sábado, 25 de diciembre de 2021

VUELVO A CASA. REGIMIENTO ASTURIAS 31

Un discurso puede ser nada más que eso, un discurso. Pueden ser palabras vacías que no van a ningún lado –lo más frecuente–, pero también pueden forzar el giro en una situación delicada o hacerse un hueco en la Historia. Para los soldados de línea como yo, todo es más sencillo. Usamos arengas más o menos improvisadas para calentar los corazones en momentos determinados y algún discurso institucional en aniversarios o celebraciones puntuales.

Pero hay una ocasión que podríamos denominar "especial". Es el discurso que se pronuncia en la toma de mando de una unidad. Es la primera vez que sus componentes escuchan al que será su jefe y no se puede desperdiciar esa oportunidad. Es el momento de decirles, directamente, lo que pueden esperar de él. Es un compromiso público, casi un pacto. Y yo cuelgo el mío aquí, como ya hice una vez. Y de la misma forma que entonces, al final, si Dios quiere que termine mis dos años de mando,  posiblemente no haya ni premio ni castigo, sea cual sea el resultado. Sólo quedará la íntima satisfacción del deber cumplido o la amarga sensación del fracaso. 


Componentes del regimiento de Infantería “Asturias” 31.

Vuelvo a casa. Casi veinte años después, vuelvo a pisar este patio en el que tantas veces formé de capitán. Y aunque ni yo soy ya ese oficial joven e impetuoso, ni el regimiento es la misma unidad que dejé en aquel lejano 2002, mantengo el mismo orgullo por llevar esta boina negra. En esta semana intensa de relevo, he tenido la oportunidad de volver a sentir ese espíritu tan especial, el del “Asturias”.

Espíritu forjado a sangre y fuego durante 358 años de historia. 358 años combatiendo en todos los conflictos acaecidos en suelo patrio y en aquellos que surgieron en Italia, Dinamarca, Francia, Portugal, Cuba, México, Colombia, Antillas, Argelia, Marruecos... 358 años en los que se fraguó una forma de ser y de actuar, cristalizada, tras la campaña del Rosellón, en un sobrenombre, “El Cangrejo”, y un lema, que es fácil de decir pero que sólo los elegidos pueden cumplir: “Al enemigo, la espalda, jamás”. Y aquí seguiremos, sin dar la espalda, ni al enemigo, ni a las adversidades, ni a los problemas.

Vuelvo, pues, con el inmenso honor y la grandísima responsabilidad de ponerme al frente de todos vosotros y creo que merecéis saber, desde ya mismo, lo que podéis esperar de mí.

Mi misión no es mandar los batallones, ni las compañías. Eso ya lo hice en su momento. Como vuestro coronel, mi misión será que cada batallón, cada compañía y, por ende, todos y cada uno de vosotros, estéis en el más alto grado de preparación, operatividad y moral que sea posible, para que cuando nuestro general así lo requiera, cuente con unidades capaces de afrontar cualquier misión. La que sea. Desde desinfectar residencias de la tercera edad, patrullar las calles de nuestras

poblaciones o acompañar los féretros de nuestros compatriotas hasta instruir unidades extranjeras, proteger fronteras lejanas o, Dios no lo quiera, combatir hasta dar la vida al otro lado del mundo. Esa sí es mi misión y a ella me dedicaré en cuerpo y alma.

Y para cumplirla, tres son los pilares en los que procuraré apoyaros e impulsaros:

La instrucción y el adiestramiento,

El mantenimiento y la operatividad de los materiales,

Y la moral y el bienestar de todos.

Primero, la instrucción y el adiestramiento, que deberán ser progresivos, intensos y constantes. Sin prisas a la hora de alcanzar los objetivos, pero sin pausas injustificadas. Nada que no estéis haciendo ya. Todos, y digo todos, porque el fuego no sabe de galones ni de estrellas, compartiremos una imprescindible buena condición física y una interiorizada instrucción individual. Ambos, junto con los valores morales de los que hablaré más tarde, son los sólidos cimientos sin los que es imposible mantener una buena unidad. Seguiremos trabajando también en la especialización, a todos los niveles, porque es la que nos da el verdadero valor añadido. Cada uno, en su puesto táctico, forma parte de un engranaje mayor y todos sabéis que la fortaleza del conjunto es la de su componente más débil. Instrucción realista, porque nuestra vocación será, siempre, estar preparados para el combate. Afrontando ese escenario, lo demás vendrá por añadidura. Instrucción dura y realista, sí, pero con una premisa: ningún ejercicio en tiempo de paz vale la vida de un soldado.

Pero dejadme que me detenga, ahora, en aquellos que tenéis responsabilidades de mando. Desde mis apreciados cabos a los veteranos tenientes coroneles. Prestigio, ejemplaridad, templanza, iniciativa, resolución... Más iniciativa... Eso es lo que espero de vosotros. Aprended a interpretar el propósito de vuestros jefes más allá de sus palabras o las líneas de una orden de operaciones. Ante la duda o la ausencia de instrucciones, pensad, analizad rápido la situación y actuad, porque estáis preparados para ello. Usad vuestra intuición. Con responsabilidad, porque siempre se nos pedirán cuentas de nuestras acciones y omisiones, pero actuad. No decidir es siempre la decisión equivocada. Aprovechad aquellos momentos del adiestramiento en los que las consecuencias de nuestros fallos se minimizan, para redoblar vuestra audacia. Perded el miedo al error honrado, aquel que es fruto del trabajo, no de la desidia, de la mentira, de la cobardía o de la inacción, porque es la única forma de aprender y mejorar. La confianza que ganéis hoy podrá salvar vidas mañana.

Y sabemos también que no podemos combatir solos. Como unidad de maniobra necesitaremos siempre de apoyos y capacitadores. Por ello, a los jefes de las unidades hermanas, entre las que incluyo a la Unidad de Servicios de Base, os ofrezco desde ya nuestra colaboración y os pido encarecidamente vuestra ayuda para seguir avanzando en una mejor integración si cabe. Juntos, contribuiremos a que nuestro general cuente con una brigada más eficaz, cohesionada y, por qué no, más letal.

