. 1, 2, 3, PROBANDO, PROBANDO...


José no era un soldado ni muy alto ni muy bajo. Su puesto en la intersección de la quinta fila y la quinta hilera, aparte de lo anecdótico de la coordenada, sólo conseguía aumentar su sensación de agobio. Por supuesto, no era su primera formación, pero nunca había sentido algo como aquello. Notaba perfectamente los cordones apretando sus pantorrillas, el ceñidor clavándose en su cintura, el pañuelo rojo agobiándole en el cuello y agitándole tanto la respiración, que la camisola a duras penas la disimulaba. Y la boina, esa jodida boina negra, atrayendo el sol como si le hubieran enroscado una enorme lupa en la cabeza. Hacía mucho calor y, sin embargo, un escalofrío hizo que agarrara el fusil con más fuerza todavía. Sentía la bayoneta temblar en su extremo. No, el día del regimiento no estaba empezando como había imaginado. En absoluto.

 

“No me voy a caer” –ese fue el último pensamiento de José mientras la enésima  gota de sudor helado recorría su espalda y sentía en la sien cómo los acelerados latidos de su corazón parecían querer reventar el empapado borde de su boina. Era raro que un chaval casi recién llegado al Ejército pensara así. Hacía ya muchos años que se había acabado eso de que, ante un mareo en formación, la única opción viable era desplomarse. En aquellos tiempos, nadie en su sano juicio se planteaba salir del bloque de su compañía, delante de público y autoridades tambaleándose como un borracho en las fiestas de su pueblo. El arresto –y la “caña” de sus compañeros–, en ese caso, era ineludible. Pero la otra opción, estrellarse con todo éxito contra el suelo, podía tener efectos más devastadores que el “talego” o la mofa: roturas de tabique nasal, brechas, puntos de sutura, esguinces, labios rotos... Sí, hay que reconocer que sacar a un tipo de formación a rastras chorreando sangre era un espectáculo un tanto gore. Ahora ya no. Poco a poco, se generalizó el despliegue de sanitarios que “saltaban al ruedo” a ayudar al desorientado militar que estaba a punto de tener un vahído. Todo muy humanitario y ecológico. 

 

Vencido, José soltó un imperceptible gemido y, después, su mirada se fundió en negro. El golpe resonó seco, duro, temible contra el pavimento del patio de armas, que un inusual e implacable sol de septiembre había recalentado hasta atravesar las botas de los allí formados. Un leve murmullo se extendió entre el público que seguía la parada militar. José se cayó como se caen aquellos cuyo espíritu lucha a muerte contra un cuerpo que quiere desvanecerse: sin una palabra, sin un paso, sin una duda... a plomo.

 

Lo normal es que los sanitarios de los que hablaba antes hubieran salido a por él, pero difícilmente podían hacerlo… porque no había. Ni el coronel ni nadie en el regimiento lo había previsto. Es verdad que en las unidades con un trabajo físico duro –las de Infantería principalmente y aquella lo era–, no suelen darse estos casos. La gente está fuerte y aguanta bien. Pero un día flojo lo puede tener cualquiera. Así que era normal que nadie saliera a por José, pero sí era más sorprendente que nadie de la compañía moviera siquiera un músculo para recogerlo. “Un bloque de guerreros fanatizados en la inmovilidad ordenada” –pensaría más tarde, no sin cierto orgullo, su teniente coronel. Sólo Marta, manteniendo su perfecto “firmes” a la izquierda de José y sin apartar la mirada del cielo, empujó disimuladamente con su pie el brazo aún armado de su colega que, tras su descontrolada caída, descansaba en su empeine.

 

Los segundos pasaban implacables y el murmullo entre el público empezaba a subir su volumen. “¿Es que lo van a dejar ahí el resto del acto?”. Finalmente, el jefe del batallón y su comandante giraron la cabeza hacia el cuerpo caído: “Que se lo lleven...” –ordenó el teniente coronel. “Y que lo remplace un imaginaria” –apostilló el comandante. Dos soldados de la compañía levantaron a José y le sacaron de formación. Según caminaban, despacio, José fue recobrando la consciencia. La recuperó del todo cuando David, un soldado veterano, duro como el pedernal y que casi le llevaba en volandas sin necesidad de su compañero, le golpeó el pecho con la palma de la mano. “¿Has desayunado, killer?” –le preguntó. Un sofoco subió hasta el rostro de José y le hizo pasar del pálido cadavérico al rojo pasión: “Sí...” Un avergonzado hilo de voz salió de su boca, más débil de lo que a él le hubiera gustado. Nuevo palmetazo al pecho. “Sí, por los cojones...” –David era perro viejo y un chaval que todavía se afeitaba más pelo en las piernas que en la cara, no se la iba a colar tan fácilmente. “Bueno, pero, al menos, te has ‘esnafrao’ como los buenos” –añadió, dedicándole una mueca que seguro que, en otro planeta, podría asemejarse a una sonrisa.

 

Una hora más tarde, José apuraba su cerveza de un largo trago, con el codo apoyado en la barra de la caseta. Milagrosamente, sólo alguna pequeña magulladura dejaba constancia de su “piscinazo” en el patio de armas. “Mejor ahora, ¿eh, José?” –su jefe de compañía le pasó el brazo por el hombro, cariñoso. “Sí, mi capitán, ahora sí...”, -contestó un poco azorado. “Pues ya sabes, un buen vaso de gazpacho o un chocolate con churros para desayunar y no te tira ni un huracán. A ver si os enteráis de que esa mierda del Monster que bebéis sólo vale para secaros el cerebro”. El capitán se giró hacia la barra: “¡Chaval, ponme dos birras por aquí, que hay cosas que celebrar!”. Y ese día, José, Marta, David, el capitán… charlaron y rieron comentando las cosas inexplicables que pasan en la “mili” y que nadie “de fuera” podrá entender jamás.

