Volver a mi querido Regimiento “Asturias” 31 me ha traído a la mente muchas imágenes del pasado y al corazón, muchos sentimientos que, como brasas de una hoguera en la madrugada, sólo necesitaban de una suave brisa para avivarse. Fueron años intensos, como estos –mi vida militar nunca ha sido aburrida–, pero vividos con esa especial intensidad de la juventud. Pero hoy no quiero hablar de operaciones especiales, de misiones en el exterior o tipos duros que se afeitan en seco a navaja. Hoy quiero hablar de otra parte de la realidad. De aquellos militares que no se ven –o no se quieren ver– desde fuera. Aquellos que no nos gusta enseñar porque no cuadran en el estereotipo que nosotros mismos queremos vender. Ahí forman el que está pasado de peso, el que tiene una lesión de por vida –APL (Apto con Limitaciones) se llaman– que le impide llevar el ritmo normal de la unidad, el descoordinado hasta el infinito, el que vive “empanao” permanentemente, el de pensamiento al ralentí, el gris, el que todo lo intenta mil veces y mil veces fracasa… Todos ellos forman también cada mañana y son parte intrínseca de las unidades. Es importante que quede claro que a los que me refiero aquí es a aquellos que cumplen, o intentan, al menos, cumplir con sus cometidos. A pesar de todas las dificultades a las que se enfrentan. Los malos, los vagos, los sinvergüenzas, los delincuentes, que desgraciadamente también los tenemos, no se merecen que les escriba una línea y dedico mucho de mi tiempo a que o bien asuman sus responsabilidades y vuelvan al camino correcto o que salgan, con una marca en el trasero, de las Fuerzas Armadas.
Sí, hoy quiero hablarles de un soldado que no usarían para el calendario del periódico Tierra, un tema táctico de fuego real de exhibición o el izado de bandera del Día de la Fiesta Nacional. Pero que fue tan soldado mío, tan de “mi gente” como el mejor. O más. Así que, vamos al lío.
Esta historia comienza en el inicio del milenio, con el servicio militar recién suspendido y una necesidad acuciante de reclutar soldados profesionales que llenaran el vacío dejado por los militares de reemplazo. Digamos que los filtros en aquel momento eran más laxos de lo que deberían haber sido para la exigencia de la vida militar. Y ahí estaba yo, recién llegado de La Legión, el flamante nuevo jefe de la 3ª compañía del Batallón de Infantería Mecanizada “Covadonga” I/31 del Regimiento “Asturias” 31. Todo “ardor guerrero”. Tenía todavía sobre la mesa de mi despacho la calavera de tamaño natural con el chapiri legionario graciosamente ladeado hacia la derecha que, al poco tiempo, el coronel Coll me “insinuó” que retirara. “Matar y destruir” y punto… Era un día soleado y el servicio de cuartel vino a presentarme a los nuevos soldados que entrarían a formar parte de mi compañía. Eran unos treinta. El suboficial, conociéndome, me advirtió antes de que saliera a recibirles: «Mi capitán, en la segunda fila, verá un soldado con una cara muy rara. No se mosquee, no le está haciendo burla, es que es así». «Joder…» –pensé–. En efecto, aunque un poco exagerada, agradecí la advertencia, porque ahí estaba David. La boca entreabierta para poder respirar, la nariz torcida, los ojos caídos, flaco, un poco encorvado… Eso sí, firme como si le fuera a pasar revista el mismísimo general jefe de la brigada “Guadarrama” XII.