El segundo pilar será la operatividad de los materiales. A combatir iremos con lo que la Patria ha puesto bajo nuestra responsabilidad. Exprimiremos la munición, el carburante, el potencial... nuestro armamento y equipo, nuestros vehículos PIZARRO y nuestros TOA. Es lo que tenemos y no me gustaría que nadie perdiera el tiempo fantaseando con lo que pueda venir en el futuro. Así que nos esmeraremos en su cuidado. El mantenimiento de primer escalón es parte esencial de la preparación y los dos batallones lo lleváis en vuestro ADN. Cuidad a los especialistas y colaborad con ellos, porque os sacarán de muchos problemas en situaciones difíciles en ejercicios y operaciones.

Sé también de nuestras carencias. En efecto, son tiempos complicados y el panorama presupuestario parece que no deja mucho espacio al optimismo. Pero os digo que, en realidad, en más de treinta años de servicio no recuerdo un tiempo fácil. Y siempre hemos avanzado a pesar de las penurias, porque nuestro compromiso con la Patria está por encima de todo. Os pido, pues, que borréis de vuestra mente cualquier atisbo de pesimismo que os aleje de la seguridad de que, cuando un militar español se empeña, triunfa siempre.

Y tercero, mi responsabilidad más importante, vosotros, los militares del “Asturias”. Sois el pilar principal, sin el que los dos anteriores carecen de sentido. Escuchad bien lo que os voy a decir: En vuestro día a día rutinario, cuidad de vuestras familias, cuidad a vuestros amigos, cuidad de vuestra salud. Como vuestro coronel, ordenaré y haré todo lo que esté en mi mano para apoyaros en esto. No por paternalismo, que siempre se convierte en nocivo. Lo haré, porque, cuando llegue el momento, cuando toque desplegar fuera, cuando lleguen las maniobras en las que se fija y cataliza toda la instrucción y el adiestramiento recibido o nos toque representar a España, al Ejército y a la brigada, no os lo pediré, os exigiré que deis el máximo de vuestro potencial. Este es mi compromiso y estoy seguro de que los hechos por venir harán que me gane vuestra confianza.

Porque no soy ningún ingenuo. Sé que son diversas las motivaciones que os traen a servir a España en el Ejército. En esas filas os mezcláis los que vivís vuestra vocación militar con toda intensidad, los que sólo os atrae la parte mas dinámica y aventurera de la profesión y aquellos que únicamente buscáis una salida laboral. Pero hay dos cosas que nos unifican y nos obligan a todos, querámoslo o no: El uniforme que llevamos, signo visible de lo que un día juramos al besar la Bandera y la herencia recibida de los que aquí nos precedieron. Ambos nos exigen ejercer y mantener una serie de valores, inseparables a nuestra condición militar. Los conocéis muy bien:

La disciplina, alma del Ejército, que nos obliga a todos por  igual; el compañerismo, que es más que acompañar, es compartir alegrías, sacrificios y riesgos; la ejemplaridad, sin la que es imposible ejercer el mando y que, para todos, va más allá del tiempo de servicio; el honor, que es lo que nos queda, cuando ya no queda nada; el valor, templado y racional, alejado de la temeridad suicida; el espíritu de sacrificio que con abnegación, austeridad y entrega, nos lleva a afrontar las penalidades en beneficio del conjunto; el sentido del deber, que guía nuestras acciones cuando la duda nos asalta; el espíritu de servicio, que es nuestro compromiso con la sociedad a la que pertenecemos; la excelencia profesional, que nos impulsa a estar en continua preparación y aprendizaje; la lealtad, que tiene siempre cuatro direcciones, y que no debemos confundir con el paternalismo, el servilismo o el falso compañerismo y, por último, el valor más importante de todos, el amor a la Patria, que da sentido trascendental a todo lo que hacemos.

Estos valores son la guía de nuestro comportamiento y son los que nos diferencian de una banda de mercenarios. Porque no somos un ciudadano más. La sociedad a la que pertenecemos, como garantes de su defensa armada, espera de nosotros un comportamiento ejemplar. Y os aseguro que, antes o después, todos nos encontraremos en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre mantener los valores que acabo de enumerar o ceder a comportamientos que se encuentran, cada vez, más visibles en esa misma sociedad y que, desgraciadamente, apuntan en sentido contrario. Pido a Dios que nos ayude entonces a tomar la decisión correcta.

No creo que os haya expuesto nada nuevo. Nada os habrá sorprendido. Los jefes de regimiento somos aves de paso que sólo intentamos contribuir a algo mucho más importante y duradero depositado en la unidad: el servicio incondicional a España. Indudable y generoso. Así que os animo a seguir trabajando. Juntos. A desear, como dijo un cabo mayor que hoy se encuentra en este patio, no a ser los mejores, sino a ganarnos el honor de ocupar ese inhóspito espacio que queda entre ellos y el enemigo, ese hueco reservado sólo a los más valientes.

Pido a María Inmaculada, patrona de la Infantería, que es también Nuestra “Santina”, la Virgen de Covadonga, protectora de nuestro regimiento, que me ayuden a cumplir con mi deber y nos ampare a todos en nuestro servicio a España.

Ahora, queridos componentes del regimiento “Asturias” número 31, ya sabéis lo que podéis esperar de vuestro coronel.

(Mi teniente coronel, manda firmes)

Y por primera vez, al frente de todos vosotros, gritad conmigo: ¡Viva España!, ¡Viva el Rey!, ¡Viva el Ejército!


(Fotografías: Erik Sebastián de Erice Llano)





martes, 2 de marzo de 2021

SIMPLE Y LLANAMENTE, LA GUERRA

Hoy me apetece escribir sobre la esencia de esta bendita profesión militar. Será que hace demasiado tiempo que no me pongo el "mimetizado" y el eco de mis zapatos por los pasillos empieza a encabronarme. Así que me he pegado un rapado poco reglamentario para recordar quien soy y he cogido papel y pluma. Vamos al lío. La esencia de la profesión, sí, porque las operaciones de paz, la ayuda humanitaria, la cooperación con las autoridades civiles en catástrofes…, todo eso, está muy bien y es muy gratificante, pero el fin último del soldado es la guerra. Simplificando hasta el límite y dando carnaza a los del “mili-caca”…, se trata de matar y destruir. Por un motivo justo y honorable a ser posible, pero la guerra. Decía Ortega y Gasset que “un ejército no puede existir cuando se elimina de su horizonte la posibilidad de una guerra” y, como la mayoría de las veces, tenía mucha razón. Sin ese horizonte se convertiría en otra cosa, algo muy cool seguramente y muy moderno, pero completamente inútil cuando viniesen mal dadas. Y sabemos muy bien que la Historia es implacable cuando un pueblo se dedica a los juegos florales. 

