«Estamos viviendo un periodo en el que nadie quiere soportar ningún dolor, en el que se pretenden guerras sin bajas, en el que nadie quiere asumir el menor riesgo. No queremos hacer los cambios necesarios porque pueden traernos algún contratiempo. No es un gran día para los héroes»[1].
Hacía tiempo que quería escribir algo sobre mi concepto del mando y creo que ha llegado el momento. Quizá sea por lo mucho que lo echo de menos, ahora que vivo a la sombra de un ordenador y lo más peligroso que me puede pasar es que se me despunte el lápiz. Decía Villamartín que «de todas las tropas, la nuestra es la menos sensible a la elocuencia militar»[2]. Tampoco estas líneas pretenden ser un modelo de arenga escrita. Poco sentido tendría en este foro. No son más que las reflexiones que, sobre el mando y el liderazgo, hace un oficial a mitad de su carrera militar. Y si de paso inyecto con él una cápsula de moral en estos tiempos complicados a alguno que pase por aquí, daré por más que bien empleado el tiempo invertido en escribirlas.
No busque el lector en estas líneas sesudas disertaciones sobre el liderazgo que tan de moda se han puesto últimamente. Tampoco pretendo volcar aquí las teorías de liderazgo “creativo” que, trasladadas del ámbito civil, han buscado su sitio entre la milicia (sin entender muchas veces que difícilmente un director general conducirá a su plantilla a matar y a morir). Sólo son ideas, fruto de mi limitada experiencia, que buscan entretener, recordar (y recordarme) de dónde venimos y lo que somos, más que sentar cátedra de cualquier tipo.
Siendo cadete en la Academia General Militar de Zaragoza, pude leer una cita en la pared de una de sus aulas que atraía mi mirada hasta ensimismarme y que sin embargo, sin saber por qué, me transmitía intranquilidad. Decía así: «La recompensa del Capitán no consiste en las notas del Comandante, sino en la mirada de sus hombres»[3]. Con la "inocencia" de los veinte años, la frase no me parecía lógica, ya que consideraba ambos aspectos perfectamente compatibles. El capitán que es reconocido por sus hombres, recibe buenas notas de su comandante. Sencillo. Sin embargo, si era así, ¿por qué escribir tal obviedad? Y lo que era más preocupante aún, si era obvio, ¿por qué había pasado a la posteridad? Eran los tiempos en los que buscaba desesperadamente mis modelos militares, mis líderes, más cerca del heroísmo extraordinario que aquél que exige el día a día; porque, salvando las distancias, en nuestro quehacer diario se cumple en demasiadas ocasiones aquello que decía el capitán Palacios en su cautiverio en Rusia: «Era la eterna canción española. El valiente, que sabe morir por un ideal y no sabe, en cambio, vivir defendiéndolo»[4].
Definitivamente, no hay muchos héroes del día a día. Estamos hartos de verlo. Somos capaces de lo mejor y, al minuto siguiente, de sumergirnos en la más absoluta mediocridad. Pero volviendo al tema, la verdad es que disfrutaba en mi búsqueda, porque la Historia militar española, que es como decir la Historia de España, está jalonada por continuos episodios de heroísmo: abnegado y sin elección en muchos casos; frío y meditado en otros; en soledad en unas ocasiones y colectivo otras; pero con un denominador común que es la calidad humana que rebosa, y que confirma aquello de que «en España, los hombres son obras de arte. Ellos son los poemas; ellos los cuadros; ellos los monumentos. Su preeminencia es enorme, pero en este sentido: preeminencia de carácter. En esto, creo que ellos no han sido superados por nadie e igualados únicamente por los antiguos romanos»[5].
Pero entre lectura y lectura siempre aparecía esa maldita cita de la Academia. ¿Qué recompensa recibieron nuestros héroes militares? Las dos, ¿no? «El Capitán Llorens me despidió a toda prisa. Me entregó un talego de ropa usada. "Toma –me dijo–. Si puedes llegar a la plaza les dices a mi mujer y a mi hija que me han matado, que he corrido la misma suerte que papá. Y tú escapa, corre hacia la vía del ferrocarril". En la huida, al menos en su primera parte, el Capitán, que tiraba muy bien, nos protegió, cubrió la retirada para salvarnos»[6].
La veteranía es un grado y con el paso del tiempo empecé a entender la cita de Larrouy. Desde un punto de vista puramente físico, para el hombre mirar hacia arriba y hacia abajo al mismo tiempo es prácticamente imposible. El camaleón sí, pero el hombre, aunque sea militar, no. En el ejercicio del mando pasa algo parecido. Estar constantemente preocupados en satisfacer a nuestros jefes difícilmente nos permitirá velar adecuadamente por el bienestar de nuestros subordinados. «Yo no tengo más familia que mi madre en España, y en Rusia, mi Capitán»[7].
George S. Patton |
[1] Morton Abramowitz. Asesor del Gobierno Bush. Presidente de la Fundación Carnegie.
[2] Francisco de Villamartín. “Nociones del Arte Militar”.
[3] Larrouy
[4] Torcuato Luca de Tena. “Embajador en el Infierno”.
[5] William Somerset Maugham
[6] R. Fernandez de la Reguera y S. March. “El desastre de Annual”
[7] Torcuato Luca de Tena. “Embajador en el Infierno”.
[9] Diccionario de la Lengua Española. Vigésimo segunda edición.
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