domingo, 20 de febrero de 2022

MI SOLDADO DAVID

Volver a mi querido Regimiento “Asturias” 31 me ha traído a la mente muchas imágenes del pasado y al corazón, muchos sentimientos que, como brasas de una hoguera en la madrugada, sólo necesitaban de una suave brisa para avivarse. Fueron años intensos, como estos ­–mi vida militar nunca ha sido aburrida–, pero vividos con esa especial intensidad de la juventud. Pero hoy no quiero hablar de operaciones especiales, de misiones en el exterior o tipos duros que se afeitan en seco a navaja. Hoy quiero hablar de otra parte de la realidad. De aquellos militares que no se ven –o no se quieren ver– desde fuera. Aquellos que no nos gusta enseñar porque no cuadran en el estereotipo que nosotros mismos queremos vender. Ahí forman el que está pasado de peso, el que tiene una lesión de por vida –APL (Apto con Limitaciones) se llaman– que le impide llevar el ritmo normal de la unidad, el descoordinado hasta el infinito, el que vive “empanao” permanentemente, el de pensamiento al ralentí, el gris, el que todo lo intenta mil veces y mil veces fracasa… Todos ellos forman también cada mañana y son parte intrínseca de las unidades. Es importante que quede claro que a los que me refiero aquí es a aquellos que cumplen, o intentan, al menos, cumplir con sus cometidos. A pesar de todas las dificultades a las que se enfrentan. Los malos, los vagos, los sinvergüenzas, los delincuentes, que desgraciadamente también los tenemos, no se merecen que les escriba una línea y dedico mucho de mi tiempo a que o bien asuman sus responsabilidades y vuelvan al camino correcto o que salgan, con una marca en el trasero, de las Fuerzas Armadas. 

 

Sí, hoy quiero hablarles de un soldado que no usarían para el calendario del periódico Tierra, un tema táctico de fuego real de exhibición o el izado de bandera del Día de la Fiesta Nacional. Pero que fue tan soldado mío, tan de “mi gente” como el mejor. O más. Así que, vamos al lío.

 

Esta historia comienza en el inicio del milenio, con el servicio militar recién suspendido y una necesidad acuciante de reclutar soldados profesionales que llenaran el vacío dejado por los militares de reemplazo. Digamos que los filtros en aquel momento eran más laxos de lo que deberían haber sido para la exigencia de la vida militar. Y ahí estaba yo, recién llegado de La Legión, el flamante nuevo jefe de la 3ª compañía del Batallón de Infantería Mecanizada “Covadonga” I/31 del Regimiento “Asturias” 31. Todo “ardor guerrero”. Tenía todavía sobre la mesa de mi despacho la calavera de tamaño natural con el chapiri legionario graciosamente ladeado hacia la derecha que, al poco tiempo, el coronel Coll me “insinuó” que retirara. “Matar y destruir” y punto… Era un día soleado y el servicio de cuartel vino a presentarme a los nuevos soldados que entrarían a formar parte de mi compañía. Eran unos treinta. El suboficial, conociéndome, me advirtió antes de que saliera a recibirles: «Mi capitán, en la segunda fila, verá un soldado con una cara muy rara. No se mosquee, no le está haciendo burla, es que es así». «Joder…» –pensé–. En efecto, aunque un poco exagerada, agradecí la advertencia, porque ahí estaba David. La boca entreabierta para poder respirar, la nariz torcida, los ojos caídos, flaco, un poco encorvado… Eso sí, firme como si le fuera a pasar revista el mismísimo general jefe de la brigada “Guadarrama” XII. 


 

Y ahí empezó nuestra relación. Pronto vi que nunca estaría en el «top» por sus habilidades guerreras pero, sin embargo, en todo lo que hacía ponía el máximo empeño, aunque a veces quedara lejos de conseguirlo. Sin una queja o un mal gesto, volvía a la carga. Una y otra vez. Esa actitud me conquistó. Otros mejor dotados tiraban la toalla o se ponían a rajar descompuestos después de apretarles en una «noche toledana». Él, duplicando el esfuerzo que necesitaban los demás, ahí estaba. Siempre me ha gustado conocer a mi gente y aprovechaba los viernes para tomarme unas cervezas en cantina con quien le apeteciera hacerlo. Ahí fui descubriendo lo que había detrás de ese tipo de físico tan complicado. David provenía de un entorno social muy difícil. No sé, en ese su primer alistamiento, cuánto había de vocación y cuánto de escapatoria de un mundo que te envenena por dentro y por fuera, más peligroso que las balas que puedan lloverte vistiendo de uniforme. Tenía ya una enfermedad degenerativa que en aquel momento sólo se reflejaba en una ausencia casi absoluta de fuerza en las manos y poca en los brazos. Las flexiones de barra las hacía apoyándose en las muñecas –en los entrenamientos sus compañeros se las sujetaban para que pudiera hacerlas– y disparaba el fusil metiendo dos dedos en el disparador… No, definitivamente David no era ninguna máquina de matar. Pero ese problema también sacó lo mejor de la gente de la compañía. De paisano usaba camisas con corchetes para facilitar su cierre y apertura, pero el uniforme y las botas eran para él un mundo. Jamás le faltó un compañero (David, Iván…) que le ayudara con los botones o cordones. 

 

Recuerdo de las primeras salidas en el campo de maniobras de la Academia de Infantería de Toledo. En pleno duro invierno castellano, toda la compañía dormíamos juntos, un saco junto a otro, en la nave diáfana de Torremocha, uno de los clásicos cigarrales de la zona. Serían las cuatro de la madrugada cuando el imaginaria, en la oscuridad absoluta, me despertó sobresaltado. 
–«¡Mi capitán, mi capitán, Molina se ha muerto!»
–«No me jodas… venga, vamos». Descalzo y en calzoncillos seguí el haz de luz de la linterna del soldado, hasta enfocar la cara de David. La imagen, aunque digna del mejor programa de “Cuarto Milenio” de mi admirado Iker Jiménez, me tranquilizó. En efecto, la boca semiabierta, como era su costumbre para poder respirar, no era lo que más llamaba la atención, sino que tenía también los ojos abiertos y medio en blanco. Inmóvil, bien metido en su saco de dormir, no se apreciaba su respiración. La boca abierta y los ojos dirigidos hacia el oscuro vacío creaban un conjunto que justificaba que nuestro vigilante nocturno se llevara el susto de su vida.
–«¡David!» –le agité un poco para despertarle. –«¡David!». 
–«Mi capitán», –reaccionó relativamente rápido–. «Nada, una comprobación, sigue durmiendo, máquina». «Vale» –contestó– y, disciplinado, cumplió la orden…

 

Pasaba el tiempo y David trabajaba duro –sí, dentro de sus posibilidades– y con esa actitud y su simpatía iba haciéndose un hueco en la compañía. Visto desde fuera y sobre todo para aquellos que no conocen las dinámicas de las unidades operativas, podrían pensar que David era el candidato idóneo para sufrir “mobbing” u otro tipo de acoso laboral. Era todo lo contrario. Su entrega y su forma de ser, tan especial, iba ganándose los corazones de todos los que formábamos la compañía. Y que no se metieran con él… Pronto tuvo un binomio que se convertiría, con el tiempo, en uno de sus amigos más íntimos. Era otro David. Un chaval con unas capacidades físicas sobresalientes que cuidaba de él dentro y, sobre todo, fuera del cuartel. Eran algo más que el ying y el yang.