Y ahí empezó nuestra relación. Pronto vi que nunca estaría en el «top» por sus habilidades guerreras pero, sin embargo, en todo lo que hacía ponía el máximo empeño, aunque a veces quedara lejos de conseguirlo. Sin una queja o un mal gesto, volvía a la carga. Una y otra vez. Esa actitud me conquistó. Otros mejor dotados tiraban la toalla o se ponían a rajar descompuestos después de apretarles en una «noche toledana». Él, duplicando el esfuerzo que necesitaban los demás, ahí estaba. Siempre me ha gustado conocer a mi gente y aprovechaba los viernes para tomarme unas cervezas en cantina con quien le apeteciera hacerlo. Ahí fui descubriendo lo que había detrás de ese tipo de físico tan complicado. David provenía de un entorno social muy difícil. No sé, en ese su primer alistamiento, cuánto había de vocación y cuánto de escapatoria de un mundo que te envenena por dentro y por fuera, más peligroso que las balas que puedan lloverte vistiendo de uniforme. Tenía ya una enfermedad degenerativa que en aquel momento sólo se reflejaba en una ausencia casi absoluta de fuerza en las manos y poca en los brazos. Las flexiones de barra las hacía apoyándose en las muñecas –en los entrenamientos sus compañeros se las sujetaban para que pudiera hacerlas– y disparaba el fusil metiendo dos dedos en el disparador… No, definitivamente David no era ninguna máquina de matar. Pero ese problema también sacó lo mejor de la gente de la compañía. De paisano usaba camisas con corchetes para facilitar su cierre y apertura, pero el uniforme y las botas eran para él un mundo. Jamás le faltó un compañero (David, Iván…) que le ayudara con los botones o cordones.
Recuerdo de las primeras salidas en el campo de maniobras de la Academia de Infantería de Toledo. En pleno duro invierno castellano, toda la compañía dormíamos juntos, un saco junto a otro, en la nave diáfana de Torremocha, uno de los clásicos cigarrales de la zona. Serían las cuatro de la madrugada cuando el imaginaria, en la oscuridad absoluta, me despertó sobresaltado.
–«¡Mi capitán, mi capitán, Molina se ha muerto!»
–«No me jodas… venga, vamos». Descalzo y en calzoncillos seguí el haz de luz de la linterna del soldado, hasta enfocar la cara de David. La imagen, aunque digna del mejor programa de “Cuarto Milenio” de mi admirado Iker Jiménez, me tranquilizó. En efecto, la boca semiabierta, como era su costumbre para poder respirar, no era lo que más llamaba la atención, sino que tenía también los ojos abiertos y medio en blanco. Inmóvil, bien metido en su saco de dormir, no se apreciaba su respiración. La boca abierta y los ojos dirigidos hacia el oscuro vacío creaban un conjunto que justificaba que nuestro vigilante nocturno se llevara el susto de su vida.
–«¡David!» –le agité un poco para despertarle. –«¡David!».
–«Mi capitán», –reaccionó relativamente rápido–. «Nada, una comprobación, sigue durmiendo, máquina». «Vale» –contestó– y, disciplinado, cumplió la orden…
Pasaba el tiempo y David trabajaba duro –sí, dentro de sus posibilidades– y con esa actitud y su simpatía iba haciéndose un hueco en la compañía. Visto desde fuera y sobre todo para aquellos que no conocen las dinámicas de las unidades operativas, podrían pensar que David era el candidato idóneo para sufrir “mobbing” u otro tipo de acoso laboral. Era todo lo contrario. Su entrega y su forma de ser, tan especial, iba ganándose los corazones de todos los que formábamos la compañía. Y que no se metieran con él… Pronto tuvo un binomio que se convertiría, con el tiempo, en uno de sus amigos más íntimos. Era otro David. Un chaval con unas capacidades físicas sobresalientes que cuidaba de él dentro y, sobre todo, fuera del cuartel. Eran algo más que el ying y el yang.