“En la guerra no hagas ciencia, haz acción.

En el combate no hagas táctica, haz combate.

Haz la guerra con rabia, con fiereza, ataca, ataca más, ataca siempre. El ataque es una música que hiela los corazones enemigos.

¿Conservar una posición? Sueño de propietarios, no de soldados.

Vencer es cavar la fosa del enemigo allí donde se le encuentre, es hacer del campo de batalla su matadero. El verdadero espíritu de la guerra es el espíritu de destrucción, de muerte. El objeto inmediato del combate no es la victoria, es matar; y no se avanza más que para matar, y no se salta a la garganta del enemigo más que para matar, y se mata hasta que no quede nadie a quien matar”.


Esta cita, dura, me acompaña desde que la leí en primer curso
de la Academia General Militar en un artículo de la revista “Armas y Cuerpos”. Recuerdo que el artículo, muy bueno, era de un cadete de segundo curso, pero no tuve la precaución de anotar el nombre del autor de la cita –un general francés, si no me traiciona la memoria–. Es obvio que mi pensamiento ha evolucionado mucho –si es que alguna vez estuvo ahí– desde esa concepción casi animal de la guerra, pero hay ideas implícitas que permanecen válidas. La primera es la intensidad del combate. Sin ella, sin las pulsaciones disparadas en tu corazón, eres firme candidato a convertirte en “carne picada”. En el mismo sentido, un poco más moderado en su lenguaje aunque igual de directo, se pronunciaba el almirante norteamericano John Fisher al decir que “la esencia de la guerra es la violencia. La moderación ahí es una imbecilidad: Pega primero, pega duro, pega en todas partes”. Ahora bien, esa candidatura de la que hablaba antes a ser el plato del día del Burger King del campo de batalla, se convierte en premio seguro si dejas que la adrenalina te domine. Y esta lección vale igual en una “movida” en un callejón oscuro, que limpiando un reducto del DAESH en Irak. 

Porque aunque el tema sea matar y destruir, como dije al principio, hay que hacerlo con profesionalidad. La intensidad no implica que nos convirtamos en tipos incontrolados –no hay nada peor que llevarte un tipo imprevisible y acelerado de patrulla–, una especie de “chimpancé con dos hachas” que te la lía cuando menos te lo esperas. El general Prim –creo que podemos considerarlo una autoridad en la materia– decía que “el valor es matar y morir, sin odio en el corazón y sin alcohol en la cabeza”. Al verdadero profesional, no le hacen falta “aditamentos”. El valor “Domecq”, como también lo denomina el Capitán Palacios en el libro “Embajador en el Infierno”, es un espejismo más cercano a la temeridad que al valor en sí. Y a los temerarios, mejor tenerlos lejos porque tienen la jodida costumbre de no morir solos…

Es verdad que a veces se transmite una visión romántica o idílica de la guerra, incluso por militares de reconocida solvencia. En una entrevista, el general Patton comentaba que “comparadas con la guerra, todas las demás formas del comportamiento humano son una insignificancia –‘la emoción quebró su voz’, escribía el periodista–. ¡Dios, cómo me gusta!”. Igual sensación tenía el entonces coronel Millán Astray, fundador de La Legión, y así se lo contaba a sus oficiales: “Señores, no hay mejor satisfacción en el mundo ni mejor recompensa que haber terminado con toda felicidad una operación de guerra. Esto supera la sensación que proporciona el mejor cariño, el mayor triunfo de dinero o el más imposible amor de mujer. Ser soldado, señores, es un empleo tan escogido que no existe otro mejor sobre la tierra”. Y, aunque ambos casos puedan considerarse un poco exagerados –los protagonistas tienen características que les imprimen un carácter extraordinario–, algo de verdad tiene que haber. James Martin Davis, combatiente del 75º Regimiento de 
Rangers en Vietnam y actualmente reputado abogado en Omaha, escribía años después de regresar que “gústele a uno o no, el combate representa el momento más intenso en la vida de un hombre. Aunque es difícil de explicar, la primera vez que uno se encuentra en combate, sus temores son normalmente eliminados por las acciones del momento y, por un breve periodo, todo su cuerpo se regenera. Oye y ve más claramente, piensa mejor y se siente mejor que nunca antes. Su cuerpo y sus acciones son controladas por el instinto y por el deseo de sobrevivir”. 

Nayaf. de José Ferre-Clauzel
Porque, volviendo a la cita inicial, para el soldado, el objetivo inmediato de un combate en el que se ve inmerso, de un TIC (
Troops in Contact, como eufemísticamente se le llama ahora), no es el objetivo estratégico, ni el operacional, ni el táctico, ni su bandera, ni su patria…, es sobrevivir. Porque el ser humano tiene esa estúpida manía de amar la vida y el militar no es una excepción. Su instinto, al oír el primer disparo, será ponerse a cubierto. Si está bien instruido, en segundos localizará a su jefe, la situación de sus compañeros, el posible origen del fuego y estará en condiciones de responder. Si no lo está, la tensión y el miedo lo agarrotará y será incapaz siquiera de moverse. Manuel Leguineche, en su magnífico libro “Annual 1921: El desastre de España en el Rif”, deja clara esta cuestión cuando escribe: “Se dice que en el Rif mueren los de temperamento suicida, los valientes y arrojados, los imprudentes, los privados de buena estrella, de la baraka, esa gracia divina, ese influjo beneficioso del que habla el Islam. No es verdad, primero caen los cobardes. En Annual murieron casi todos, hasta los que se hicieron los muertos, los que arrodillados pidieron clemencia y recibieron un tajo de gumía, la daga curva”. El “buenismo” y el talante dialogante en combate no valen una mierda.