 

Mientras, David seguía alimentado el anecdotario. No sé cuándo se ganó, a pulso, su mote: Bombas. Creo que fue en una formación en la que quiso romper filas antes de tiempo… Casi le cuesta un arresto de su jefe de pelotón. Posiblemente, los problemas intestinales fueran una consecuencia de la enfermedad o la medicación. Recuerdo una evacuación en maniobras, en San Gregorio. Llevaba ya varios días sin hacer “aguas mayores” y hubo que trasladarlo al hospital. Allí tuvieron que «trastearle» por detrás para ayudarle. A su vuelta, las primeras palabras al cabo 1º Yáñez –nuestro hermano mayor en la compañía– fueron: «Mi primero, ya sólo me falta volar en globo… Me han metido una “manguera” por detrás». Él era así, capaz de arrancarnos una sonrisa en la situación más jodida con la mayor naturalidad.

 

Ya he citado el problema que tenía en las manos. Era imposible que pudiera utilizar una pistola con seguridad en una línea de tiro, pero tampoco quería privarle de la experiencia de efectuar, al menos, un disparo con este arma. No es la reglamentaria de todos los puestos, pero procuraba que todos los componentes de la compañía dispararan con todas las armas en dotación. Desde la ametralladora Browning 12.7 hasta el lanzagranadas de 88.9. Así, aprovechando una de las sesiones de tiro de la compañía, me lo cogí aparte y le di la correspondiente teórica. Tuvimos nuestro momento curioso ya que, al no poder tirar directamente de la corredera para montar el arma, intentó hacerlo metiéndosela entre las piernas… «David» –le dije–, «¿Quieres volarte las pelotas?». «No, mi capitán» –contestó–. Y cogiéndola con toda la mano y mucho esfuerzo logró hacer el movimiento. Así que llegó el momento de la verdad, introduje un cartucho en el cargador de la Llama M-82 y empezamos con la secuencia de tiro ensayada en seco. Todo perfecto, pero como mantener la pistola horizontal apuntando al blanco le costaba y le obligaba a forzar la postura en un escorzo imposible, agilicé el trámite: «¡Fuego!». Sonó el disparo, vi la sobreelevación del cañón, en este caso exagerada y la corredera atrás indicando el fin de munición. De repente, David cayó de rodillas y se echó hacia atrás. Bien instruido, había mantenido, aun en esa posición, la pistola apuntando al frente. «¡David!, ¿estás bien?, ¿qué te pasa?» – le dije mientras le cogía la pistola. Todavía desde el suelo, me miró, sonrió y dijo: «¡Qué susto, mi capitán!». Nunca sabré si se quedó conmigo ese día, aunque sospecho que fue una buena vacilada…

 

Perfectamente asentado ya en la compañía, llegó el momento de la renovación de su compromiso con el Ejército. Las circunstancias habían cambiado y ya no existía la presión de captación de años anteriores. Me llamó un comandante de la Plana de Mayor de Mando para decirme que era el momento de deshacerse de David. «Ni de coña» –respondí contundente–. «Es posible que el soldado Molina nunca debiera haber ingresado en el Ejército, pero ese no es mi problema. Lo que sí sé es que ahora, después de trabajar duro estos años, no seré yo quien proponga su expulsión». Mi informe salió favorable a la renovación y creo que bien argumentado. Para su suerte, y la nuestra, en esto me hicieron caso desde arriba…

 

David me acompañó en una actividad bilateral en Marruecos donde hizo un gran papel en el tema táctico combinado que hicimos y también vino, encuadrado en el Subgrupo Táctico “Matanzas”, a nuestra misión en Bosnia-Herzegovina como parte de SPAGT-XVIII. Los aspirantes para ir de misión siempre son muchos más que las vacantes existentes. David fue por derecho propio. Lo encuadré a propuesta de su teniente y su sargento 1º, jefes directos. ¿Cómo puede ser eso?, puede que se pregunte alguno de ustedes a la vista de lo contado hasta ahora. He hablado antes de las dinámicas que hay en las unidades. Cada operación es un mundo, con unas exigencias diferentes, y cada unidad mide y equilibra las capacidades que necesita. Vivir seis meses 24/7 requiere una cohesión especial. Una unidad formada sólo por killers –sin ningún otro atributo destacable– no era lo que necesitaba un escenario de relativa calma como era aquél. El equilibrio era imprescindible. Al lado de ese killer puro (es verdad que muchas veces ambos roles coinciden en la misma persona) hacen falta compañeros que saben escuchar, que saben reír o llorar –según toque– y que están, siempre, dispuestos a echar un cable en esas tareas menos operativas. Ese era David. Un crack –dos grandísimos suboficiales hoy en día, Antonio y Sergio, eran soldados también en aquel 1º pelotón de la II sección y ellos no me dejarían mentir–. Recuerdo cuando inauguramos nuestro “rincón de descanso” en la base de Mostar-España. Con un pijama teñido de rojo, la cara roja, unos cuernos y un tridente, se disfrazó de diablo. Flipé cuando lo vi. Quedamos que cuando viniera el coronel, él le daría novedades. Y así lo hizo: “A la orden de usía, mi coronel, sin novedad en el infierno”. Por supuesto, provocó una sonrisa en el coronel Piñar y una rápida bendición del páter Ángel –quien le impartía la catequesis de bautismo, que recibió ya estando destinado en la base “General Cavalcanti”.

 

Fue a la vuelta de esa misión cuando me incorporé al Mando de Operaciones Especiales. Recuerdo el par de despedidas de mi “núcleo duro”, mis chicos de la 3ª, entre los que estaba, incombustible, David. Recuerdo el banderín de la compañía que me regalaron durante la cena, alabarda incluida –¡No quiero pensar la pasta que se gastaron!. También, en la última salida, cómo el corazón me latía cada vez más fuerte, consciente de que ahí se acababa algo irrepetible. En esos cuatro años había pasado con ellos más tiempo que con mi propia mujer –me casé en 1999, año en el que llegué al regimiento, y me fui en el 2002–. Llegamos al último garito. Ya unos pocos, los irreductibles. Y ahí estaba, también, David. Una copa más y llegó el momento del adiós. Fui dando un abrazo a cada uno de ellos. Un nudo en la garganta y los ojos empantanados. Llegué a David. Me abrazó, desconsolado, y me dijo: «¿Qué va a ser de mí ahora, mi capitán?» Las lagrimas cayeron ya sin disimulo por mis mejillas porque, como dice Dani Martín en su canción Dieciséis añitos, «los valientes son los que saben llorar con la cara descubierta». No recuerdo exactamente mis palabras, pero sé que le dije que tenía a la compañía, y a mí, allí dónde estuviese, y que al próximo capitán se lo ganaría enseguida porque era un grandísimo soldado. Y así fue. En el “Asturias” y en “Cavalcanti”. 