Mientras, David seguía alimentado el anecdotario. No sé cuándo se ganó, a pulso, su mote: Bombas. Creo que fue en una formación en la que quiso romper filas antes de tiempo… Casi le cuesta un arresto de su jefe de pelotón. Posiblemente, los problemas intestinales fueran una consecuencia de la enfermedad o la medicación. Recuerdo una evacuación en maniobras, en San Gregorio. Llevaba ya varios días sin hacer “aguas mayores” y hubo que trasladarlo al hospital. Allí tuvieron que «trastearle» por detrás para ayudarle. A su vuelta, las primeras palabras al cabo 1º Yáñez –nuestro hermano mayor en la compañía– fueron: «Mi primero, ya sólo me falta volar en globo… Me han metido una “manguera” por detrás». Él era así, capaz de arrancarnos una sonrisa en la situación más jodida con la mayor naturalidad.
Ya he citado el problema que tenía en las manos. Era imposible que pudiera utilizar una pistola con seguridad en una línea de tiro, pero tampoco quería privarle de la experiencia de efectuar, al menos, un disparo con este arma. No es la reglamentaria de todos los puestos, pero procuraba que todos los componentes de la compañía dispararan con todas las armas en dotación. Desde la ametralladora Browning 12.7 hasta el lanzagranadas de 88.9. Así, aprovechando una de las sesiones de tiro de la compañía, me lo cogí aparte y le di la correspondiente teórica. Tuvimos nuestro momento curioso ya que, al no poder tirar directamente de la corredera para montar el arma, intentó hacerlo metiéndosela entre las piernas… «David» –le dije–, «¿Quieres volarte las pelotas?». «No, mi capitán» –contestó–. Y cogiéndola con toda la mano y mucho esfuerzo logró hacer el movimiento. Así que llegó el momento de la verdad, introduje un cartucho en el cargador de la Llama M-82 y empezamos con la secuencia de tiro ensayada en seco. Todo perfecto, pero como mantener la pistola horizontal apuntando al blanco le costaba y le obligaba a forzar la postura en un escorzo imposible, agilicé el trámite: «¡Fuego!». Sonó el disparo, vi la sobreelevación del cañón, en este caso exagerada y la corredera atrás indicando el fin de munición. De repente, David cayó de rodillas y se echó hacia atrás. Bien instruido, había mantenido, aun en esa posición, la pistola apuntando al frente. «¡David!, ¿estás bien?, ¿qué te pasa?» – le dije mientras le cogía la pistola. Todavía desde el suelo, me miró, sonrió y dijo: «¡Qué susto, mi capitán!». Nunca sabré si se quedó conmigo ese día, aunque sospecho que fue una buena vacilada…
Perfectamente asentado ya en la compañía, llegó el momento de la renovación de su compromiso con el Ejército. Las circunstancias habían cambiado y ya no existía la presión de captación de años anteriores. Me llamó un comandante de la Plana de Mayor de Mando para decirme que era el momento de deshacerse de David. «Ni de coña» –respondí contundente–. «Es posible que el soldado Molina nunca debiera haber ingresado en el Ejército, pero ese no es mi problema. Lo que sí sé es que ahora, después de trabajar duro estos años, no seré yo quien proponga su expulsión». Mi informe salió favorable a la renovación y creo que bien argumentado. Para su suerte, y la nuestra, en esto me hicieron caso desde arriba…
David me acompañó en una actividad bilateral en Marruecos donde hizo un gran papel en el tema táctico combinado que hicimos y también vino, encuadrado en el Subgrupo Táctico “Matanzas”, a nuestra misión en Bosnia-Herzegovina como parte de SPAGT-XVIII. Los aspirantes para ir de misión siempre son muchos más que las vacantes existentes. David fue por derecho propio. Lo encuadré a propuesta de su teniente y su sargento 1º, jefes directos. ¿Cómo puede ser eso?, puede que se pregunte alguno de ustedes a la vista de lo contado hasta ahora. He hablado antes de las dinámicas que hay en las unidades. Cada operación es un mundo, con unas exigencias diferentes, y cada unidad mide y equilibra las capacidades que necesita. Vivir seis meses 24/7 requiere una cohesión especial. Una unidad formada sólo por killers –sin ningún otro atributo destacable– no era lo que necesitaba un escenario de relativa calma como era aquél. El equilibrio era imprescindible. Al lado de ese killer puro (es verdad que muchas veces ambos roles coinciden en la misma persona) hacen falta compañeros que saben escuchar, que saben reír o llorar –según toque– y que están, siempre, dispuestos a echar un cable en esas tareas menos operativas. Ese era David. Un crack –dos grandísimos suboficiales hoy en día, Antonio y Sergio, eran soldados también en aquel 1º pelotón de la II sección y ellos no me dejarían mentir–. Recuerdo cuando inauguramos nuestro “rincón de descanso” en la base de Mostar-España. Con un pijama teñido de rojo, la cara roja, unos cuernos y un tridente, se disfrazó de diablo. Flipé cuando lo vi. Quedamos que cuando viniera el coronel, él le daría novedades. Y así lo hizo: “A la orden de usía, mi coronel, sin novedad en el infierno”. Por supuesto, provocó una sonrisa en el coronel Piñar y una rápida bendición del páter Ángel –quien le impartía la catequesis de bautismo, que recibió ya estando destinado en la base “General Cavalcanti”.