Pero es importante dejar claro que el último que quiere ir a la guerra, el último al que le da mucha pereza morir poniéndolo todo perdido, es al militar. Y no me refiero al tipo que se arruga cuando le designan para participar en una misión internacional de esas a las que salimos actualmente, que los hay. Hablo de los soldados “pata negra”, los que han levantado la mano antes de que termines de preguntar que quién se viene a pegar unos tiritos, como Torrente, o al puto infierno a “parchear” a Satán. Ese tío, capaz de derretir el hielo con la mirada, que bajo el fuego y en el mismo minuto cambia el cargador en el penúltimo disparo, coloca un torniquete a su binomio y cubre su evacuación sin que la duda le haga temblar el pulso, ese tío, digo, tiene una mujer o un hijo o una madre o un novio –que a mí eso me la suda–, a los que está deseando volver a ver. Y esos guerreros, cuando por la noche, agarrados al teléfono como si fuera lo único que les une con su vida de verdad, oyen al otro lado un “te quiero” o un “papá”, a esos tíos, se les encoje el corazón, se les anuda la garganta y se les nubla la vista como si no hubiera mañana. Como dijo el escritor argentino José Narosky, “en la guerra no hay soldados ilesos”. Así que nadie me venga con que nos “mola” eso de jugárnosla por la cara…

¿Y por qué escribo todo esto? Primero, porque me apetece. Segundo, porque gran parte de nuestra instrucción y adiestramiento como militares giran en torno al combate. Directamente o indirectamente, porque es nuestro fin último. Y es algo que la sociedad a la que servimos no puede ni debe olvidar. Más aún, debe exigírnoslo ante cantos de sirena de políticos inconscientes que busquen convertirnos en una ONG uniformada. No lo somos. Estamos a miles de putos kilómetros de querer serlo porque, en un estado democrático pleno como el nuestro, somos las Fuerzas Armadas, junto a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las que tenemos la exclusividad del uso de la violencia. Y ambas, cuando reciben del nivel político –que es el único que tiene la potestad de hacerlo– la orden de emplearla, deberían ser implacables. Sí, “grita devastación y suelta a los perros de la guerra”, que diría Shakespeare. Porque el bien a proteger es el bienestar colectivo o puede que la existencia misma como sociedad y, quien decide emplear la fuerza –en ningún sitio se recoge que pueda emplearse para reivindicar nada–, ya sea un país, un grupo o un ciudadano, asume que también puede recibirla. Y luego no vale el rechinar de dientes, que a la guerra hay que ir “llorao”.

Así, seguiremos preparándonos para lo más complicado y exigente y, por eso, seremos capaces de asumir, sin problemas, cualquiera de las “otras” misiones que nos puedan llegar. Y las cumpliremos encantados y más si es en contacto directo con esa sociedad de la que procedemos y a la que servimos. Y mientras, seguiremos adiestrándonos como combatimos. Mucha rutina, mucha repetición, mucho sudor, mucho cansancio, para estar siempre preparados para una situación que no queremos que llegue. Esa es nuestra paradoja. Sin complejos ni temores, porque no somos nosotros los que tenemos que tenerlos.


sábado, 6 de febrero de 2021

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! EPÍLOGO

Kabul International Airport. Diciembre 2012
Os escribo hoy este último correo desde una litera de transeúnte, en la base de Herat, preparado para volver mañana a casa. Y escribo porque, aunque pueda parecer ridículo estando a horas de veros, hay cosas que no quiero dejar de deciros. Los que empezamos a ser viejos en el oficio de las armas sabemos que la misión no termina hasta que entras por la puerta de tu casa.

Mi querido amigo Alberto.
"Paraca" y artillero.

No estoy eufórico, ni pletórico ni nada por el estilo. Sería de mala educación para los que siguen trabajando aquí. Estoy tranquilo, relajado y el punto de alegría, que sin duda existe, lo guardo para mí. He comido y dormido muy bien estos dos días, he paseado bajo el impresionante cielo estrellado del blackout de Camp Arena, he visitado regularmente el gimnasio para soltar la tensión que pudiera quedar y, ahora, paso un rato con vosotros. Pensaréis que el hecho de que hayáis leído mis correos de poco pudo ayudarme, pero estáis muy equivocados. Ya sabéis que escribir, para mí, es terapéutico. Si encima alguien te lee es como el chiste ese del que le gustaba jugar al póker y perder… Sí, que me leáis y, sobre todo, que me entendáis es la leche. 

Han sido seis meses duros. Supongo que habré tenido mis cagadas –sobre todo con ese idioma inglés del demonio–, pero creo que he hecho un papel más que digno aquí. Como dijo alguien, me he dejado “la piel en el pellejo” en este tiempo y eso me da derecho a dormir con la conciencia muy tranquila. Creo que así lo atestiguan la exagerada evaluación de final de misión que me han hecho mis jefes directos –quien la lea pensará que soy la versión “calé” del Capitán América–; las palabras cariñosísimas del extraordinario coronel “Duke” en mi despedida; una felicitación por escrito del general de dos estrellas Raymond A. Thomas III, que manda aquí sobre todas las operaciones especiales de la OTAN; una propuesta de mi admirado Rob, el sargento mayor de mi cuartel general –ISAF SOF– para recibir una condecoración norteamericana; y la bronca cariñosa del general senior español por ser demasiado crudo y directo en mi informe final de misión.

Ahora lo único que espero es que estos seis meses intensos sólo me hayan hecho mella física –me dejo nueve kilos en este país– y que mi equilibrio psicológico siga intacto –o igual de jodido que cuando llegué, que para los que venimos “tocados” de fábrica ya está bien–. En los próximos meses lo sabré. Ahora toca recordar y dejar que el tiempo haga su trabajo difuminando los malos momentos –aunque haya imágenes que jamás olvidaré– y puliendo y guardando los buenos en ese rincón especial de la memoria que todos tenemos. 

Porque sin duda alguna recordaré la extraña sensación, mezcla de tensión e impotencia, que tienes al vivir una operación mirando una pantalla; el giro en el estómago durante los aterrizajes y despegues brutales del C-130; la sensación de poderío al oír las ráfagas de prueba de las ametralladoras del Blackhawk al salir de misión; el ensordecedor sonido de las “chicharras” de alerta por toda la base, acompañado del “incoming, incoming, incoming!” de los altavoces; el caos de la conducción en Kabul y, sobre todo, sentir cómo se te encoje y endurece el corazón al ver las imágenes de destrucción que dejan los atentados y ataques de los talibanes.