 

Difícilmente se puede entender la 3ª compañía en aquel tiempo sin su presencia. Difícilmente se puede entender el lema “no seremos los mejores, pero sí los más valientes” sin conocerle. Difícilmente se puede entender el coronel que soy ahora si no hubiera tenido a David conmigo. Posiblemente me enseñó más él a mí que yo a él. Tuve la suerte de coger ese periodo inicial de su vida militar, esos primeros cuatro años, pero sé que el resto de su vida, en el Asturias 31 y en la Unidad de Servicios de Base “General Cavalcanti” siguió dejando la misma huella que yo me llevé de él. Hasta el último momento. Hasta aquel triste diciembre de 2019, en el que murió siendo soldado, en casa del que fue su binomio en la compañía, su padrino de bautismo y su más fiel amigo. Hasta el mismísimo Ejército, tan impersonal y cruel muchas veces, le reconoció públicamente sus méritos y se despidió de él como merecía. 

 

Y sé que, como a otros muchos, esa muesca que David me dejó en el corazón me acompañará hasta que me toque a mí también dar ese último salto de la muerte a la Vida. Y, al otro lado, David, junto a César, Santi, Félix… me estarán esperando con unas jarras heladas para echar unas risas y recordar esos tiempos en la 3ª compañía, cuando éramos inmortales. 



 


sábado, 29 de enero de 2022

VIAJE AL PASADO. DISCURSO DESPEDIDA DE LA 3ª COMPAÑÍA RIMZ "ASTURIAS" 31

REGALO DE MIS CHICOS EN MI DESPEDIDA DE LA 3ª CIMZ.
No creo que tenga nada que ver con el síndrome de Diógenes, pero sí es verdad que lo guardo todo. O, al menos, todo lo que una casa no muy grande me permite sin que suponga un conflicto matrimonial. He tenido que renunciar a decenas de camisetas, la sahariana de la Academia y mis uniformes de La Legión, pero tengo un montón de papeles y discos duros llenos de archivos pendientes de clasificar. Creo que soy militar hasta en eso porque, muchas veces, en las unidades pasa algo parecido... La verdad es que me harían falta dos vidas para poner orden en todo ese caos, pero reconozco que disfruto removiéndolos de vez en cuando.

Fue así cuando, el otro día ,encontré unos folios que ya no  recordaba su existencia. Eran mi discurso de despedida como capitán de la 3ª compañía del entonces Regimiento de Infantería Mecanizada "Asturias" 31, el regimiento que tengo el honor de mandar ahora –sí, tiene su morbo, ¿verdad?. Como este blog es una buena manera de tener bien clasificadas las cosas, lo subo. Ya están aquí tres de los discursos más importantes de mi vida militar. Puede que mi despedida del Cuarto Militar de la Casa de Su Majestad el Rey sea el cuarto, pero pertenece a un ámbito más íntimo, discreto, un poco menos castrense quizás pero profundamente emotivo. Dos tomas de mando –con la solemnidad de un patio de armas con la unidad formada– y una despedida –en la intimidad e informalidad de una sala táctica de compañía. Salvando las distancias de estilo y madurez, me gusta ver que mantengo cierta coherencia a través del tiempo. Sí, la vida militar me ha ido esculpiendo un estilo de mando. Imperfecto, pero mío. Si es bueno o malo, mis superiores, compañeros y subordinados son los que tendrán que juzgarlo, no yo.

En fin, era el 10 de noviembre de 2002 y me encontraba en Mostar al mando de un subgrupo táctico generado sobre la base de mi compañía orgánica. Ya estaba destinado en el Mando de Operaciones Especiales, donde me incorporaría a mi regreso. Y esto es lo que les dije:


Compañeros del Regimiento de Infantería Mecanizada “Asturias” 31, mandos y tropa de la 3ª Compañía:
 
Aunque con un poco de adelanto, quiero hoy despedirme oficialmente de vosotros, “núcleo duro” de mi querida 3ª Compañía. Por supuesto, no estáis todos los que sois, pero sí sois todos los que estáis. 
 
Han pasado casi cuatro años desde que el teniente coronel Roel, un 19 de mayo, me entregó el mando de la 3ª compañía. Una compañía, según sus propias palabras, descabezada, desunida, floja y sin ánimo, a años luz de la 2ª del entonces capitán Capella. Era la oveja negra del Batallón, como lo hemos seguido siendo, por diferentes razones, hasta el día de hoy. Al hacerme cargo no podía entender esas palabras, ya que el equipo de gente que allí me encontré, sobre todo suboficiales y tropa, era magnífico. Tenía una lista de revista de cincuenta y pocos. La mayoría de reemplazo y unos cuantos buenos profesionales que, desgraciadamente, ya habían pedido vacante. 
 
Así que empezamos a trabajar, por la “sordi”, sin darle importancia, como hacen los buenos. Fuimos creciendo. Llegaba gente nueva que instruíamos y se iba a completar otras compañías, pero los poquitos que se quedaban eran los escogidos, la crema. Este trasiego de personal de tropa hacia otras compañías ha sido también nuestro sino durante estos cuatro años. El número de licencias de la compañía en este tiempo, sin contar destinos a otras unidades, Academia General Básica de Suboficiales y Guardia Civil, no llega a quince militares. Sólo quince militares se han ido a la calle. La última tacada que tuvimos que dar al resto del batallón fueron 37 hombres. Llegaron también nuevos mandos, oficiales como el alférez Sellés, el entonces alférez Paredes o el teniente Robles, suboficiales como el entonces sargento Franco, el sargento 1º Álvarez o el sargento Barco y la Compañía fue creciendo en número y nivel. 
 