Fue a la vuelta de esa misión cuando me incorporé al Mando de Operaciones Especiales. Recuerdo el par de despedidas de mi “núcleo duro”, mis chicos de la 3ª, entre los que estaba, incombustible, David. Recuerdo el banderín de la compañía que me regalaron durante la cena, alabarda incluida –¡No quiero pensar la pasta que se gastaron!. También, en la última salida, cómo el corazón me latía cada vez más fuerte, consciente de que ahí se acababa algo irrepetible. En esos cuatro años había pasado con ellos más tiempo que con mi propia mujer –me casé en 1999, año en el que llegué al regimiento, y me fui en el 2002–. Llegamos al último garito. Ya unos pocos, los irreductibles. Y ahí estaba, también, David. Una copa más y llegó el momento del adiós. Fui dando un abrazo a cada uno de ellos. Un nudo en la garganta y los ojos empantanados. Llegué a David. Me abrazó, desconsolado, y me dijo: «¿Qué va a ser de mí ahora, mi capitán?» Las lagrimas cayeron ya sin disimulo por mis mejillas porque, como dice Dani Martín en su canción Dieciséis añitos, «los valientes son los que saben llorar con la cara descubierta». No recuerdo exactamente mis palabras, pero sé que le dije que tenía a la compañía, y a mí, allí dónde estuviese, y que al próximo capitán se lo ganaría enseguida porque era un grandísimo soldado. Y así fue. En el “Asturias” y en “Cavalcanti”.
Difícilmente se puede entender la 3ª compañía en aquel tiempo sin su presencia. Difícilmente se puede entender el lema “no seremos los mejores, pero sí los más valientes” sin conocerle. Difícilmente se puede entender el coronel que soy ahora si no hubiera tenido a David conmigo. Posiblemente me enseñó más él a mí que yo a él. Tuve la suerte de coger ese periodo inicial de su vida militar, esos primeros cuatro años, pero sé que el resto de su vida, en el Asturias 31 y en la Unidad de Servicios de Base “General Cavalcanti” siguió dejando la misma huella que yo me llevé de él. Hasta el último momento. Hasta aquel triste diciembre de 2019, en el que murió siendo soldado, en casa del que fue su binomio en la compañía, su padrino de bautismo y su más fiel amigo. Hasta el mismísimo Ejército, tan impersonal y cruel muchas veces, le reconoció públicamente sus méritos y se despidió de él como merecía.
Y sé que, como a otros muchos, esa muesca que David me dejó en el corazón me acompañará hasta que me toque a mí también dar ese último salto de la muerte a la Vida. Y, al otro lado, David, junto a César, Santi, Félix… me estarán esperando con unas jarras heladas para echar unas risas y recordar esos tiempos en la 3ª compañía, cuando éramos inmortales.