Recordaré a los niños afganos. Los que vi por las calles de Kabul y los que desgraciadamente llegaban en los informes diarios. La evolución ha hecho que las guerras las hagamos los profesionales por algo. Principalmente, porque estamos sujetos a unas leyes, unas normas, unos códigos y, especialmente, a una ética. Y sí, vale, cabrones con los “cables pelados” también tenemos en los ejércitos, pero la experiencia dice que suelen acabar en la cárcel, expulsados o muertos por el fuego, normalmente, propio. Pero la guerra, cuando la hace “cualquiera”, no entiende de barcos. En esa guerra irregular, la premisa principal, el lema contrario a toda esa ética que nombré antes, es “el fin justifica los medios”. Esta frase de mierda la conocemos muy bien en España. La hemos oído en boca de terroristas y de los pseudopolíticos que los justifican. Y así, aquí es aceptable usar un niño con una bicicleta bomba, porque el resultado será una decena de soldados muertos. Es aceptable matar a los profesores de una escuela o envenenar el pozo del que beben las alumnas, porque, durante mucho tiempo, en esa zona nadie más mandará a una niña a estudiar. Como militar, mi trabajo puede implicar matar y destruir –para eso me he preparado durante años y el que no lo asuma se ha equivocado de profesión–, pero estoy a años luz de esa carroña. Un niño en una zona en conflicto es la imagen diáfana de la vulnerabilidad y, por ello, el blanco más fácil para los psicópatas que habitan en todas las guerras.

Recordaré los rostros de gente extraordinaria. Algunos con los que he trabajado en mi día a día, y os he ido presentando durante estos meses, y otros con los que me crucé esporádicamente. Como un capitán de mirada triste y sonrisa perenne que conocí en Tarin Kowt. Destinado en la Task Force 3-10, se esforzaba por hablar español conmigo. Durante nuestra conversación, aunque sabía la respuesta, le pregunté por una pulsera metálica que llevaba. Sin borrar la sonrisa, bajando sus ojos hacia ella mientras la giraba, muy despacio, me contó que tenía grabados los nombres de cinco compañeros de su unidad caídos en combate y la fecha de su muerte. “No les olvido”, me dijo sin perder la sonrisa, casi excusándose, como si yo fuera a echarle en cara que él estuviera vivo. No, yo tampoco olvidaré todo esto. Porque “hijosdelagranputa” los hay aquí y en España –quizás la única diferencia es que allí son más reticentes a volarse en cachitos del tamaño de un filete del Mercadona...–, pero el hecho, importante y cierto, es que también estamos rodeados de mucha más gente buena, anónima, arrimando el hombro "por la sordi" –como decía un viejo amigo, cabo 1º legionario–, sin hacer ruido ni levantar polvo. Y aquí, esa gente brilla con luz propia. Casi todos los días encuentro algún detalle que me recarga de ilusión y hace que le dé gracias a Dios por ser quién soy y estar dónde estoy. 

La buena gente… Recordaré a esa patrulla de polacos –polacos tenían que ser, otra vez, ¡qué gente más extraordinaria!– que encontró a una niña de dos días, en la cuneta de un camino, envuelta en una pashmina. No me preguntéis cómo la vieron, cuánto tiempo llevaba allí o cómo sobrevivió, pero el caso es que el paramédico de la patrulla la reanimó y en el hospital la sacaron adelante. ¡Joder, la alegría que nos llevamos todos! Revientas a siete cabrones que van a atentar en una “pickup” y al minuto te emocionas porque vive una mocosa de dos días… Sí, hay gente muy buena aquí. Peña que se la juega cada puto día, no por la gran misión estratégica, no por la sociedad occidental o lo que queráis grandilocuentemente pensar que hacemos aquí, sino por mantener a salvo a un puñado de lugareños, capturar o eliminar al hijo de Satán de turno o mantener vivo a su colega de litera, porque él hace lo mismo. 

Sí, recordaré a los que están instruyendo, desde la nada –hay que enseñarles hasta a atarse las botas–, a policías y militares con los que, en un par de meses, estarán haciendo misiones. Misiones de un par de cojones. O, simplemente, conteniendo a la insurgencia para que no tome un pueblecito perdido de la mano de Dios y hagan su “justicia”. Ahí están, en un pequeño campamento construido a las afueras de la aldea, codo con codo con los diez policías locales que ellos mismos han formado y cuyo futuro y el de sus familias depende de su presencia. Hay que vivir esto –ser militar o esforzarse mucho– para comprender qué lleva a un equipo a morir por una aldea de adobe, a miles de kilómetros de su casa, con cien paisanos a los que casi no entienden. Lo que sí sé es que, gracias a gente así, merece la pena vivir en este jodido mundo.

No, sinceramente, no estoy en la cara amable de ISAF. Posiblemente no seamos de los que hacemos el bien propiamente dicho y tendré que cargar con ello lo que me quede de vida. La parte de los “bollicaos”, los juguetes y los abrazos, la llevan otros, pero creo que nuestra labor es esencial para que ellos hagan la suya, aunque no trascienda a la opinión pública y sea discutida hasta por alguno de uniforme. ¿Hacemos el bien? No lo sé, no creo. Posiblemente nuestros actos sean moralmente malos, pero también estoy seguro de que San Pedro –el que desenvainó la espada en defensa de su Maestro y le cortó la oreja a Malco en el huerto de Getsemaní–, entiende lo que quiero decir. 

Recordaré las lecciones de liderazgo que he visto aquí. He confirmado cómo se fundamenta sobre el prestigio ganado con el trabajo diario, fiable y bien hecho, y la ejemplaridad. Me acordaré de la despedida del brigadier australiano Mark Smethurst, mi jefe y el de toda la tribu de ISAF SOF. Para que me entendáis, el de brigadier es un empleo que no tenemos en España y que se sitúa entre el de coronel y el de general de brigada. Vi cómo a su acto de relevo –unas palabras en nuestro Centro de Operaciones, sin ninguna formalidad– asistió el propio Allen –Jefe de ISAF, que se deshizo en elogios hacia sus fuerzas especiales– acompañado de un buen puñado de generales. Vi como el general francés Olivier de Bavinchove –os hablé ya de este general de cuatro estrellas en un artículo previo– le condecoró, ahí, con la Legión de Honor. Las palabras de despedida las dijo el coronel segundo jefe –sí, “Duke”, el mismo que quiso despedirme a mí. Otra muestra de la grandeza de corazón de este hombre–. Palabras de soldado a soldado. Terminó diciendo algo así como que la tradición manda que, cuando despedimos a un guerrero, a uno de verdad, le regalemos un arma. Y le entregó un tomahawk. Los complejos aquí se dejan en la barrera de entrada.