Pronto se marcó un talante, del que, con la ayuda del cabo 1º Yañez, me reconozco culpable. Un estilo que sé revolvía la tripas a muchos y que me ha ocasionado innumerables veces lluvia de partes y problemas: botón superior desabrochado, patillas, perilla, barba, pelo rapado, saludo enérgico con el codo atrás, taconazo, palmada en el descanso. Busqué con ello algo para mí importante en una unidad: Algo que nos identificase y nos uniese. Ser y sentirse diferente. Podía haber escogido colgarnos una cinta blanca de la hombrera, o agujerearnos la nariz, pero no podía ni quería negar mi origen y reconozco orgulloso que seré legionario hasta que me muera. 
 
Pero estas maneras externas no valdrían de nada si no estuvieran respaldadas por trabajo. Todos nos acordamos de las maniobras Alfa en Toledo, acostándonos a las 03:30 de la mañana y levantándonos a las 07:00 o las jornadas de instrucción continuada a piñón, prácticamente sin dormir, con todos hechos mierda. Las maniobras en Zaragoza, con sus temas tácticos y de exhibición, sus tiros de pesada y los embarques y desembarques de vehículos en los trenes en tiempo récord, o las de Valladolid con aquel partido de rugby que me hizo pasar  horas yendo y viniendo del centro médico. Los temas de fuego real, que pusieron los pelos de punta al teniente coronel Mayoral, al capitán médico del Valle o al mismísimo coronel Piñar. 

Las topográficas, los rápeles, las alcantarillas, los temas de fuego real con munición plástica en la limpieza de posiciones, entrando simultáneamente por dos ramales opuestos que exigía una coordinación "al pelo". La pista de combate y la americana de Toledo –del derecho y del revés–, el agua y las tiritonas en las continuadas de estaciones en El Goloso. Las subidas a Peñalara, recuperando la tradición del Belén incluida, que bajábamos a la carrera después; las marchas con nieve en la Sierra de Guadarrama, prohibidas hasta entonces y las caídas en el camino Schmidt helado. Cuerda Larga, dos veces en un verano porque somos los más chulos, con el coronel a nuestro lado. Las mil formaciones que nos hemos comido (y las que nos quedan), desde el Palacio Real al Congreso de los Diputados, las patronas, las visitas, muchas de ellas agregados a carros y que hacían al teniente coronel Mayoral decir que el que formara la 3ª era garantía de que las cosas saldrían bien. La escuadra de gastadores, que marcó un hito en el Asturias –donde no existía– y en mi alma legionaria. Las competiciones deportivas, en las que la gente se aburría de ver salir al personal de la compañía a recoger los trofeos. 

Pero si sólo hubiera sido esto yo no sería el capitán Sebastián de Erice, sino el capitán América y tendría en lista de revista a Rambo, Terminator, Orzowei y Sandokán. Teníamos y tenemos nuestro lado oscuro. Somos, empezando por mí, capaces de lo mejor y, momentos después, de lo peor. Pero también lo asumí. Se me ha acusado de cierta permisividad y paternalismo y es cierto. A veces os he dejado demasiada cuerda, consciente de que lo hacía. A todos, no sólo a la tropa, sino también a los suboficiales y oficiales, pero con un solo objetivo: que la compañía avanzara como lo ha hecho. Como una máquina de guerra bien engrasada.

Y una y otra vez, unos y otros, voluntaria o involuntariamente, me han dejado vendido. Pero no he querido aprender. No he querido escarmentar. No he querido cambiar. Siempre he pensado que merecía la pena seguir confiando en vosotros –hoy lo sigo pensando–, aunque ese haya sido el motivo de irme, cambiar para poder dormir tranquilo con mi conciencia, con mis ideales, con mi estilo de mando, bueno, malo o peor, pero mío. Para no traicionar la lealtad que sé que muchos de vosotros me tenéis, convirtiéndome en un subordinado dócil sin personalidad.

Había un cuadro con una cita en un aula de la
Academia General Militar que me impactó en su momento y me ha acompañado desde entonces: "La recompensa  del capitán no está en las notas de su comandante, sino en la mirada de sus hombres". Gracias a Dios, todavía puedo miraros a la cara, a todos. Me marcho del "Asturias" con dos arrestos, una cruz y los recuerdos de posiblemente los cuatro mejores años de mi vida. Pero dejo también algo de mí entre vosotros. Como pone la placa de la Bandera que dejo de recuerdo en la compañía: Recibid el corazón de vuestro capitán, para siempre.

¡No seremos los mejores, pero sí los más valientes!





sábado, 25 de diciembre de 2021

VUELVO A CASA. REGIMIENTO ASTURIAS 31

Un discurso puede ser nada más que eso, un discurso. Pueden ser palabras vacías que no van a ningún lado –lo más frecuente–, pero también pueden forzar el giro en una situación delicada o hacerse un hueco en la Historia. Para los soldados de línea como yo, todo es más sencillo. Usamos arengas más o menos improvisadas para calentar los corazones en momentos determinados y algún discurso institucional en aniversarios o celebraciones puntuales.

Pero hay una ocasión que podríamos denominar "especial". Es el discurso que se pronuncia en la toma de mando de una unidad. Es la primera vez que sus componentes escuchan al que será su jefe y no se puede desperdiciar esa oportunidad. Es el momento de decirles, directamente, lo que pueden esperar de él. Es un compromiso público, casi un pacto. Y yo cuelgo el mío aquí, como ya hice una vez. Y de la misma forma que entonces, al final, si Dios quiere que termine mis dos años de mando,  posiblemente no haya ni premio ni castigo, sea cual sea el resultado. Sólo quedará la íntima satisfacción del deber cumplido o la amarga sensación del fracaso. 


Componentes del regimiento de Infantería “Asturias” 31.

Vuelvo a casa. Casi veinte años después, vuelvo a pisar este patio en el que tantas veces formé de capitán. Y aunque ni yo soy ya ese oficial joven e impetuoso, ni el regimiento es la misma unidad que dejé en aquel lejano 2002, mantengo el mismo orgullo por llevar esta boina negra. En esta semana intensa de relevo, he tenido la oportunidad de volver a sentir ese espíritu tan especial, el del “Asturias”.

Espíritu forjado a sangre y fuego durante 358 años de historia. 358 años combatiendo en todos los conflictos acaecidos en suelo patrio y en aquellos que surgieron en Italia, Dinamarca, Francia, Portugal, Cuba, México, Colombia, Antillas, Argelia, Marruecos... 358 años en los que se fraguó una forma de ser y de actuar, cristalizada, tras la campaña del Rosellón, en un sobrenombre, “El Cangrejo”, y un lema, que es fácil de decir pero que sólo los elegidos pueden cumplir: “Al enemigo, la espalda, jamás”. Y aquí seguiremos, sin dar la espalda, ni al enemigo, ni a las adversidades, ni a los problemas.

Vuelvo, pues, con el inmenso honor y la grandísima responsabilidad de ponerme al frente de todos vosotros y creo que merecéis saber, desde ya mismo, lo que podéis esperar de mí.

Mi misión no es mandar los batallones, ni las compañías. Eso ya lo hice en su momento. Como vuestro coronel, mi misión será que cada batallón, cada compañía y, por ende, todos y cada uno de vosotros, estéis en el más alto grado de preparación, operatividad y moral que sea posible, para que cuando nuestro general así lo requiera, cuente con unidades capaces de afrontar cualquier misión. La que sea. Desde desinfectar residencias de la tercera edad, patrullar las calles de nuestras

poblaciones o acompañar los féretros de nuestros compatriotas hasta instruir unidades extranjeras, proteger fronteras lejanas o, Dios no lo quiera, combatir hasta dar la vida al otro lado del mundo. Esa sí es mi misión y a ella me dedicaré en cuerpo y alma.

Y para cumplirla, tres son los pilares en los que procuraré apoyaros e impulsaros:

La instrucción y el adiestramiento,

El mantenimiento y la operatividad de los materiales,

Y la moral y el bienestar de todos.

Primero, la instrucción y el adiestramiento, que deberán ser progresivos, intensos y constantes. Sin prisas a la hora de alcanzar los objetivos, pero sin pausas injustificadas. Nada que no estéis haciendo ya. Todos, y digo todos, porque el fuego no sabe de galones ni de estrellas, compartiremos una imprescindible buena condición física y una interiorizada instrucción individual. Ambos, junto con los valores morales de los que hablaré más tarde, son los sólidos cimientos sin los que es imposible mantener una buena unidad. Seguiremos trabajando también en la especialización, a todos los niveles, porque es la que nos da el verdadero valor añadido. Cada uno, en su puesto táctico, forma parte de un engranaje mayor y todos sabéis que la fortaleza del conjunto es la de su componente más débil. Instrucción realista, porque nuestra vocación será, siempre, estar preparados para el combate. Afrontando ese escenario, lo demás vendrá por añadidura. Instrucción dura y realista, sí, pero con una premisa: ningún ejercicio en tiempo de paz vale la vida de un soldado.

Pero dejadme que me detenga, ahora, en aquellos que tenéis responsabilidades de mando. Desde mis apreciados cabos a los veteranos tenientes coroneles. Prestigio, ejemplaridad, templanza, iniciativa, resolución... Más iniciativa... Eso es lo que espero de vosotros. Aprended a interpretar el propósito de vuestros jefes más allá de sus palabras o las líneas de una orden de operaciones. Ante la duda o la ausencia de instrucciones, pensad, analizad rápido la situación y actuad, porque estáis preparados para ello. Usad vuestra intuición. Con responsabilidad, porque siempre se nos pedirán cuentas de nuestras acciones y omisiones, pero actuad. No decidir es siempre la decisión equivocada. Aprovechad aquellos momentos del adiestramiento en los que las consecuencias de nuestros fallos se minimizan, para redoblar vuestra audacia. Perded el miedo al error honrado, aquel que es fruto del trabajo, no de la desidia, de la mentira, de la cobardía o de la inacción, porque es la única forma de aprender y mejorar. La confianza que ganéis hoy podrá salvar vidas mañana.

Y sabemos también que no podemos combatir solos. Como unidad de maniobra necesitaremos siempre de apoyos y capacitadores. Por ello, a los jefes de las unidades hermanas, entre las que incluyo a la Unidad de Servicios de Base, os ofrezco desde ya nuestra colaboración y os pido encarecidamente vuestra ayuda para seguir avanzando en una mejor integración si cabe. Juntos, contribuiremos a que nuestro general cuente con una brigada más eficaz, cohesionada y, por qué no, más letal.

El segundo pilar será la operatividad de los materiales. A combatir iremos con lo que la Patria ha puesto bajo nuestra responsabilidad. Exprimiremos la munición, el carburante, el potencial... nuestro armamento y equipo, nuestros vehículos PIZARRO y nuestros TOA. Es lo que tenemos y no me gustaría que nadie perdiera el tiempo fantaseando con lo que pueda venir en el futuro. Así que nos esmeraremos en su cuidado. El mantenimiento de primer escalón es parte esencial de la preparación y los dos batallones lo lleváis en vuestro ADN. Cuidad a los especialistas y colaborad con ellos, porque os sacarán de muchos problemas en situaciones difíciles en ejercicios y operaciones.

Sé también de nuestras carencias. En efecto, son tiempos complicados y el panorama presupuestario parece que no deja mucho espacio al optimismo. Pero os digo que, en realidad, en más de treinta años de servicio no recuerdo un tiempo fácil. Y siempre hemos avanzado a pesar de las penurias, porque nuestro compromiso con la Patria está por encima de todo. Os pido, pues, que borréis de vuestra mente cualquier atisbo de pesimismo que os aleje de la seguridad de que, cuando un militar español se empeña, triunfa siempre.

Y tercero, mi responsabilidad más importante, vosotros, los militares del “Asturias”. Sois el pilar principal, sin el que los dos anteriores carecen de sentido. Escuchad bien lo que os voy a decir: En vuestro día a día rutinario, cuidad de vuestras familias, cuidad a vuestros amigos, cuidad de vuestra salud. Como vuestro coronel, ordenaré y haré todo lo que esté en mi mano para apoyaros en esto. No por paternalismo, que siempre se convierte en nocivo. Lo haré, porque, cuando llegue el momento, cuando toque desplegar fuera, cuando lleguen las maniobras en las que se fija y cataliza toda la instrucción y el adiestramiento recibido o nos toque representar a España, al Ejército y a la brigada, no os lo pediré, os exigiré que deis el máximo de vuestro potencial. Este es mi compromiso y estoy seguro de que los hechos por venir harán que me gane vuestra confianza.