Y recordaré, en fin, a los amigos españoles del NRDC-SP con los que he coincidido. A aquellos que han querido ver lo que hay más allá del parche. Especialmente a tres militares magníficos –un comandante, una brigada y un cabo 1º– que han venido por dos años y contra viento y marea mantienen un espíritu, una alegría y una profesionalidad fuera de lo común.

También espero no haber llevado a nadie a engaño. Mi misiónaquí era planear. Me he movido mucho, he ido y he venido, he subido y he bajado, pero siempre con un objetivo: realizar un buen planeamiento. Pasarlas putas en un avión, en un helicóptero o en un blindado, pero planear. Acompañar a la tribu en alguna misión, pero planear. La verdad, el calificativo de special para este grupo al que he pertenecido va más allá de unas capacidades bélicas. Han conseguido, posiblemente sin saberlo, que me sienta orgulloso de lo que hace hasta el último de los "users", porque sé que soy parte del engranaje y el resultado es bestial. Por ejemplo, de octubre de 2011 a este pasado octubre del 2012, se han efectuado más de 1.400 operaciones, con más de 900 EKIA (Enemy killed in action), de los que 230 eran jackpots, y más de 2.700 detenidos. Más de 110 toneladas de explosivo incautado y más de 91 toneladas de droga incautada. A cambio, 7 KIA y 55 WIA (Wounded in action) propios; y 32 y 96, respectivamente, de las fuerzas afganas a las que hemos adiestrado y que participan con nosotros. Y estos resultados con una fuerza de sólo 2.200 militares de la coalición y 5.500 afganos. Pero, como español, si de alguien me siento profundamente orgulloso, los compatriotas que de verdad tienen mérito, son otros. Los desplegados en Quala e Naw y, especialmente, en las COP. ¡Ojalá algún día alguien dé a conocer lo que esos chavales, nuestra gente, ha trabajado y combatido aquí! 

Sinceramente, finalizada la misión, sólo quiero llegar a casa siendo mejor persona que cuando me fui. Y descansar. Y comerme unas lentejas con chorizo y estar con mis chicas el tiempo que les he robado y, después, tomarme una caña con vosotros y charlar como sólo los amigos de verdad pueden hacerlo y reírnos. Reírnos mucho, porque esta vida, amigos del alma, son dos días. 

martes, 26 de enero de 2021

CARTA ABIERTA A MI AMIGO ANTONIO MONTALBÁN

Queridísimo, Antonio, mi “armario empotrado” favorito:

Como me pasó con Carlitos –seguro que lo tienes ahí, a tu lado, fumeteando los dos como camioneros de los buenos–, no he podido esperar a nuestra cita del toque de oración. Cada vez hay menos actos con esta mierda del COVID y echo de menos saludaros... Hoy, tu tocayo Antonio, nuestro “primeraco”, ha abierto la mañana en el chat con unas preciosas palabras en tu recuerdo. Y no me he resistido. Te lo debía. Todavía atontado por la sedación de la colonoscopia que acabo de hacerme –no te descojones, grandullón; no, no me mola que me metan cosas por el culo, pero la edad y los antecedentes aprietan–, me he puesto a escribirte.

Mi “armario empotrado favorito”, recuerdo que te descojonabas, con esa risa abierta, franca y rotunda que te caracterizaba, cada vez que te llamaba así. Y es que, joder, ¡parecíamos un click de Famobil y el puto Geyperman! Pero, como suele pasar con los tipos enormes como tú, el tamaño es sólo una necesidad física para poder albergar un corazón descomunal. Porque, Antonio, tú eras eso, un corazón con dos enormes patas. Hasta cuando “rajabas” lo hacías con un punto de bondad que, a los “enanos reviraos” como yo, nos desconcertaba…

Hoy, mi querido Antonio, hace 25 años que el Jefe decidió que Carlos no daba abasto allí Arriba para cuidar a esta genial promoción de tenientes “echados p’alante” y que tú eras el indicado para echarle una mano. Una gran mano. Recuerdo que me impresionó la noticia. Unas prácticas de explosivos. De Infantería, básicas. No de Zapadores, no de EOD…, de Infantería. No sigo, que me cabreo y no es el momento… La explosión que te llevó, dejó a diez chavales del curso heridos. No sé por qué me da, conociéndote, que a más de uno de ellos le salvaste la vida. Por cierto, te acordarás de José Soto Chica, fue de los heridos más graves –perdió una pierna, la vista y, parcialmente, el oído–. Pues bien, ahora es doctor en Historia Medieval, profesor en la Universidad de Granada y escritor. ¡Y cómo escribe, el tío!

Antonio, te recuerdo metido en todos los “saraos”. En las coñas, ya fuera cantando villancicos o jotas –que el que vale, vale, aunque haya nacido en Altura (Castellón)–, en el pasillo de la Academia General o disfrazado de tendera de pechos enormes en el video genial que grabamos en la de Infantería. Pero también en las serias, como cuando diste el paso al frente para hacer las prácticas de 5º curso en la Compañía de Operaciones Especiales 7 de Palma de Mallorca, con la que cayó allí en aquel 1994… 

Pocos han podido hablar con Mari Paz –cada uno lleva el duelo como puede y sabes que si algo no queremos es ser motivo de tristeza para nadie, todo lo contrario–. Tampoco con tu hijo, Antonio. Estoy seguro de que lo que más te jodió de irte antes de tiempo, de todo lo que se esfumó en el humo de aquella explosión, fue no poder conocerle en esta vida. Espero que, como promoción, algún día nos podamos reencontrar con ellos. Sabes que tu Regimiento, el Córdoba 10, tampoco te olvida. Iba a hacerte un acto íntimo hoy, pero, de nuevo, el COVID se lo ha cargado. Con muchas restricciones, claro, pero allí iba a estar nuestro querido Fede en nombre de toda la promoción. Sí, otro “enano”, pero vale su peso en oro…

En fin, Antonio, no te entretengo más por hoy. Gracias por interceder por nosotros –sé que no te lo ponemos fácil­–. Dale una colleja cariñosa a Carlitos y nos vemos cuando el Jefe diga. El tiempo pasa y ya, en pie, enganchados y preparados en este avión que es la existencia, vamos acercándonos a esa puerta que nos lleva al salto de la muerte a la Vida. Sé que estarás esperándonos. Hablamos en el próximo acto, cuando, en el toque de oración, vuelva a fijar los ojos en el cielo con un nudo en la garganta… Cuídate, cuidaos. 