Porque no soy ningún ingenuo. Sé que son diversas las motivaciones que os traen a servir a España en el Ejército. En esas filas os mezcláis los que vivís vuestra vocación militar con toda intensidad, los que sólo os atrae la parte mas dinámica y aventurera de la profesión y aquellos que únicamente buscáis una salida laboral. Pero hay dos cosas que nos unifican y nos obligan a todos, querámoslo o no: El uniforme que llevamos, signo visible de lo que un día juramos al besar la Bandera y la herencia recibida de los que aquí nos precedieron. Ambos nos exigen ejercer y mantener una serie de valores, inseparables a nuestra condición militar. Los conocéis muy bien:

La disciplina, alma del Ejército, que nos obliga a todos por  igual; el compañerismo, que es más que acompañar, es compartir alegrías, sacrificios y riesgos; la ejemplaridad, sin la que es imposible ejercer el mando y que, para todos, va más allá del tiempo de servicio; el honor, que es lo que nos queda, cuando ya no queda nada; el valor, templado y racional, alejado de la temeridad suicida; el espíritu de sacrificio que con abnegación, austeridad y entrega, nos lleva a afrontar las penalidades en beneficio del conjunto; el sentido del deber, que guía nuestras acciones cuando la duda nos asalta; el espíritu de servicio, que es nuestro compromiso con la sociedad a la que pertenecemos; la excelencia profesional, que nos impulsa a estar en continua preparación y aprendizaje; la lealtad, que tiene siempre cuatro direcciones, y que no debemos confundir con el paternalismo, el servilismo o el falso compañerismo y, por último, el valor más importante de todos, el amor a la Patria, que da sentido trascendental a todo lo que hacemos.

Estos valores son la guía de nuestro comportamiento y son los que nos diferencian de una banda de mercenarios. Porque no somos un ciudadano más. La sociedad a la que pertenecemos, como garantes de su defensa armada, espera de nosotros un comportamiento ejemplar. Y os aseguro que, antes o después, todos nos encontraremos en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre mantener los valores que acabo de enumerar o ceder a comportamientos que se encuentran, cada vez, más visibles en esa misma sociedad y que, desgraciadamente, apuntan en sentido contrario. Pido a Dios que nos ayude entonces a tomar la decisión correcta.

No creo que os haya expuesto nada nuevo. Nada os habrá sorprendido. Los jefes de regimiento somos aves de paso que sólo intentamos contribuir a algo mucho más importante y duradero depositado en la unidad: el servicio incondicional a España. Indudable y generoso. Así que os animo a seguir trabajando. Juntos. A desear, como dijo un cabo mayor que hoy se encuentra en este patio, no a ser los mejores, sino a ganarnos el honor de ocupar ese inhóspito espacio que queda entre ellos y el enemigo, ese hueco reservado sólo a los más valientes.

Pido a María Inmaculada, patrona de la Infantería, que es también Nuestra “Santina”, la Virgen de Covadonga, protectora de nuestro regimiento, que me ayuden a cumplir con mi deber y nos ampare a todos en nuestro servicio a España.

Ahora, queridos componentes del regimiento “Asturias” número 31, ya sabéis lo que podéis esperar de vuestro coronel.

(Mi teniente coronel, manda firmes)

Y por primera vez, al frente de todos vosotros, gritad conmigo: ¡Viva España!, ¡Viva el Rey!, ¡Viva el Ejército!


(Fotografías: Erik Sebastián de Erice Llano)





martes, 2 de marzo de 2021

SIMPLE Y LLANAMENTE, LA GUERRA

Hoy me apetece escribir sobre la esencia de esta bendita profesión militar. Será que hace demasiado tiempo que no me pongo el "mimetizado" y el eco de mis zapatos por los pasillos empieza a encabronarme. Así que me he pegado un rapado poco reglamentario para recordar quien soy y he cogido papel y pluma. Vamos al lío. La esencia de la profesión, sí, porque las operaciones de paz, la ayuda humanitaria, la cooperación con las autoridades civiles en catástrofes…, todo eso, está muy bien y es muy gratificante, pero el fin último del soldado es la guerra. Simplificando hasta el límite y dando carnaza a los del “mili-caca”…, se trata de matar y destruir. Por un motivo justo y honorable a ser posible, pero la guerra. Decía Ortega y Gasset que “un ejército no puede existir cuando se elimina de su horizonte la posibilidad de una guerra” y, como la mayoría de las veces, tenía mucha razón. Sin ese horizonte se convertiría en otra cosa, algo muy cool seguramente y muy moderno, pero completamente inútil cuando viniesen mal dadas. Y sabemos muy bien que la Historia es implacable cuando un pueblo se dedica a los juegos florales. 

“En la guerra no hagas ciencia, haz acción.

En el combate no hagas táctica, haz combate.

Haz la guerra con rabia, con fiereza, ataca, ataca más, ataca siempre. El ataque es una música que hiela los corazones enemigos.

¿Conservar una posición? Sueño de propietarios, no de soldados.

Vencer es cavar la fosa del enemigo allí donde se le encuentre, es hacer del campo de batalla su matadero. El verdadero espíritu de la guerra es el espíritu de destrucción, de muerte. El objeto inmediato del combate no es la victoria, es matar; y no se avanza más que para matar, y no se salta a la garganta del enemigo más que para matar, y se mata hasta que no quede nadie a quien matar”.


Esta cita, dura, me acompaña desde que la leí en primer curso
de la Academia General Militar en un artículo de la revista “Armas y Cuerpos”. Recuerdo que el artículo, muy bueno, era de un cadete de segundo curso, pero no tuve la precaución de anotar el nombre del autor de la cita –un general francés, si no me traiciona la memoria–. Es obvio que mi pensamiento ha evolucionado mucho –si es que alguna vez estuvo ahí– desde esa concepción casi animal de la guerra, pero hay ideas implícitas que permanecen válidas. La primera es la intensidad del combate. Sin ella, sin las pulsaciones disparadas en tu corazón, eres firme candidato a convertirte en “carne picada”. En el mismo sentido, un poco más moderado en su lenguaje aunque igual de directo, se pronunciaba el almirante norteamericano John Fisher al decir que “la esencia de la guerra es la violencia. La moderación ahí es una imbecilidad: Pega primero, pega duro, pega en todas partes”. Ahora bien, esa candidatura de la que hablaba antes a ser el plato del día del Burger King del campo de batalla, se convierte en premio seguro si dejas que la adrenalina te domine. Y esta lección vale igual en una “movida” en un callejón oscuro, que limpiando un reducto del DAESH en Irak. 