Un abrazo fortísimo de tu compañero, camarada y amigo,

 

Pedro.

viernes, 15 de enero de 2021

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 13

El aterrizaje en el Kandahar Airfield (KAF, en el sub-lenguaje NATO-americano) supuso también el aterrizaje en la cruda realidad del teatro de operaciones afgano. No es que tomásemos tierra, es que nos “jartamos” de ella. Polvo por todas partes –y no, precisamente, del que alguno está pensando–. El sur y el este de Afganistán, el famoso cinturón pastún, son las zonas más calientes y de mayor actividad de la insurgencia. En el sur, dos provincias destacan por su mala leche: Helmand y Kandahar. Y en esta última estaba yo, españolito de pro, con mis acompañantes americanos.

Lo primero que llama la atención de la base de Kandahar, aparte del jodido polvo que mencioné antes, es su tamaño. La población allí oscila entre 25.000 y 33.000 colegas, que ya es gente, en comparación con los cerca de 5.000 de KAIA. Por tener, tienen hasta líneas regulares de autobús que recorren la base. Salimos de la terminal aérea y allí estaba una comandante negrita, muy maja, que nos llevó en una Vanettedestartalada a la oficina de alojamientos (Billeting Office, en inglés). Allí descubrí otras de las características de KAF: es, junto a Bagram (BAF en el mismo sub-lenguaje), una de las bases de tránsito de las fuerzas norteamericanas. Eso significa que el 98% de los yankees que entran o salen de Afganistán por cualquier motivo lo hacen a través de estas dos bases. 

Nos alojamos en el “Hotel California”, una descomunal tienda protegida, camuflada en su exterior y que en su interior cuenta, en una nave diáfana, con 450 literas, una al lado de otra. Lo primero que sientes al entrar en el “Hotel California” es un puñetazo olfativo a humanidad, seguido de un frío de cojones. Lo del pestazo es normal: unos 900 colegas de su padre y de su madre formando un zoológico digno de ver. Tipos alegres que se van de permiso o final de misión, tipos tristes que se incorporan al teatro, heridos leves que mandan para casa…, y nosotros. De salida, los americanos se tiran allí entre uno y tres días, esperando hasta que llenan un avión con destino a los USA. Los movimientos intrateatro son más rápidos. El frío se debe a unos macro-aires acondicionados que están constantemente en funcionamiento y que sirven para mitigar un poco, más que el calor, el olor reinante. El frío y las luces, prácticamente toda la noche encendidas, hace que las literas “de abajo” sean las más cotizadas. Los alojados de larga duración se hacen “garitos” con mantas para tener un poco de intimidad y oscuridad. 

Me busqué una litera lo más aseada posible –no es un buen sitio para ser escrupuloso–, dejé el equipo y, con el armamento siempre encima, nos fuimos a la primera reunión del día. La forma de llevar el fusil es otra de las cosas que perfeccionas con la peña de la tribu. Nada de llevarlo a la espalda, cruzado en bandolera o como si fueras a la caza de la perdiz. Al contrario, siempre con correa de suelta rápida. Ese tipo de correas te permite liberar ambas manos, llevarlo relativamente ceñido en un lateral –a lo largo del muslo– o en el pecho y, en caso de necesidad, nada más tienes que apretar la suelta rápida y encarar. Nuestro HK la lleva, pero es un poco aparatosa, así que aproveché una tienda americana de cosas de matar que tienen aquí –enorme, por cierto– y me compré una. 

La sensación de andar por KAF me gustó. Ser el único español entre más de 30.000 colegas y pasear la propia bandera fuera de las zonas habituales para nuestras fuerzas, mola. Todos te miran, algunos te preguntan e, incluso, unos coreanos se hicieron una foto conmigo. Supongo que fue porque tengo también los ojos rasgados… Después, en vez de ir a cenar a uno de los comedores temáticos de la base –italiano, americano, tailandés, etcétera–, nos fuimos a un Friday´s. Sí, un Friday´s como el que podéis encontrar en los centros comerciales de cualquier gran capital, con su decoración sobre cine y sus camareras con minifalda. Me comí una hamburguesa que no se la salta un atleta amateur y una Coca-Cola light, que la camarera no dejaba que bajase de la mitad. Estuve a punto de pedir la Coca-Cola con vainilla, como en Pulp Fiction, pero me pareció de cateto. El momento de pagar fue curioso. La camarera fue pasando: uno le pagaba con tarjeta; otro en dólares con tickets de cartón –sólo se manejan billetes, las monedas se sustituyen por vales–; yo, en euros. Eso sí, a todos nos atendió con una amplia sonrisa. Claro, luego me explicaron, que, incluso aquí, se juega la propina, que es parte importante de su sueldo. 

El restaurante está en una zona espectacular de la base. Imaginaros la típica plaza de pueblo con soportales –Plaza Mayor de Madrid, por ejemplo–. Pues bien, eso es lo que tienen allí. En los soportales, elevados sobre el nivel del suelo, se ubican toda clase de tiendas, restaurantes, cafeterías, etcétera; y, en el centro de la “plaza”, hay un campo de fútbol de césped artificial con focos, una pista de jockey-hielo –de cemento, claro está–, mesas para tomarse unas birras, un gimnasio al aire libre y, bordeándolo todo, una pista de tartán. En dos palabras, como diría el gran Jesulín: “Im-prezionante”.

Después de otra tanda de reuniones, al día siguiente volamos en helicóptero a la Base Multinacional de Tarin Kowt, en la provincia de Uruzgan. Hicimos dos paradas en sendas COP (Combat Out Post, pequeñas bases, de entidad entre compañía y batallón, en mitad de la nada) para dejar a dos JTAC (Joint Tactical Air Controller, que son los pollos que guían los ataques desde el aire, siempre en mi equipo…) y, finalmente, aterrizamos en la base, liderada por Australia. Más polvo y más calor. Llegamos con un nivel de alerta alto que implicaba tener el armamento, chaleco y casco a menos de diez minutos de donde nos encontráramos. Eso, para nosotros, suponía llevarlo puesto. Allí, la mayoría de los locales sensibles ­–puesto de mando, dormitorios, comedores, etcétera– son verdaderos búnkeres. Nuestro dormitorio de transeúntes, por ejemplo, era un contenedor acorazado con apertura hidráulica. Podría parecer claustrofóbico, pero prima la seguridad y, además, se dormía fresquito. El comedor era una pasada. No sé de dónde coño las sacaban, pero la barra de ensaladas y frutas tenía de todo. Muchísimo mejor que en Kabul. Más reuniones, más visitas y a los dos días salíamos otra vez en un avión de malotes rumbo a Bagram. 

¡Ah, Bagram!, sí la de la famosa cárcel y los abusos que salieron a la luz en 2005. Otra época que tengo el placer de no conocer y espero que no se repita. Otra base espectacular. Allí estuvimos unas pocas horas y, entre reunión y reunión, pude curiosear dos aviones que, simplemente viéndolos en el suelo, son de los que te haces caquita. Son el A-10 Thunderbolt o Warthog y el C-130 Spectre

El A-10 es un avión “de Infantería”. Está diseñado para el apoyo aéreo cercano (CAS), especialmente el ataque a blindados, y por ese motivo es lento –560 km/h– y muy maniobrero a baja cota. Aterriza y despega casi “en cualquier recta”, tiene la firma térmica de un mechero y, aunque es muy vulnerable para una amenaza aérea, es un búnker volante para el fuego que puedan hacerle desde tierra –aguanta los disparos de 20 mm. sin muchos problemas y algunos de hasta 57 mm., las alas protegen sus motores al estar montados en la parte superior trasera y su único piloto va en una especie de “bañera” anti-todo de más de 500 kilos de blindaje forrada de nailon para evitar proyecciones–. Encima, está diseñado para poder volar con un solo motor, una sola cola, un elevador, la mitad de un ala arrancada y aterrizar sin haber desplegado el tren. En Afganistán no existe amenaza aérea, así que, para deshacer las cuevas en Tora Bora, los refugios de los talibanes o apoyar operaciones desde el aire, sus posibilidades de configuración y, sobre todo, su cañón, van de miedo. Casi se puede decir que, primero, diseñaron el cañón –el General ElectricGAU-8 Avenger, uno "pequeñito" de 30 mm., que en realidad son siete rotativos que alcanzan una cadencia de hasta 4.200 disparos por minuto– y alrededor le montaron un avión.

Al segundo lo he visto en acción en algunas de nuestras operaciones. También el CAS es su misión principal. Un eficiente sistema de armas controla cuatro cañones, dos de 25 mm., uno de 40 mm. y uno de 105 mm., tres de ellos pegaditos en el costado. Hay mil versiones, pero los de aquí tienen la pintura más oscura que los C-130 normales y su nombre les viene de que sus misiones suelen ser nocturnas. Cuando localizan un objetivo, vuelan en círculo sobre él –a izquierdas, por la posición de los cañones–. Los malos se esconden, se suben a los árboles, se hacen los muertos, se pegan a los muros o se meten en zanjas, pero nada escapa a su “vista” nocturna y os aseguro que, un disparo de 25 mm., te deja la uña negra, pero negra…, negra. La primera vez que lo vi en acción entendí por qué a veces tardan un par de días en confirmar la identidad del jackpot correspondiente –ya os comenté que ese es el nombre que se le da a los malos que son más malos que los demás. Están en una lista, denominada Joint Prioritized Effects List (JPEL), que se revisa semanalmente. Cuando un Spectre entra en juego, normalmente la escalilla corre unos cuantos peldaños…

En fin, esa semana danzando por el sur sirvió para estrechar lazos con mis compañeros norteamericanos y que ellos descubrieran que, aunque hablemos un inglés “raro”, los españoles somos tipos fiables. Os escribo después de mi despedida oficial. Es una ceremonia íntima y sencilla, en nuestro Centro de Operaciones. Tu jefe dice unas palabras, tú dices unas palabras, el gran jefe te da la medalla de la OTAN y un diploma y se acabó. En mi caso, el coronel segundo jefe, el norteamericano “Duke” del que os hablé hace unos meses, quiso ser él quien pronunciara las palabras de mi despedida. Fue un honor, porque él se despedía en el mismo acto, después de dos años de misión, pero así se lo pidió al que le correspondía, el coronel italiano jefe del Estado Mayor. Disparó al corazón, el muy cabrón. Que el tío más emblemático de ISAF SOF, un guerrero de verdad, me estuviera dedicando unas palabras tan elogiosas y cariñosas, me dejó tocado para mi discurso. Me emocioné –¡joder, me emocioné en inglés!– se me quebró la voz y se me empañaron los ojos. No me importó, porque no fui el primero, ni seré el último, al que le pasa cuando acaba su misión en un entorno de tantísima intensidad. Les dije lo duro que era ser español en la tribu sin botas “hermanas” combatiendo sobre el terreno; sólo las tuyas. Les conté cómo por ello había adoptado como propias a sus unidades, a sus chicos, que ya eran míos también. Les hablé de cómo me alegraba y me sentía orgulloso cada vez que una operación tenía éxito y de cómo rezaba por sus caídos y heridos en esos días grises de mi despliegue. Les dije, en fin, que había sido grande trabajar con ellos, pero que, para mí, era más grande todavía, y un honor, trabajar y ser uno más en lo que todos ellos representaban. 

Mañana, si el tiempo lo permite, volaré a Herat y, de ahí, a España. Por cierto, he tenido una última movida porque me querían dejar tres días sin armamento. He dicho que ni de coña. Al final, el general senior español se ha implicado y me ha autorizado a entregar mi armamento aquí, volar desarmado y que, según aterrice en Herat, me entreguen una pistola y dos cargadores hasta el día de salida. Que sí, que soy un “inflao” y todo lo que queráis, pero llevo seis meses viendo y viviendo cosas y lo último que me apetece es que, en un Green on Blue en mi último día, tenga que defenderme de un talibán “fumao” haciendo la postura del cangrejo –creo que esa era del Kama-Sutra, pero vosotros me entendéis… En fin, como dice un alemán de la tribu: “Todo en esta vida tiene un final…, menos la salchicha, que tiene dos”. Nos vemos pronto.