Porque aunque el tema sea matar y destruir, como dije al principio, hay que hacerlo con profesionalidad. La intensidad no implica que nos convirtamos en tipos incontrolados –no hay nada peor que llevarte un tipo imprevisible y acelerado de patrulla–, una especie de “chimpancé con dos hachas” que te la lía cuando menos te lo esperas. El general Prim –creo que podemos considerarlo una autoridad en la materia– decía que “el valor es matar y morir, sin odio en el corazón y sin alcohol en la cabeza”. Al verdadero profesional, no le hacen falta “aditamentos”. El valor “Domecq”, como también lo denomina el Capitán Palacios en el libro “Embajador en el Infierno”, es un espejismo más cercano a la temeridad que al valor en sí. Y a los temerarios, mejor tenerlos lejos porque tienen la jodida costumbre de no morir solos…

Es verdad que a veces se transmite una visión romántica o idílica de la guerra, incluso por militares de reconocida solvencia. En una entrevista, el general Patton comentaba que “comparadas con la guerra, todas las demás formas del comportamiento humano son una insignificancia –‘la emoción quebró su voz’, escribía el periodista–. ¡Dios, cómo me gusta!”. Igual sensación tenía el entonces coronel Millán Astray, fundador de La Legión, y así se lo contaba a sus oficiales: “Señores, no hay mejor satisfacción en el mundo ni mejor recompensa que haber terminado con toda felicidad una operación de guerra. Esto supera la sensación que proporciona el mejor cariño, el mayor triunfo de dinero o el más imposible amor de mujer. Ser soldado, señores, es un empleo tan escogido que no existe otro mejor sobre la tierra”. Y, aunque ambos casos puedan considerarse un poco exagerados –los protagonistas tienen características que les imprimen un carácter extraordinario–, algo de verdad tiene que haber. James Martin Davis, combatiente del 75º Regimiento de 
Rangers en Vietnam y actualmente reputado abogado en Omaha, escribía años después de regresar que “gústele a uno o no, el combate representa el momento más intenso en la vida de un hombre. Aunque es difícil de explicar, la primera vez que uno se encuentra en combate, sus temores son normalmente eliminados por las acciones del momento y, por un breve periodo, todo su cuerpo se regenera. Oye y ve más claramente, piensa mejor y se siente mejor que nunca antes. Su cuerpo y sus acciones son controladas por el instinto y por el deseo de sobrevivir”. 

Nayaf. de José Ferre-Clauzel
Porque, volviendo a la cita inicial, para el soldado, el objetivo inmediato de un combate en el que se ve inmerso, de un TIC (
Troops in Contact, como eufemísticamente se le llama ahora), no es el objetivo estratégico, ni el operacional, ni el táctico, ni su bandera, ni su patria…, es sobrevivir. Porque el ser humano tiene esa estúpida manía de amar la vida y el militar no es una excepción. Su instinto, al oír el primer disparo, será ponerse a cubierto. Si está bien instruido, en segundos localizará a su jefe, la situación de sus compañeros, el posible origen del fuego y estará en condiciones de responder. Si no lo está, la tensión y el miedo lo agarrotará y será incapaz siquiera de moverse. Manuel Leguineche, en su magnífico libro “Annual 1921: El desastre de España en el Rif”, deja clara esta cuestión cuando escribe: “Se dice que en el Rif mueren los de temperamento suicida, los valientes y arrojados, los imprudentes, los privados de buena estrella, de la baraka, esa gracia divina, ese influjo beneficioso del que habla el Islam. No es verdad, primero caen los cobardes. En Annual murieron casi todos, hasta los que se hicieron los muertos, los que arrodillados pidieron clemencia y recibieron un tajo de gumía, la daga curva”. El “buenismo” y el talante dialogante en combate no valen una mierda.

Pero es importante dejar claro que el último que quiere ir a la guerra, el último al que le da mucha pereza morir poniéndolo todo perdido, es al militar. Y no me refiero al tipo que se arruga cuando le designan para participar en una misión internacional de esas a las que salimos actualmente, que los hay. Hablo de los soldados “pata negra”, los que han levantado la mano antes de que termines de preguntar que quién se viene a pegar unos tiritos, como Torrente, o al puto infierno a “parchear” a Satán. Ese tío, capaz de derretir el hielo con la mirada, que bajo el fuego y en el mismo minuto cambia el cargador en el penúltimo disparo, coloca un torniquete a su binomio y cubre su evacuación sin que la duda le haga temblar el pulso, ese tío, digo, tiene una mujer o un hijo o una madre o un novio –que a mí eso me la suda–, a los que está deseando volver a ver. Y esos guerreros, cuando por la noche, agarrados al teléfono como si fuera lo único que les une con su vida de verdad, oyen al otro lado un “te quiero” o un “papá”, a esos tíos, se les encoje el corazón, se les anuda la garganta y se les nubla la vista como si no hubiera mañana. Como dijo el escritor argentino José Narosky, “en la guerra no hay soldados ilesos”. Así que nadie me venga con que nos “mola” eso de jugárnosla por la cara…

¿Y por qué escribo todo esto? Primero, porque me apetece. Segundo, porque gran parte de nuestra instrucción y adiestramiento como militares giran en torno al combate. Directamente o indirectamente, porque es nuestro fin último. Y es algo que la sociedad a la que servimos no puede ni debe olvidar. Más aún, debe exigírnoslo ante cantos de sirena de políticos inconscientes que busquen convertirnos en una ONG uniformada. No lo somos. Estamos a miles de putos kilómetros de querer serlo porque, en un estado democrático pleno como el nuestro, somos las Fuerzas Armadas, junto a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las que tenemos la exclusividad del uso de la violencia. Y ambas, cuando reciben del nivel político –que es el único que tiene la potestad de hacerlo– la orden de emplearla, deberían ser implacables. Sí, “grita devastación y suelta a los perros de la guerra”, que diría Shakespeare. Porque el bien a proteger es el bienestar colectivo o puede que la existencia misma como sociedad y, quien decide emplear la fuerza –en ningún sitio se recoge que pueda emplearse para reivindicar nada–, ya sea un país, un grupo o un ciudadano, asume que también puede recibirla. Y luego no vale el rechinar de dientes, que a la guerra hay que ir “llorao”.

Así, seguiremos preparándonos para lo más complicado y exigente y, por eso, seremos capaces de asumir, sin problemas, cualquiera de las “otras” misiones que nos puedan llegar. Y las cumpliremos encantados y más si es en contacto directo con esa sociedad de la que procedemos y a la que servimos. Y mientras, seguiremos adiestrándonos como combatimos. Mucha rutina, mucha repetición, mucho sudor, mucho cansancio, para estar siempre preparados para una situación que no queremos que llegue. Esa es nuestra paradoja. Sin complejos ni temores, porque no somos nosotros los que tenemos que tenerlos.